Cuando me echen, quizás pueda irme a otra parte en vez de a casa.
Levanto la bolsa vacía del suelo del armario y la estrujo hasta la mínima expresión. Meto el bulto en el cubo de la basura. Ahora mis cosas tienen que quedarse en el armario, ya no tienen bolsa para viajar.
En serio, qué chorrada, Helen. Ya encontrarás un lugar donde quedarte. Tengo una idea. Vuelvo a sacar la bolsa del cubo.
Quiero moverme un poco más. Como no siento el culo, casi tengo la sensación de estar aquí de vacaciones. Drogada.
Camino desde la mesilla hasta la esquina de la cama y, desde allí, bordeando los pies, hasta la ventana.
Y de vuelta. Una vez. Más rápido. Dos veces. Apresurando cada vez más el paso hago este recorrido cinco veces, hasta que me quedo sin aliento.
Andar cansa las piernas. Llevo pocos días aquí, pero los músculos ya se me han atrofiado.
Levanto el camisón para poder mirarme las piernas. Extiendo primero una pierna sobre la cama, luego la bajo y subo la otra. Se ve que han adelgazado. Tienen un aspecto extraño. Parecen de abuela, con poca masa muscular, piel blanca y vello largo. ¡Huy!
Desde luego, es en lo que menos he pensado durante el tiempo que llevo aquí. Cuando tienes dolor no necesariamente te apetece afeitarte.
Pero ahora sí.
Me tiro sobre la cama. Demasiado fuerte. A pesar de las pastillas siento un dolor que va trepando del ano a la espalda. Tranquila, Helen, no empieces a desbarrar.
Al fin y al cabo no se está nada mal sin dolor. Así que modera tus movimientos.
Cojo el teléfono y vuelvo a marcar el número de mamá. Otra vez el contestador. ¿Se han ido todos de vacaciones ahora que se han librado de mí? ¿Cuánto hace que no les veo el pelo?
Días.
Pero no sé cuántos exactamente. Tampoco sé desde cuándo estoy aquí. Seguro que tiene que ver con los dolores y los analgésicos y quizás también con mi consumo de drogas. Siempre esas lagunas de memoria.
—Soy yo otra vez. ¿Habéis escuchado mi mensaje? Si uno de vosotros tiene la intención de visitarme tiene que darse prisa. Toni, tú todavía no has venido. ¿Puedes traerme un vestido y un par de zapatos de mamá cuando vengas, porfa? Gracias. Hasta luego. Ya es de noche.
Joder. Qué terrible es depender de familiares de sangre. Ahora me toca esperar hasta que me traigan las cosas.
Bajo de la cama saltando al ralentí y voy hasta la puerta, abro una rendija y espío el pasillo. Oigo ruido. Algo se está preparando.
Reparto de la cena. Van moviendo sus torres de bandejas y paran delante de cada puerta. A lo mejor esta noche ya me toca algo normal y no muesli ni pan integral. Si les dijera que ya he «evacuado» hace tiempo, me darían de comer una cosa mejor. Pero me callo.
Vuelvo despacio a la cama y me meto dentro para esperar la ración de comida.
Ya están llamando a la puerta.
Lo primero que digo, con un tono de lo más amable, es buenas noches. La enfermera es del montón. No las distingo. Son todas infollables.
—Buenas noches, señorita Memel. ¿De tan buen humor? ¿Cómo está? ¿Ha evacuado ya?
—Todavía no, gracias por preguntar. ¿Qué hay de cena?
—Para usted sólo pan integral. Ya sabe: mientras no consiga la primera evacuación...
—Prefiero muesli.
Porque para los granos tengo todo lo que necesito.
—Y los otros pacientes, ¿qué cenan?
—Para los de carne hay lomo en salsa con patatas y guisantes. Y para los sin carne, cocido de col.
Me suena a paraíso. También porque está caliente. A mí sólo me dan comida fría, que me destempla aún más el alma. Estoy a punto de decirle a la tía que he cagado hace tiempo.
Pero a cambio me darían una sola comida caliente y después me mandarían para casa. Un precio demasiado alto.
Primero tengo que saber adonde iré cuando salga de aquí.
—Gracias, ya me lo preparo yo sola.
Con los hombros caídos, echo tres cucharadas de muesli en el cuenco, saco la bolsa con los frutos secos del cajón y pongo tres artefactos de uvas encima. Hoy Helen cena muesli de lágrimas.
Cuando no tengo dolor la vida vuelve a dar más o menos gusto. Perforo el himen de aluminio del tetrabrik de leche con la paja de plástico que lleva pegada, vuelco el envase completamente y lo vacío en el cuenco apretando hasta sacar la última gota. Antes papá muchas veces nos aleccionaba para que no dijéramos «paja» porque esos palitos huecos ya no eran de paja. Tampoco puedo imaginarme que alguna vez lo fueran. ¿Cómo perforar con una paja un himen de aluminio? Se rompería al primer intento. Estoy segura de que siempre han sido de plástico y que sólo se llaman así porque a alguien le pareció que tenían aspecto de paja.
En un visto y no visto me como mi cena fría.
Al meterme el último bocado llaman a la puerta con delicadeza.
No es una enfermera, llamaría más fuerte y enérgica. Tampoco entra nadie. Una enfermera definitivamente no es. De las tres opciones marco la casilla de mi padre. También porque estrecha la mano de manera muy fofa. Todo el mundo se queja. Debe de tener la musculatura de la mano bastante floja. Floja hasta para llamar a las puertas con firmeza.
—Adelante.
La puerta se abre lentamente, joder, qué suave comparado con lo que se estila aquí.
Asoma la cabeza de mi hermano. Los genes. Ha heredado la falta de músculos manuales de mi padre.
—Toni.
—¿Helen?
—Entra. Te acabas de perder la cena. Gracias por venir.
Sostiene una bolsa en la mano.
—¿Me has traído las cosas?
—Claro que sí. ¿Y por qué todo esto?
—Es un secreto.
Se queda mirándome. Me quedo mirándolo. ¿Ya? ¿Ya nos ha comido la lengua el gato?
Vale, pues. Allá se las compongan ellos.
—No te gustan los hospitales, ¿verdad, Toni? Por eso no habías venido.
—Sí, ya lo sabes. Lo siento, Helen.
—¿Quieres que te diga por qué no te gustan?
Se ríe.
—Sólo si no es nada grave.
—Sí lo es.
Su sonrisa desaparece. Me mira interrogante.
Desembucha, Helen.
—Cuando eras un crío mamá intentó suicidarse. Y quiso llevarte a ti con ella. Te metió el somnífero en el biberón y se tomó las pastillas. Cuando la simpática de Helen llegó a casa estabais tirados en el suelo de la cocina, los dos inconscientes, y del horno salía gas. Os salvé contra la voluntad de mamá antes de que la casa saltara por los aires u os asfixiarais. En el hospital os hicieron un lavado de estómago y tuviste que permanecer ingresado mucho tiempo.
Me mira con una cara de tristeza profunda. Creo que ya lo sabía. Los párpados se le ponen de color azul pálido. Un chico guapo. Pero poca musculatura en la región ocular.
Durante un buen rato no dice nada. Está totalmente inmóvil.
Luego se levanta y cruza la habitación a paso muy lento. Abre la puerta y dice al salir:
—Por eso siempre tengo esos sueños de mierda. Se va a enterar.
Mi familia va de capa caída.
¿Y ahora tengo yo la culpa?
¿Sólo por decirle a Toni la verdad?
Una no puede callar para siempre. ¿Mentir para salvar la paz familiar? La paz de la mentira. A ver qué va a pasar. A menudo hago cosas y no pienso en las consecuencias sino después de haberlas hecho.
El plan de reunificar a mis padres lo he descartado definitivamente.
Me estoy volviendo loca. Yo aquí encerrada, y esta gente entra y sale como le da la gana. Además, allá fuera deben de hacer cosas de las que no me entero. Por un momento pienso que me gustaría participar. ¡Pero qué participar ni qué leches! Allá fuera somos una familia desgarrada, cada uno va a su aire. Sólo porque mi culo me tiene atada al catre los caminos de mis parientes se cruzan con el mío de vez en cuando.
Llaman a la puerta y alguien entra en tromba. Por un momento pienso que es mi hermano, deseoso de seguir hablando conmigo sobre su casi asesinato a manos de nuestra madre.
Pero la persona que se para frente a mi cama lleva zapatillas ergonómicas blancas y grandes, así como un pantalón de lino del mismo color.
Un médico.
Levanto la vista. Es el doctor Notz.
Ay de él si me da el alta. Entonces me encadeno a la cama.
—Buenas noches, señorita Memel. ¿Cómo se encuentra?
—Si quiere saber si he evacuado, pregúntemelo sin rodeos. Al pan, pan, y a las heces, heces.
—Antes de hablar de eso quería saber cómo está del dolor.
—Bien. Hace unas horas el enfermero me dio un analgésico. Seguramente el último, por lo que he entendido.
—Exactamente. Poco a poco debería empezar a prescindir de las pastillas. Y, en cuanto a la evacuación, parece que tanta presión es contraproducente. Hay enfermos a los que tenemos que dar de alta sin que hayan llegado a evacuar de forma no sangrienta. Al haber mucha presión se ponen muy tensos y no pueden.
¿Cómo? ¿Me va a despachar a cagar a casa?
—Por eso quiero proponerle que se vaya a casa para probar tranquilamente cómo le va. Si volviera a sangrar sólo tiene que venir aquí. Tal como está, no tiene sentido que siga hospitalizada, nos parece.
¿«Nos»? Sólo veo a uno. Da igual. ¿Y ahora qué hago? Notz le ha dado la puntilla a mi hermoso plan.
—Sí, suena razonable, gracias.
—Pero veo que no se alegra como otros pacientes cuando reciben el alta. Siempre me gusta dar la buena noticia personalmente.
Siento estropearle la fiesta, Notz. Pero no quiero irme a casa.
—Sí que me alegro, pero me cuesta mostrarlo.
Y ahora lárgate, tío. Tengo que pensar.
—Entonces no le digo «hasta la vista», porque sólo volveríamos a vernos si en su casa fallara algo con la cicatrización. Así que hasta nunca más, espero.
Sí, ya he entendido, ja, ja, ja, no soy idiota. Hasta nunca más.
—Pues yo sí le digo hasta la vista. Porque cuando esté totalmente recuperada voy a empezar aquí como ángel verde. Ya sabe, hacer algo útil en la vida. Ya he pedido plaza. Seguro que nos veremos por los pasillos.
—Muy bien. Hasta la vista entonces.
Mutis.
A pensar.
Mi última oportunidad. Despedida de la familia. Voy a llamar a mi padre para decirle que me han dado el alta y pedirle que venga a recogerme esta misma noche. Marco. Se pone. Me pide disculpas por no haber venido después de la operación de urgencia. Lo esperado. Le digo que me han dado el alta y que venga a buscarme.
Atrévete, Helen, qué más da. Pregunta de una vez.
—Por cierto, papá, ¿cuál es tu profesión?
—¿Lo preguntas en serio? ¿No lo sabes?
—No exactamente.
—Soy ingeniero.
—Ya. ¿Y te gustaría que yo me hiciese ingeniera también?
—Sí, pero eres demasiado mala en matemáticas.
Papa me hiere muchas veces. Pero nunca se da cuenta.
Ingeniera. Me lo apunto en la mente y lo repito: In-ge-nia..., no. In-ge-ni-ta..., tampoco. In-ge-nie-ra. Eso.
Con mi madre hago otro tanto. Pero no le pregunto por su profesión porque ya me la sé: hipócrita. Le dejo dicho en el contestador que me dan el alta esta misma noche y le pido que venga a recogerme, si puede con Toni. Pero es posible que ya no quiera verme después de lo que le he contado a mi hermano. A ver.
Helen, ahora tienes que hacer lo que has pensado.
Me bajo de la cama. Definitivamente. Nunca más volveré a acostarme allí dentro. Levanto la bolsa que antes había echado a la basura.
Meto todos mis trapos del armario y los artículos de higiene del baño que no he utilizado. La bolsa tiene un ligero tufo a sangre menstrual rancia. Pero seguramente sólo lo noto yo.
Dejo la bolsa y me inclino sobre la cama. Agarro la Biblia y le arranco algunas páginas.
Hago varios viajes para tirar el agua de todos los aguacates al lavabo. Listo.
Pongo los vasos unos dentro de otros, los meto en la bolsa y los envuelvo con una de las piernas del pijama.
Dejo los palillos clavados en mis bebés y envuelvo cada uno en una hoja de la Biblia. Los guardo todos en la bolsa.
Falta por vaciar el cajón. El crucifijo puede quedarse. Sentada en el borde de la cama, balanceando las piernas como cuando todavía era joven, paseo la mirada por la habitación.
Se diría que nunca he vivido en este lugar. Que ni siquiera he pasado por él. Sólo algunas bacterias mías se esconden por aquí y por allá, invisibles. Nada apreciable.
Llamo al timbre. Deseo que todavía no se haya marchado.
Vuelvo a pensar que quizás alguien se haya preocupado por mí. Seguramente creen que mi estreñimiento es por miedo al dolor. Debe de ocurrir a menudo en esta unidad. ¿Pero tanto tiempo?
Me hubiera gustado saber si en esos casos recurren a remedios más drásticos. Al enema, por ejemplo. No me supondría ningún problema. Ya podrían venir con sus tubos y sus líquidos. A mí no me asustarían con esa parafernalia.
Vaya lo que tardan en venir. Aunque... no quiero que venga cualquiera sino que venga Robin.
Subo las piernas y me doy la vuelta. Me gustaría mirar por la ventana. Pero no veo nada. No hay exterior. Sólo mi habitación y yo, reflejada en el cristal. Me miro largo rato y noto lo cansada que estoy. Es sorprendente cuánto la machacan a una el dolor y los analgésicos. Podrían echarles un poco de euforizante.
No tengo buena pinta. Nunca la tengo, en realidad. Pero ahora menos. Tengo el pelo grasoso y disparado en todas direcciones. Es como me veo en mi mente cuando me haya dado mi primera crisis nerviosa. Todas las mujeres de mi familia han tenido crisis nerviosas. No es que les hiciera falta mucho para tenerlas, y quizás sea precisamente éste el problema. Estoy segura de que pronto a mí también me fulminará una crisis de ésas. Como un rayo. Enloquecer y venirse abajo sin que estés haciendo nada.
Quizás todavía pueda lavarme el pelo antes de que ocurra el batacazo.
Llaman a la puerta. Por favor, amado Dios que no existes, haz que sea Robin.
Se abre la puerta. Es una mujer. De Robin sólo tiene la indumentaria. Menos es nada.
—¿Robin ya se ha marchado?
—Su turno ha terminado, pero aún no se ha ido.
—¿Podría hacerme el gran favor de decirle que pase un momento por aquí antes de irse?
—Por supuesto.
—Muchas gracias.
Gracias. Gracias. Gracias. Corre, rápido, enfermera de mi alma.
Una tormenta se cierne sobre los Memel.