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Authors: Anne Holt

Tags: #Policíaco

1222 (9 page)

BOOK: 1222
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Pero era demasiado tarde. Se limitó a encogerse de hombros y a tirar del condenado gorro.

—Nada.

—¿Nada?

—Que lo lamento, tal vez. O, ay, qué pena. ¿Te refieres a algo así? Lo que quieras.

—Es extraño que no preguntes de qué murió.

Adrian suspiró.

—¿De qué murió? —preguntó.

—Lo asesinaron.

—¿Qué?

—Le pegaron un tiro.

—¿Cuándo?

La pregunta me sorprendió. Estaba más concentrada en interpretar la expresión de su cara que en escuchar lo que estaba diciendo.

—La pasada noche —respondí brevemente.

—¿Dónde está ahora?

—Haces unas preguntas muy raras —comenté.

—Igual que tú —repuso antes de levantarse y señalar con la cabeza la máquina de café—. ¿Quieres algo?

Adrian era un niño en muchos sentidos, y aunque a veces me he dejado engañar por adultos, aún me falta conocer un niño capaz de hacer tanto teatro.

—No se lo digas a nadie —le pedí—. De momento.

Me miró un instante boquiabierto, antes de hacer un movimiento negativo con la cabeza.

—Mantener en secreto algo así —murmuró—. Es difícil. ¿Quieres algo o no?

Adrian volvía a ser el de antes. Lo irritante del caso era que me sentía incapaz de descifrar lo que había visto en su cara cuando la ruidosa familia con el perro me interrumpió.

Podría ser algo parecido a la angustia, y no entendía por qué eso me gustaba tan poco.

3

No tenía forma de averiguar si era Adrian el que se había ido de la lengua. Seguramente no había sido él. Aparte de mí el chico no era capaz de comunicarse con la gente más que con malhumorados monosílabos. Excepto, suponía, con Veronica, aunque solo los había visto en callada complicidad. Además, la chica aún no había bajado a desayunar. En cambio, lo habían hecho casi todos los demás. Kari Thue se quejaba ruidosamente de lo bien que había dormido.

—Es escandaloso —decía con esa voz aguda que llegaba hasta mí—. No se puede dejar a la gente dormir tan profundamente y tanto tiempo en estas circunstancias. Muchos podríamos haber sufrido una conmoción cerebral en el accidente sin saberlo. ¡En esos casos hay que despertar a la gente a intervalos regulares!

La recepción se había convertido en un pasillo de tránsito, y entre la gente que iba y venía corrían los rumores. Todos parecían estar de camino a alguna parte, solo se paraban el tiempo suficiente para oír los rumores, igual que ocurriera en el tren antes del accidente. Sentada en la silla, escuché fascinada historias a cual más fantástica. Los rocambolescos relatos solo tenían una pizca de verdad en común: Cato Hammer había desaparecido.

El comedor se encontraba en el ala que daba al lago Finse, y se accedía a él desde la Taberna de San Paal. Al parecer, el personal también había habilitado una sala de conferencias que había más al fondo, contigua al Salón Azul. Una mujer que por la razón que fuera sonreía sin parar me sirvió la comida en una bandeja. Me había fijado en ella la noche anterior. Aparentemente era una empleada del hotel y me trataba con una complicidad que yo no entendía. Aunque yo había participado en las peripecias de la noche, y además me encontraba en una situación especial por no poder abandonar la recepción, nada justificaba que me trataran como si fuera miembro de una especie de club de Finse. Supuse sin más que esa mujer conocía el destino de Cato Hammer. Habría resultado difícil manejar tanto el cadáver como los problemas prácticos relacionados con el asesinato sin que los empleados estuvieran informados. Ahora la mujer andaba por ahí como una especie de Pollyana montañera, repartiendo sonrisas y risas por doquier. Lo cual en realidad resultaba bastante llamativo. El ambiente entre los que iban y venían por el comedor, algunos con platos y tazas de café en las manos, era cada vez más tenso conforme llovían las preguntas y no había nadie capaz de responderlas.

—Se informará a todo el mundo —dijo la mujer con una sonrisa en un vano intento de tranquilizar a las masas—. A las nueve y media se celebrará aquí una reunión informativa. ¡Entonces todo el mundo se enterará de todo!

La mujer no me gustaba, pero la comida sabía bien.

—¿Es verdad?

Una de las chicas del equipo de balonmano me miró fijamente. Era flaca y larguirucha y casi no tenía pecho. Llevaba un chándal rojo y unas zapatillas nuevas a las que, por alguna razón, les había quitado los cordones. Fruncí el ceño.

—¿Es verdad? —repitió, esta vez con una sonrisa.

Su dentadura estaba encerrada en una sólida rejilla de acero. Le devolví la sonrisa.

—¿El qué? —le pregunté.

—Que ese tipo ha muerto. El pastor.

—¿Por qué me lo preguntas a mí?

—Porque tú al menos estás sentada sin moverte —dijo mirando a su alrededor antes de encaramarse sobre la mesa con las piernas colgando—. Todos los demás no hacen más que correr de un sitio para otro.

Los jóvenes que habían estado jugando al póquer toda la noche y que se mofaban del pastor sin ningún pudor se inventaron que Cato Hammer había intentado marcharse a Haugastøl en una moto de nieve robada. Como varios de los presentes dijeron haber oído el ruido del motor durante la noche y Kari Thue estaba bastante segura de que el tiempo había mejorado un poco alrededor de las tres de la madrugada, la historia sobre el enloquecido viaje de Cato Hammer por la montaña fue extendiéndose. Uno sostenía que había oído gritos y voces a la vez, y, por cierto, ¿dónde estaba la gente de la Cruz Roja? ¿Había tenido lugar una pelea? Una señora muy alterada, que luego resultó ser el origen de todo el alboroto, decía una y otra vez que tenía una cita con Hammer a las ocho, es decir, hacía más de una hora, y que él jamás dejaría de acudir. A punto de echarse a llorar declaró conocerlo muy bien. Un hombre como Cato Hammer nunca en la vida los abandonaría a su suerte en ese lugar dejado de la mano de Dios. Como no estaba en su habitación y nadie, absolutamente nadie, lo había visto desde las once y media de la noche anterior, era seguro que estaba muerto o gravemente herido. Tal vez yacía indefenso en la nieve, por Dios, ¿no podía alguien salir a buscarlo?

—Este lugar no está exactamente dejado de la mano de Dios, creo —dijo la chica con una risa que hizo brillar su aparato dental—. Es un hotel bastante bonito, ¿no te parece?

Había un hombre con vaqueros y americana inmóvil en medio de la estancia, a solo unos metros de mí. Parecía algo perdido, y era como una boya que todos rodeaban. Me había fijado en él el día anterior. Formaba parte de la nutrida delegación eclesiástica. Cuando Cato Hammer intentó reunir a la gente para rezar una breve plegaria, aquel hombre pareció sentirse incómodo. Intentó un par de veces tirar de la manga a Hammer, como si quisiera tranquilizar al enardecido pastor. Ahora se limitaba a alisarse nerviosamente el pelo ralo.

—¿Es verdad? —insistió la chica del equipo de balonmano—. ¿Está muerto o se ha largado? ¿Y por qué iba a largarse? ¿Se puede huir con este vendaval? ¿Sabes algo?

—Hola —dije saludando con la cabeza al hombre, que ya se estaba acercando a la chica de rojo—. ¿Puedo ayudarte en algo?

Esbozó una leve sonrisa, se acercó del todo y me tendió la mano.

—Roar Hanson —se presentó, algo inseguro de si debía saludar también a la chica.

—Hanne Wilhelmsen —me presenté yo—. Das la impresión de querer preguntar algo.

—Todos queremos preguntar algo, me parece a mí —dijo el hombre acercando una silla—. He de admitir que estoy algo preocupado.

—¿Conoces a Cato Hammer? —pregunté—. O… —Solté una risita—. ¿Lo conoces mucho? Os vi hablar ayer en varias ocasiones, y…

—Somos amigos —contestó Roar Hanson muy serio, vacilando—. Pues sí, somos amigos. No muy íntimos, es cierto, pero fuimos compañeros de estudios, y… No entiendo…

Se calló.

Intenté seguirle la mirada. La ruidosa familia del perro de aguas intentaba encontrar un lugar para sentarse a la mesa. Adrian se mostraba muy poco dispuesto a cederles un sitio. En cambio buscó asiento para Veronica, que seguía tan maquillada como el día anterior. La joven se sentó a su lado sin pronunciar palabra. Llevaba unos calcetines rojos de lana que le había visto a Adrian la noche anterior. Pensaba que lo de intercambiarse la ropa era propio de chicos más pequeños que ellos. Tal vez fuera algo romántico. ¡Qué sabré yo de esas cosas!

El perro ladró, y su amabilísimo dueño echó huevos revueltos al suelo, antes de agitar en el aire un trozo de bacon para hacer saltar al perro. Los niños aplaudieron. Roar Hanson frunció el ceño.

—En este hotel son muy liberales con los perros —opinó con una expresión más triste que enfadada.

—De manera que tú también eres pastor —observé.

—Sí. Es decir, he sido ordenado, pero por el momento trabajo de secretario de la comisión de la Iglesia estatal y tengo excedencia. Vamos a… íbamos a…

Por una razón u otra era incapaz de apartar la mirada de la familia del perro. El animal estaba devorando una enorme porción de cereales Corn Flakes con mermelada. Salpicaba leche por todas partes. Adrian se divertía echando trocitos de salami en la dulce mezcla. Veronica seguía igual de inexpresiva que siempre.

—Ibais a Bergen —dije—. Todos íbamos a Bergen. ¿Cómo has…?

—¿Está muerto? —murmuró Roar Hanson.

Le temblaban los labios.

Empecé a preguntarme si llevaba el sello de policía estampado en mi cuerpo. Lo único que me distingue de los demás es que estoy sentada en una silla de ruedas. Y que posiblemente sea algo más negativa que la mayoría. Ambas cosas suelen tener el mismo efecto: la gente se aleja. Pero en ese momento parecía poseer una especie de magnetismo empático. La gente se acercaba para preguntar y fisgonear. Era como si mi constante presencia en una estancia por la que todos los demás se limitaban a ir y venir me convirtiera en una autoridad omnisciente, posición a la que jamás había aspirado.

—¿Por qué me lo preguntas a

? —quise saber al ver que el hombre no me quitaba ojo.

—¿Ha muerto Cato? —repitió—. Está… ¿Alguien ha matado a Cato?

Los dos nos habíamos olvidado de la chica del equipo de balonmano. En ese momento se inclinó hacia nosotros boquiabierta. Olía a menta y exhibía una sonrisa de excitación.

—¿Es verdad? —susurró—. ¿Un asesinato de verdad?

—Sí —contestó Roar Hanson pasándose una mano por los ojos—. Creo que es verdad, y no me lo puedo creer.

Yo por mi parte no sabía qué decir. Aún quedaba un cuarto de hora para la reunión informativa, y seguía sin tener ni idea de lo que se trataría en ella. Suelo pensar que lo mejor es contar la verdad. Pero al desplazar mi mirada de la cara expectante de la chica a los ojos llorosos del pastor, ya no estaba tan segura.

Seguramente lo mejor sería inventarse alguna excelente mentira.

4

No tuve que inventarme nada.

Me salvó un estruendo que por un instante me hizo temer que otra ventana hubiera cedido ante el vendaval. Por suerte me equivoqué. El ruido provenía de la escalera por la que bajaban dos hombres jóvenes con botas de esquí en los pies. Chillaban y gritaban tanto que al principio resultó imposible entender lo que trataban de contar.

El buen ambiente en Finse 1222 no había aguantado la noche.

Después de la traumática experiencia en el tren, la sensación de seguridad por haber podido llegar a un lugar acogedor, donde había comida y abundante bebida, compañía, adjudicación de camas y juegos de cartas, nos había unido a todos. Como ningún pasajero había conocido al conductor del tren, su dramática muerte no había puesto freno a nuestra sensación de jovial gratitud. Al contrario, el lamentable fallecimiento de Einar Holter se convirtió en una especie de condimento, un recuerdo de la suerte que, al fin y al cabo, habíamos tenido los demás.

La mañana se había iniciado con una tensa y creciente impaciencia. Era cierto que la familia del perro negro seguía con esa jodida sonrisa en la cara, pero cuando sobre las ocho y media empezaron a llenarse las zonas comunes del hotel, enseguida me di cuenta del cambio de ambiente.

En primer lugar, el vendaval empezaba a crisparnos los nervios, y los ánimos empeoraban por minutos, sin que nadie fuera capaz de entender cómo podía ser posible. Antes había habido un fuerte temporal con frecuentes ráfagas huracanadas, pero ahora el anemómetro situado en la columna que partía en dos la recepción casi marcaba su punto máximo. Berit Tverre se acercaba constantemente a comprobarlo. A veces lanzaba breves miradas hacia los ventanales, y en la nariz lucía una arruga que yo no había detectado antes.

El caso de la desaparición de Cato Hammer era aún peor. Al principio yo había pensado que a la gente no le importaría mucho. Quiero decir que si se enteraban de la cruda realidad de cómo había muerto claro que reaccionarían, pero eso solo lo sabíamos los empleados, el doctor Streng, Geir Rugholmen, Adrian y yo. De modo que la general preocupación por el hecho de que una persona no hubiera acudido a un desayuno tan temprano resultaba cuando menos sorprendente. Al fin y al cabo Finse 1222 es un caserón con un sinfín de recovecos, y un montón de habitaciones escondidas, y pasillos estrechos y olvidados. Teniendo en cuenta la permisividad teológica de Cato Hammer, que muy a menudo había exhibido ante el público, el hombre podría seguir acostado en una cama caliente y agradable de la que, según la Biblia, debería haberse mantenido alejado.

Luego estaba esa mujer histérica, por no decir algo peor. A todos nos resultaba molesta. La mayor parte de los presentes ya tenía los ánimos por los suelos cuando los dos hombres bajaron ruidosamente por la escalera, gritando al unísono:

—¡El hombre está disparando! ¡Están pegando tiros allí arriba! ¡En el apartamento de arriba del todo! ¡Tienen armas!

Al pie de la escalera había seis o siete personas, entre ellas dos chicas del equipo de balonmano. Se pusieron a chillar como si un chico las hubiera sorprendido en la ducha. Desde mi posición al otro lado de la estancia, con la larga mesa en diagonal entre la escalera y yo, vi a un hombre mayor estremecerse tanto que lanzó al aire la taza de café que sostenía en la mano. Esta dio varias vueltas antes de caer al suelo. El viejo perdió el equilibrio. El café ardiente alcanzó en el hocico al alegre perro, que se puso a correr en zigzag entre la gente bramando y gimiendo en busca de los suyos. En el instante en que el viejo cayó al suelo, las chicas se taparon la cara con las manos, emitiendo un único grito atonal. Algunos se pusieron a gritar pidiendo un médico. El dueño del perro profirió imaginativas maldiciones contra todos nosotros, antes de lograr atrapar al animal y estrecharlo contra su pecho, para acto seguido abrirse paso apresuradamente hacia el lavabo de caballeros. Roar Hanson, que por alguna razón se encontraba detrás del mostrador del Milibar, donde solo se permitía estar a los empleados, se tiró al suelo, desapareciendo de mi vista. Me fijé en que Veronica, la amiga vestida de negro de Adrian, se encontraba en el mismo lado del bar. Se echó a reír, una extraña risa, oscura y ronca, que no encajaba en absoluto con su frágil figura. También el kurdo se tiró al suelo, pero al contrario que el pastor no solo pensó en él. Se puso encima de su mujer, protegiéndola con su cuerpo. El movimiento fue tan rápido que parecía haberlo ensayado. Una mujer que la noche anterior había estado sentada sola, haciendo punto, se echó a llorar ruidosamente. El bebé rosa, al que no había visto desde el accidente, se despertó y gritó en los brazos de su madre. El nivel de ruido de la recepción estaba a punto de superar al del huracán. En la escalera, la gente seguía hablando a voces de tiros y armas. Uno de los hombres de negocios, del que me parecía haber visto una foto en el periódico económico
Dagens Næringsliv
, aunque no era capaz de recordar su nombre, cerró velozmente su portátil, se bajó del alféizar y echó a correr hacia la Taberna de San Paal con el ordenador bajo el brazo.

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