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Authors: Anne Holt

Tags: #Policíaco

1222 (25 page)

BOOK: 1222
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—Yo tenía razón —dijo al aire, sin que nadie la escuchara.

—¿Y qué vas a hacer con eso? —pregunté.

—¿De qué murió…? ¿De qué manera fue asesinado?

Ninguna de las dos hablábamos ya muy en alto. Se trataba de una conversación entre ella y yo, tal como yo pretendía. Sin embargo, la gente empezó a pedir silencio los unos a los otros. Querían escuchar.

—No lo sabemos muy bien —contesté—. Pero lo cierto es que fue apuñalado con algún objeto puntiagudo.

—¿Con un cuchillo?

Me di cuenta de que ella parpadeaba más a menudo que antes. Ignoraba si eso era señal de inseguridad o algo completamente diferente y mucho más deseable.

—No —contesté—. Con un cuchillo no. ¿Qué piensas hacer, ahora que has recibido la información a la que, según tú, tienes derecho?

Miró a su alrededor. A lo mejor ya no le gustaba tanto estar de pie en una mesa mientras mantenía una tranquila conversación conmigo que cuando estaba a punto de destronar a Berit. Por otra parte, el bajarse de su improvisado podio, tal y como Berit y Mikkel le habían exigido, constituiría una derrota. Al principio optó por una postura intermedia y se sentó. Obviamente, resultaba muy incómodo estar sentada así, como una niña, con las piernas cruzadas. De manera que fue acercándose lentamente al borde. Al final se bajó al suelo. Pero no dijo nada.

—Estoy esperando —dije con una sonrisa.

—¡Sí! ¿Qué hacemos, Kari? ¿Qué hacemos ahora?

La que preguntaba era una de sus cortesanas, una mujer en la cincuentena, con la piel bronceada en un solarium. Era una de las primeras que se habían adherido a la congregación de Kari Thue ya la primera noche, después del episodio con los kurdos.

Kari Thue seguía sin contestar, se limitaba a tragar saliva, y en la habitación había tanto silencio que podía oír el sonido de la saliva bajándole por la laringe.

—¡Mirad, amigos! ¡Mirad!

Uno de los chicos de Mikkel se había levantado. Estaba muy cerca de la ventana que daba a la terraza. Agitó la mano, y repitió:

—¡El temporal! ¡Mirad!

Hacía mucho rato que la terraza se había cubierto de nieve completamente. La puerta de acceso estaba bloqueada. Solo se podía ver a través de la mitad superior de las ventanas.

La capa de nubes se había roto. Seguía nevando con mucha intensidad, pero la luz que atravesaba los copos en remolinos era blanca e intensa. Era como si el propio sol quisiera recordarnos que seguía vivo allí arriba. Que no se había olvidado de nosotros y que pronto vencería a ese monstruo de temporal que llevaba demasiado tiempo atormentándonos.

Kari Thue había pasado al olvido. Todo lo que no fuera el tiempo que hacía estaba olvidado. Muchos se levantaron y se acercaron a las ventanas, como si no fuera posible creer lo que estaban viendo. Otros aplaudieron y se rieron, unos tímidamente, otros alegremente. La mujer de la labor de punto se secó las lágrimas vertidas por Roar Hanson y se puso a gritar de alegría, histérica.

Todo esto no duró más de un minuto.

El cielo se cerró. La gris oscuridad se pegó a las ventanas. La nieve recuperó su color sucio y volvió a ser un triste muro impenetrable.

Un gran suspiro colectivo se elevó hasta el techo.

—La temperatura está subiendo —dijo Geir alegremente; yo estaba tan concentrada que no lo había oído llegar—. En este momento estamos a veintiuno bajo cero, y hemos descendido a un viento de veinticuatro segundos. ¡Es solo un pequeño vendaval, amigos! ¡No es nada en comparación con lo que hemos tenido!

Como muchos otros, miré a Geir y luego las ventanas, y de nuevo a Geir. Era como si la fugaz visión de mejores tiempos solo hubiera sido una quimera. Nada en la monótona y limitada vista indicaba que el tiempo mejoraría a corto plazo.

—Qué bien —dije intentando esbozar una sonrisa—. ¿Eso quiere decir que vendrán a buscarnos pronto?

—Bueno… —Sonrió ampliamente—. Tenemos que estar preparados para pasar una noche más en Finse. Pero si continúa mejorando, es probable que los primeros podamos salir ya mañana hacia la capital.

—Tal vez —añadió Berit, escéptica—. No tenemos ninguna experiencia con estas cantidades de nieve. Ni siquiera sabemos cómo está la situación ahí fuera. La vía férrea ha de reabrirse, y además…

—Seamos optimistas —dijo Geir—. Me imagino que nos enviarán un helicóptero después de todo lo que hemos pasado. Una noche más, y todos a casa.

Evidentemente ni se le pasaba por la cabeza que la policía quisiera intervenir en la decisión de dejarnos marchar de Finse en cuanto fuera físicamente posible. Pero dada la situación, no encontré razón alguna para recordárselo.

Aunque el ambiente de euforia se apagó de golpe en cuanto la gente advirtió que el claro sobre el lago Finse había sido muy pasajero, me pareció que el optimismo de Geir se había contagiado. Nadie hablaba ya ni de la muerte de Roar Hanson, ni de la seguridad de los huéspedes. La gente conversaba sobre todo y nada, y algunos estaban haciendo apuestas sobre cuándo llegaría a Finse el primer helicóptero. La gente se dispersó por los distintos espacios de sofás y sillones, y muchos subieron al Milibar a por una taza de café, a la espera de que se pusieran las mesas para un almuerzo retrasado. Algunos de los catorceañeros se pusieron a cantar.

Resultaba increíble que ese grupo de gente acabara de enterarse de que otra persona había sido asesinada. Por otro lado, un tiempo relativamente largo en la policía me ha enseñado que el ser humano tiene una capacidad increíble de dejarse distraer por las buenas noticias. Nadie había conocido personalmente ni a Roar Hanson ni a Steinar Aass, excepto tal vez la señora que hacía punto. Yo ni siquiera estaba del todo segura de su sinceridad cuando se derrumbó al enterarse de la muerte de su colega. Pues ahora estaba sentada sorbiendo café con grandes cantidades de nata líquida, mientras miraba sin cesar hacia las ventanas, con la esperanza de que Dios volviera a mostrar su gracia.

Kari Thue se había sentado. Estaba hojeando con mucho interés un libro; ni por un instante me creí que estuviera leyendo.

Los kurdos debían de haber estado allí todo el tiempo, pero yo no los había visto hasta ahora. Salieron a toda prisa del Salón Azul, camino de la recepción. Los seguí con la mirada, pero ellos no se volvieron, ni dieron otra señal de querer hablar conmigo o con otros. La mujer andaba con la cabeza gacha, y su marido de ficción la cogía por el antebrazo con autoridad.

Magnus Streng se sentía obviamente mejor. Estaba arriba, en la recepción, donde hablaba en voz baja con Berit, que de repente se inclinó hacia él y le dio un cálido abrazo.

Todo volvía a lo que podría parecer una situación normal. Y nadie había hecho una sola pregunta referente a la gran mentira: que había que tapar mejor el agujero causado por la caída del vagón y que la escalera necesitaba una revisión. Ni un solo huésped de Finse 1222 sabía que había cuatro hombres desconocidos, del vagón secreto del tren, sentados detrás de una puerta cerrada con llave en el sótano. Nadie había preguntado por qué había sido necesario meterlos a todos en el
Salón Azul
.

Parecía una sesión de magia. Se agita dramáticamente una mano para que nadie se dé cuenta de lo que se hace con la otra. En este caso la maga había sido Kari Thue. Ella no sabía que el tumulto que había organizado nos había permitido recibir a los hombres del apartamento y esconderlos sin que nadie se diera cuenta de nada.

En verdad el mundo quiere ser engañado.

—Pareces desanimada —dijo Geir dándome un golpecito en el hombro—. ¡Ven, te ayudaré a subir de nuevo a la recepción!

Yo no sabía muy bien si me apetecía volver allí. En realidad, no sabía qué quería.

—¡Hanne! ¡El tiempo está a punto de mejorar! Una noche más, y a casa.

Era justo eso lo que me desanimaba.

—No sé si soportaremos otra noche —dije en voz baja, para que nadie más me oyera—. Precisamente son las noches de este lugar lo que me aterra. Hasta ahora no hemos tenido ninguna noche sin asesinato.

Geir parpadeó y tragó saliva. Daba la impresión de querer decir algo. Tal vez unas palabras de consuelo. No se le ocurrió nada. Hizo bien, pues yo tenía razón. Me siguió mientras avanzaba lentamente por la habitación hasta la escalera que ascendía a la recepción y a mi puesto al lado del
Milibar
.

—Necesito café —dije—. Grandes cantidades de café. No pienso dormir hasta que nos rescaten. La próxima vez que me acueste será en mi propia cama.

10 EN LA ESCALA DE BEAUFORT

TEMPORAL DURO

VELOCIDAD DEL VIENTO: 24,5 − 28,4 m/s

Uno se encuentra muy raramente con esta intensidad de viento o una intensidad aún mayor.
Los árboles se caen encima de los cables del teléfono y de la electricidad.
Crujen las paredes de madera.
El viento arranca las casas pequeñas y ligeras de sus cimientos.

1

—Esto será suficiente —dijo Berit dejando sobre la mesa un termo de tres litros—. ¿Leche?

—En circunstancias normales sí, pero como pretendo mantenerme despierta, creo que lo tomaré solo. Tal vez sean imaginaciones mías, pero creo que me hace más efecto cuanto más negro es.

La mera idea de que no dormiría hasta al menos la tarde del día siguiente me hacía sentir una gran pesadez en la cabeza. Geir me había sugerido que me metiera en el pequeño despacho de detrás de la recepción y durmiera una horita. No asesinarían a nadie a las tres de la tarde, con todo el mundo despierto, me dijo con una sonrisa irónica. Seguramente tenía razón. Sin embargo me negué, aunque acepté agradecida usar el despacho. Una hora en el país de los sueños me dejaría aún más somnolienta. Sabía por experiencia que podría mantenerme despierta veinticuatro horas más en cuanto pasara la frontera entre la extenuación y el agotamiento. Una gran dosis de cafeína sería por lo tanto más útil que una hora de sueño.

—¿Necesitas algo más?

Berit extendió las manos como si pudiera ofrecerme lo que quisiera, mientras yo intentaba acordarme de algo.

—No gracias. Pero te lo agradezco de todos modos. Eres muy buena, Berit. Estoy impresionada con la manera en que lo has llevado… todo.

—Realmente te sienta muy bien la montaña —intervino Geir con una gran sonrisa y dándome un golpecito en la nuca antes de ir hacia la puerta—. ¡Deberías venir más a menudo!

Cerró la puerta tras él y Berit y yo nos quedamos solas.

Eran las dos y media de la tarde, y yo no era del todo capaz de entender la finalidad de lo que estaba a punto de emprender.

2

A veces imagino que aún tengo sensibilidad en las piernas. Nunca he querido molestar a nadie quejándome de una lesión de la que soy la única responsable, de modo que no hablo de ese atisbo de dolor que a veces me recuerda cómo es andar sobre dos piernas.

No es que habitualmente tenga mucha gente con quien compartir mis pensamientos. Pueden pasar semanas sin que me relacione con nadie más que con Nefis, Ida y la vieja Marry, nuestra asistenta. Esa es la vida que he elegido y en eso se ha convertido.

Ahora estaba allí sentada sin compañía, y me sentía sola.

Era muy extraño.

La herida de la pierna me dolía. Quiero decir que me dolía muchísimo. Por supuesto, soy consciente de que eran imaginaciones mías, pues he visto con mis propios ojos las fotos de los nervios arrancados de mi región lumbar. Una papilla, dijo el médico mientras miraba fascinado las fotografías que habían tomado mientras me operaban.

Del ombligo para abajo, mis células no mandan la más mínima señal al cerebro. La comunicación está rota para siempre: hace mucho tiempo que acepté esa realidad. Sin embargo, ahora me parecía notar el escozor de la herida producida por el bastón de esquí. No como un dolor imaginario, sino como una lesión real y dolorosa.

Me resultaba raro sentirme tan sola.

Cato Hammer debía de tener muchos enemigos. Aunque tal vez no fueran enemigos exactamente. Era demasiado inofensivo para eso. Demasiado llano y peculiar. Sus declaraciones al tuntún eran más irritantes que agudas. Aun así, estaba segura de que muchos opinarían como yo: el tipo era insoportablemente egocéntrico en su supuesta preocupación por los demás.

Ahora bien: esas cosas no suelen provocar asesinatos.

La pizarra de papel seguía en el mismo rincón del pequeño despacho. La hoja en la que yo había escrito los nombres de los dos asesinados seguía allí. Me acerqué lentamente y cogí el rotulador rojo. Debajo de los dos nombres dibujé una raya que dividía la hoja en dos. A continuación empecé a escribir más nombres.

Einar Holter, el maquinista al que nunca había conocido.

Elias Grav.

Steinar Aass.

Sara.

Me hubiera gustado saber su apellido. Tal como se veía su nombre en la hoja, podía parecer que yo no apreciaba a la niña. El hecho de no escribir el apellido era irrespetuoso, como si ella fuera menos que los demás. Como si fuera un perro. O un gato; sin parientes, como si no perteneciera a una familia de verdad.

Rosenkvist, escribí lentamente y con mi mejor caligrafía. Sara Rosenkvist, rama de rosal. El apellido le iba muy bien.

Cuatro personas habían muerto y no podía acusarse a nadie de haberlas matado. El único culpable era el maldito vendaval. Einar, Elias, Steinar y la pequeña Sara Rosenkvist. Arrancados de la vida tan bruscamente como los dos asesinados. De un modo igual de absurdo. No obstante, cuando esa misma noche, al día siguiente o, en el peor de los casos, al cabo de dos días, la policía llegara a este helado lugar, se centraría en los dos primeros nombres de la lista de fallecidos en Finse durante la tormenta del mes de febrero de 2007. Emplearían todos sus recursos y fuerzas, y al cabo de uno o dos días tendrían al homicida entre la espada y la pared y se asegurarían de que se pudriera en la cárcel durante los siguientes quince años o más.

¿Cuál era la diferencia entre aquellas personas?

¿Qué era peor? ¿Que Cato Hammer y Roar Hanson hubiesen perdido la vida, o que Sara ya nunca crecería? ¿La muerte de Cato Hammer era una pérdida más grande para su familia que el hecho de que los tres hijos de Einar Holter no se acordaran de su padre cuando se hicieran mayores? ¿Por qué la sociedad emplearía todos los recursos de que disponía para capturar y procesar a la persona o las personas culpables de esas dos muertes, mientras que las demás víctimas serían olvidadas por los poderes públicos en cuanto hubiesen sido enterradas?

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