Zonas Húmedas (20 page)

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Authors: Charlotte Roche

Tags: #GusiX

BOOK: Zonas Húmedas
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—Robin, ¿has llamado a mis padres antes de la operación?

—Ay, con todo este follón se me ha olvidado decírtelo. Sólo he podido dejarles un mensaje en el contestador. No he encontrado a ninguno de los dos. Lo siento. Pero ya verás como vendrán cuando escuchen el mensaje.

—Sí, sí.

Pone orden en la habitación. En la mesa, en los pies de la cama, en el baño, en la mesilla.

Miro al frente y voy diciendo para mí en voz baja:

—Otros padres cuya hija se encontrase como me encuentro yo no saldrían de la habitación del hospital o estarían todo el tiempo al lado del teléfono de casa por si llaman de urgencias. Será por eso que yo tengo más libertad. Muchas gracias.

Le pregunto si quiere probar mi nueva especialidad, la comida que he inventado para huir del aburrimiento que me produce este lugar.

Quiere probar. ¿Qué me va a decir, si no? Se fía totalmente de mí.

Le ofrezco la bolsa con las uvas de lágrimas. Creo que si un hombre se come las lágrimas de una mujer, ambos quedan unidos para siempre.

Le explico lo que tiene en la mano, pero me callo lo de las lágrimas. Con valentía se pone la uva manipulada en la boca. Oigo cómo revienta la piel y cómo cruje el anacardo. Me dice con la boca llena que la cosa le entusiasma y me pregunta si puede comer más. Naturalmente. Come una tras otra. Luego sigue recogiendo y de vez en cuando se acerca a la mesilla para meterse más uvas en la boca.

Las pastillas todavía no hacen efecto. Estoy tensa y cansada. Los dolores fatigan. En una habitación de hospital es muy difícil establecer vínculos con la gente. Tengo la sensación de que todos quieren salir rápidamente. Quizás hay mal olor. O mi aspecto no es agradable. O las personas simplemente quieren alejarse del dolor y la enfermedad. Tanto a enfermeras como a enfermeros, e incluso a Robin, les atrae una y otra vez mágicamente el cuarto del personal sanitario. Allí los oigo reírse como nunca se ríen aquí en la habitación. Yo, la paciente, me marcharé pronto; pero ellos, que trabajan aquí, aquí se quedarán. Ésa es la frontera. Frontera que pienso borrar en breve. Aun sin formación médica, en cierta manera seré una de ellos en cuanto reciba el alta. Como ángel verde podré entrar en su divertido cuarto de descanso y beber agua mineral con ellos. Y ahora estoy teniendo por primera vez la sensación de que Robin busca mi cercanía. No sale. Sigue recogiendo, incluso en sitios donde ya lo ha hecho. Me alegro. Con él he establecido algún vínculo.

Levanto el auricular. Marco el número de mamá. No se pone. Me sale el contestador.

—Hola, soy yo. ¿Cuándo vendrá a verme uno de vosotros? Tengo dolor y voy a tener que quedarme todavía bastante tiempo. Por lo menos podrías decirle a mi hermano que se dé una vuelta por aquí. Aún no le he visto el pelo. Entonces yo también lo visitaré a él si alguna vez le operan los bajos.

Cuelgo. Ruidosamente. Aunque en el contestador no se aprecia ninguna diferencia entre colgar amablemente y colgar con ruido.

Vuelvo a levantar el auricular y le pregunto a la señal acústica:

—¿Y por qué intentaste suicidarte y matar a mi hermano, mamá? ¿No estás bien? ¿Qué te pasa?

Helen, eres una cobarde.

Estoy hecha polvo.

Hablo conmigo misma y también un poco con Robin.

—No aguanto más. No me aguanto más a mí misma. Tengo que mendigar analgésicos constantemente. A todo el mundo le cuento que no he cagado para poder alargar mi estancia al máximo y reunir a mis padres en esta habitación. Pero no vienen nunca. Y menos juntos. ¿Cómo va a salir el plan entonces? Qué mierda. Qué mierda más grande. Estoy chalada y quiero cosas que nadie quiere.

Siento perfectamente cómo se me van encogiendo los músculos de los hombros. Me ocurre siempre que veo que nada tiene sentido y que el control de las cosas se me escapa. Los hombros, por la tensión, se acercan a las orejas y trato de doblarlos para abajo con los brazos cruzados y haciendo presión con las manos. Cierro los ojos e intento tranquilizarme con un simulacro de respiración profunda. No funciona. No funciona nunca. El culo me escuece y cebollea, los hombros se me pegan a las orejas.

Mi abuela ha estado toda su vida tan tensa que ya no tiene hombros. Los brazos le salen por las orejas, los tiene juntitos a la cabeza. Cuando yo, siendo aún pequeña y simpática, iba a hacerle un masaje, ella soltaba un grito que me desgarraba el corazón. Me explicaba que hacía años que tenía la musculatura de los hombros tan contraída que cualquier contacto, por leve que fuera, le resultaba como si le metieran el dedo en una llaga. Pero mi abuela no ve ninguna razón para hacer algo. Simplemente va a una sastrería de arreglos y se hace coser las mangas directamente en el cuello de la blusa eliminando las hombreras sobrantes. Si no quiero terminar como ella, tengo que pensar en una solución. ¿Cómo prevenir algo así? ¿Haciendo gimnasia? ¿Separándome de la familia? ¿Con masajes?

Me han recetado masajes contra la lesión de la espalda. Lo primero que les pregunto a las masajistas es si tienen experiencia con hombres que se empalmen durante la sesión.

De momento, todas me han dicho que sí. Suelo disfrazar esas conversaciones de tal manera que parece que las compadezco. Hago como si esas erecciones me indignaran a mí tanto como a ellas.

Otra vez los hombres. Cuando en realidad quiero escuchar historias que me pongan caliente. ¿Qué se creen?

¡Cómo no se le va a poner dura a un hombre si una mujer le está sobando el muslo cerca del paquete! Yo también me pongo húmeda cuando me hacen eso. Sólo que a las mujeres la excitación no se nos nota.

Va a ser lo primero que haga. Me ocuparé de no terminar como la abuela. Cuando salga de aquí contrataré sesiones de masaje.

¿Dónde está Robin? Lo oigo farfullar en el baño. ¿Será que está preocupado por mí? Ya me he metido en el cuerpo algunos medicamentos fuertes y él quizás sea el encargado de vigilarme. Podría ser.

Por cierto, ¿cuándo he comido por última vez?

Me da igual. Sólo quiero comer analgésicos. Nada más. El dolor del culo va siendo cada vez mayor. Y la cabeza me da vueltas.

Seguro que a la abuela le resulta fácil acostarse de lado. Para hacer eso los hombros anchos sólo estorban. Cuando está tumbada de lado, el brazo es una línea recta desde la misma oreja. Mucho más cómodo así. Quizás todavía deba pensarme lo de contratar masajes. Primero voy a fijarme otra vez en la abuela. Después decido.

Robin vuelve a acercarse a la cama.

—¿Duele mucho?

—Sí.

—Según mi experiencia, esta noche, a más tardar, deberías estar mejor. Mañana muy seguramente ya no necesitarás analgésicos. Y en cuanto hayas evacuado sin sangre te dejarán marchar.

No puede ser. ¿Me mandarían a casa estando como estoy? Eso da al traste con mi plan. Definitivamente. Aunque en verdad ya lo he estropeado yo antes. Esto no tiene sentido.

—¿A casa? Qué bien.

Una mierda.

No quiero marcharme a casa, Robin. Y ya he cagado. Os he tomado el pelo a todos. Perdóname. Es por culpa de mi familia. No puedo ir a ninguna parte. Tengo que quedarme aquí. Para siempre.

No quiero que Robin se vaya.

Conversando con él puedo distraerme del dolor hasta que las pastillas hagan efecto.

—¿Puedo enseñarte un secreto, Robin?

—Caray. ¿Qué me vas a enseñar, Helen?

—No lo que piensas. —Mi reputación ante él está por los suelos, desde luego—. No tiene que ver con culos ni cueros ni nada parecido. Quiero enseñarte mi pequeña familia.

Mira anonadado pero asiente con la cabeza.

Me vuelvo hacia la repisa de la ventana y levanto la Biblia.

—¿Qué es eso? —pregunta.

Cierro la Biblia y la pongo en la cama, a mi lado.

Le echo un breve discurso sobre mi afición, la crianza de aguacates.

Escucha atento. De esta manera consigo retenerlo un rato largo en la habitación y no lo tengo que compartir con otros pacientes anales.

Cuando voy terminando mi exposición se quita sus blancas zapatillas ergonómicas y sube a mi cama. Mira los aguacates detenidamente y de cerca. Eso me hace muy feliz. Nunca había puesto nadie tanto interés.

Dice que están preciosos y que quiere hacer lo mismo en su casa.

—Si quieres, escoge uno y te lo llevas.

—No, qué va. Hay mucho esfuerzo tuyo metido en esto.

—Sí, precisamente.

Duda. Seguro que se está preguntando si debe o no. Muy serio y legal, este Robin, me parece.

—Vale. Si estás segura de quererme ceder uno. Voy a coger éste.

Señala el más hermoso de todos. Un huesito de color amarillo claro con matices de rosa y recio brote verde oscuro. Buena elección.

—Te lo regalo.

Coge el vaso y, haciendo equilibrios, lo mueve con cuidado sobre la cama tratando de no derramar. Después vuelve a ponerse las zapatillas y se queda con el vaso en la mano delante de mi cama. Parece contento de verdad. Nos miramos sonriéndonos.

Sonriente, sale de la habitación.

19

Cruzo los brazos sobre el pecho. Cuando me acuerdo de que pronto me darán el alta, mi cuerpo y yo nos desinflamos como un globo, mientras un chorro de no sé qué sale por abajo. Algo caliente. Podría ser de todo y salir de cualquiera de los orificios, me es imposible distinguir de cuál.

Voy a comprobarlo con el dedo. Las primeras estimaciones digitales indican que se trata de un escape de líquido frontal de origen chochil. Hago reaparecer el dedo de debajo de la manta y veo que es líquido rojo. Entiendo.

Me he olvidado de ponerme un tampón. Con todas esas hemorragias extraordinarias me he descuidado completamente de las ordinarias. La cama está llena. Yo también estoy llena. Untada de sangre.

Vale. Esto es problema mío exclusivamente. No voy a llamar de nuevo a Robin para pedirle que vuelva a traerme corriendo no sé qué cosa. No quiero que piense que estoy enamorada de él y que me invento pretextos para agobiarlo a timbrazos. Para el dolor y las pastillas, de acuerdo. Pero no quiero pasarme. No quiero ser pelma.

Aunque... en realidad sí pienso que pueda pensarlo.

Porque efectivamente estoy enamorada de él. Entonces puede ser el primero en enterarse. Pero las manchas de la regla las elimino yo sola. Es algo que se me ha dado siempre muy bien, menos aquella vez en casa de la tía.

Acerco la caja de plástico de la repisa y saco dos paños de algodón y uno de papel. Entonces veo el tampón usado. Es hora de sacarlo. Seguro que ha soltado ya suficientes bacterias. A la basura, pues, antes de que alguien lo vea.

Aprecio que la caja está transpirando. En la repisa hace mucho calor. En los lados interiores de la caja se han formado perlas de sudor. Cuando las gotas se hacen demasiado grandes pierden adherencia y caen, arrastrando en su caída a otras gotas. La gota descendente busca la vía directa dejando un rastro de devastación zigzagueante, similar al de un río en la naturaleza, pero más rápido. Así, las gotas vuelven a unirse desembocando en un charco caliente de fermentación apestosa, del que suben nuevas gotas de vapor para pegarse a las paredes. La que más tiempo aguanta en lo alto...

Tengo que examinar mi camisón. Si se ha manchado de sangre me va a dar un ataque. De ningún modo pediré otro.

Qué suerte. Todo limpio. No lo había estirado hasta abajo. Muy bien. Me corro a un lado para ver la avería. No ha salido tanto como pensaba. Bien.

Coloco el primero de los paños con la cara absorbente hacia abajo y la plastificada hacia arriba; el otro lo pongo encima, pero al revés. Ya lo sé hacer a ciegas. Qué gusto volver a estar ocupada con algo.

El paño de papel lo parto por la mitad y me limpio con fuerza y eficacia los pliegues del chochito tratando de llevarme la mayor cantidad de sangre posible.

La otra mitad la doblo longitudinalmente, de manera que me queda un trozo largo y delgado. Éste lo voy enrollando, a pasos pequeños y con firmeza, hasta obtener un chorizo corto y grueso que me meto en el chocho, lo más para arriba que puedo. ¡Toma ya, industria tamponera norteamericana!

Me siento sobre la blanda cara algodonada del rectángulo.

¡Tantán!

Listo.

Qué bien sabes valerte por ti misma, Helen.

Estoy orgullosa de mí. Es algo que no ocurre muchas veces y que me hace sonreírme amablemente a mí misma.

Si estoy de tan buen humor y soy capaz de pensar en cosas tan simpáticas, querrá decir que los analgésicos están haciendo su tarea.

Me pongo a escuchar la voz de mi llaga y constato que guarda silencio. Mis bandazos entre el dolor y su ausencia son muy rápidos.

Quiero levantarme y andar.

He perfeccionado mi técnica de bajada del catre hasta tal punto que mi alta inminente sería una verdadera lástima.

Me coloco boca abajo y voy deslizando primero los pies y luego el cuerpo entero por el borde lateral de la cama, hasta que sólo el torso queda apalancado sobre ésta formando un ángulo recto. Parezco una gimnasta: Helen catapultándose del borde del catre.

La mejor perspectiva es desde la puerta. Camisón de ángel abierto con culo pajarero desdoblado. Disparo el torso para arriba y quedo de pie.

Levanto el brazo derecho en vertical, postura que nos enseñaron para cerrar un ejercicio de gimnasia. Sonrío de oreja a oreja y voy estirando el cuerpo hasta que los talones se despegan del suelo. Con la mano derecha golpeo fuerte en la parte lateral del muslo derecho. Inclino la cabeza insinuando una reverencia y espero el aplauso. Silencio. Anulo la sonrisa. Vaya, Helen, siempre te luces cuando nadie mira. Tú eres así.

No siento dolor y quiero mover el cuerpo. ¿Adonde voy? Salir afuera no me apetece. No tengo ganas de encontrar gente. Además, tendría que ponerme bragas para no desfilar por el pasillo con el culo al aire. Y ni siquiera sé si tengo. Ya no recuerdo qué cosas me ha traído mamá.

Podría comenzar por hacer eso. Mirar qué hay. Me acerco al armario y abro la puerta. Es cierto: pantalones de pijama y camisetas. Todo sin tocar. He llevado camisones desde el primer día. Todavía no me he puesto nada de mi ropa.

Robin ha dicho que es posible que me den el alta mañana mismo.

Por tanto sería hora de hacer la bolsa.

Lo de mis padres no me saldrá. La idea era buena, pero está visto que ni siquiera vienen por una operación de urgencia. Me gustaría insistir. Pero aquí no funcionará. No vienen y yo debería tener algo mucho más grave para poder quedarme más tiempo. Es bonito el sitio. Más bonito que mi casa.

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