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Authors: Anne Holt

Tags: #Policíaco

BOOK: 1222
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París
—dijo ella.

—¡Mierda! —exclamó Adrian.

He jugado mucho a las cartas durante toda mi vida, pero ese era el juego más tonto y más incomprensible que había visto jamás.

—¿Qué quieres? —murmuró Adrian levantándose con dificultad.

—Hablar contigo. A solas.

Ya en el tren el chico apestaba. Ahora, el olor que desprendía ese cuerpo flaco era tan desagradable que fruncí la nariz y retrocedí.

—No tengo habitación, ¿sabes? Y tampoco cuarto de baño, ¿vale?

—¡Qué chorrada! Tú mismo has elegido dormir en el alféizar de la ventana. Y aunque no quieras una habitación, nada impide que te dejen una ducha. En cualquier momento.

—No hay ropa limpia —murmuró el chico—. No sé para qué me voy a duchar entonces.

—Vente conmigo —dije aprovechando que se sentía tan avergonzado que no podía negarse.

El olor era tan fuerte que no podía soportar la idea de encerrarme con él en el pequeño despacho. En lugar de eso me dirigí hasta el pequeño tresillo, que seguía vacío. Kari Thue ya no estaba sentada a la mesa. Hice un gesto hacia uno de los sillones. Adrian se sentó, malhumorado y reticente.

—¿Estás bien? —le pregunté colocando mi silla tan cerca de sus rodillas que no habría podido levantarse sin empujarme.

Hizo una mueca que seguramente significaba que me ocupara de mis propios asuntos.

—Adrian, no sé qué habré hecho para molestarte. Tú decides con quién quieres estar aquí, pero dentro de poco vendrán a buscarnos. Cuando eso ocurra, no creo que Veronica pueda ayudarte tanto como yo. Yo soy, al fin y al cabo…

—¿Me estás chantajeando o qué?

Por un instante me miró a los ojos. Estaba a punto de echarse a llorar. Le temblaba la boca y de repente dio un puñetazo al aire con la mano derecha. No creo que fuera su intención alcanzarme, pero me golpeó la rodilla con fuerza.

—Perdona —dijo retirando la mano a toda prisa—. No era mi… Perdona, ¿vale?

—No importa. No siento nada. No pasa nada.

Me pregunté cómo sería su pelo debajo de ese maldito gorro. Como si me hubiera leído el pensamiento, se lo quitó y se lo puso sobre las rodillas, antes de rascarse enérgicamente la cabeza con los entumecidos dedos de ambas manos.

—¿Qué quieres? —murmuró por fin poniéndose el gorro de lana.

—¿Por qué te enfadaste tanto con Roar Hanson, Adrian?

—¡Era un asqueroso!

—¿Qué tenía de asqueroso?

—¿No lo viste o qué? ¡Pelo graso y boca repelente! Olía mal, y… —Recapacitó y miró al suelo—. Intentó ligarse a Veronica.

—Eso ya me lo dijiste. ¿Qué edad tiene Veronica?

—Veinticuatro. El pastor ese era un cerdo que iba a por las niñas.

—No me parece que Veronica sea una niña, con veinticuatro años. Si el hombre tenía esa clase de preferencias, hay aquí un montón de jugadoras de baloncesto de catorce años.

—¡Ellas no tienen ni tetas! O apenas.

—Por eso mismo —dije secamente—. Si realmente Roar Hanson hubiese preferido chicas muy jóvenes, las habría querido sin tetas. Pero no era el caso, Adrian. No tenemos ninguna base para decir eso. Eres demasiado listo como para creerte esa mierda.

—Pero ¡lo intentó con Veronica! ¡Es verdad! Yo lo vi. Y ella no era la única que encontraba repugnante a ese tío. Dos mujeres del salón de la chimenea también lo mandaron al carajo.

—¿Con esas palabras?

—No exactamente, pero también se les pegó y ellas se cambiaron de sitio varias veces. Qué… qué…

No encontró la palabrota apropiada.

—¿Qué te dijo? —le pregunté mientras seguía pensando.

—¿Qué me dijo? Pero ¡si yo no hablé con ese tipo!

—Sí. Ayer por la mañana. Después de que fueras a la tienda a comprarme patatas fritas y Coca-Cola. Te dijo que te alejases de la botella, o algo así. No lo oí muy bien, porque estaba distraída con las patatas de sabor a pimentón, que no me gusta nada.

Adrian estaba sentado inmóvil, con la mirada perdida. Era como si el esfuerzo de recordar lo confundiera. Tal vez no estaba del todo sobrio; me pareció que la boca le olía un poco a alcohol. La primera mañana había sospechado que Veronica tenía alcohol. Seguramente me equivocaba. Por lo que había podido observar, la joven no bebía nada. Siempre iba con una botella de agua con gas, incluso por la noche.

—No lo recuerdo —dijo tirándose del gorro—. Pero seguro que no dijo nada de alejarme de la botella.

—Sí —dije—. Sí que te acuerdas.

—Me dijo:
Aléjate
.

—¿Aléjate? ¿Eso fue todo?

—Sí.

—¿Aléjate como que te quitaras del camino?

—No exactamente.

Su cuerpo se movió hacia delante al pronunciar esas palabras, y yo retrocedí en la silla.

—Qué raro que yo no lo oyera —dije desconcertada.

Adrian hizo una mueca de indiferencia.

—No tengo la culpa de que oigas mal.

Dio por terminada la conversación. Como no podía levantarse estando yo sentada tan cerca, intentó empujarme.

—Espera un poco —dije—. Tengo más preguntas.

—Pero yo no tengo más respuestas.

—¿Por qué duermes en el alféizar, Adrian?

Se sonrojó visiblemente. En la lisa piel de su cara crecieron unas pequeñas manchas rosadas.

—Da lo mismo, ¿vale?

—Es porque Veronica no te quiere en su habitación, ¿verdad?

Ahora tenía toda la cara roja.

Al menos Veronica tenía una especie de decencia, pensé, si nunca había tocado al chico. Ponía claros límites a los sueños del chico.

—Me parece —susurró Adrian carraspeando—, me parece bien estar cerca de ti, al menos por la noche.

Esa respuesta fue tan sorprendente que no se me ocurrió otra cosa que sonreírle. Su cara se ensombreció. Y cuando una vez más intentó levantarse, le dejé que lo hiciera. Me había mentido sobre lo que Roar Hanson le había dicho, pero no lograría sonsacarle nada más.

Al menos por el momento.

Como otros experimentados mentirosos, se había movido muy cerca de la verdad, lo que suele ser muy inteligente, pero Adrian me había proporcionado una pieza del puzzle sin comprender que solo me hacía falta un trocito de cielo para intuir los contornos del paisaje final.

Además, empecé a comprender por qué mentía.

No era algo agradable, pero si yo estaba en lo cierto, al menos iba camino de alguna solución.

Una especie de meta, tal vez.

No lo sabía muy bien.

6

Eran las cinco y cinco de la tarde, y aún quedaban casi dos horas para la cena. Me sentía hambrienta y hasta arriba de cafeína. Estaba harta de café y de mí misma y de mis pensamientos incoherentes. Cuando Adrian se levantó y se fue, tuve la sensación de estar acercándome a algo, pero ya no estaba tan segura. En todo caso, me haría bien una pausa. Había ido con la silla hasta el tresillo del Milibar. Mis únicos acompañantes eran los kurdos.

Para empezar me resultaba difícil entender por qué no se retiraban a su habitación. Nunca hablaban con nadie. La gente no se dirigía a ellos. Entre ellos intercambiaban de tarde en tarde una o dos palabras, y siempre en una lengua que yo era incapaz de identificar. Únicamente durante la cena de la noche anterior les había observado en algo que podría denominarse una verdadera conversación. Ahora se habían sentado, cada uno con su vaso de agua, en el sofá amarillo que en realidad pertenecía al Salón Azul. Aunque yo había dejado muy claro que no pensaba dormir, Berit había colocado allí el sofá. Por si acaso, dijo con una sonrisa antes de proseguir su camino.

Uno de los ayudantes del cocinero salió por la puerta giratoria de la cocina con una gran fuente de bollos recién hechos. Se me hizo la boca agua, literalmente; tragué saliva. El cocinero me sonrió y me ofreció un bollo antes de dejar la fuente sobre la mesa de la máquina de chocolate caliente y volver velozmente a la cocina. Cogí dos.

—Delicioso —murmuré sonriendo al hombre de piel oscura.

Los bollos estaban tan calientes que humeaban.

El hombre asintió con la cabeza, pero no se levantó a coger uno. La mujer tenía casi siempre la mirada baja, solo de tarde en tarde miraba de reojo a su alrededor.

—El vendaval está a punto de remitir —dije clavando los dientes en el segundo bollo—. El viento amaina y la temperatura sube.

El hombre hizo un gesto apenas visible. La mujer seguía inalterable.

Pasaron los alemanes camino del edificio anexo. Estaban hartos. Un día y una noche en medio de un huracán había sido espectacular, una experiencia única que les daría mucho de qué hablar. Pero el tercer día de aislamiento ya nada era nuevo o emocionante. Su desasosiego no sería menor ahora que Berit había reducido la venta de cerveza. Los grifos no se abrirían hasta las siete de la tarde. Era la tercera vez en menos de veinte minutos que veía a los tres jóvenes cambiar de sitio sin motivo aparente.

Teniendo en cuenta todo lo ocurrido esos dos días, el ambiente que se respiraba en el hotel seguía sorprendiéndome. Cada vez que sucedía un acontecimiento estremecedor la gente tardaba menos en tranquilizarse. De hecho la mayoría parecía aburrirse, pero se había añadido una especie de paciencia al aburrimiento. Una resignación ante el estado de cosas, una silenciosa convicción de que todo volvería a su cauce si aguantábamos otras veinticuatro horas en la montaña. El breve vislumbre de tiempo atmosférico normal que habíamos percibido sobre el lago Finse había contribuido, claro, aun así me fascinaba cómo los huéspedes se distanciaban aparentemente de sus terribles experiencias y del hecho de que dos personas hubiesen sido asesinadas. Tenía la sensación de ser la única que temía la noche que nos esperaba; la única que se inquietaba ante el hecho de que siguiera suelto el asesino, sin que pudiéramos saber si tenía planes de actuar una vez más. Y que los miembros supervivientes de la comisión de la Iglesia estatal hubiesen retomado el torneo de bridge lo encontraba poco menos que de mal gusto.

Por otro lado, a todos nos venía bien un poco de paz y orden.

No veía a Kari Thue por ninguna parte, menos mal. Mikkel y su pandilla habían vuelto a tomar posesión de la Taberna de San Paal, donde escuchaban música medio adormilados. Mikkel estaba sentado con las piernas encima de la mesa y un portátil sobre las rodillas. A juzgar por el ruido mecánico que hacía y los movimientos bruscos sobre el teclado, estaría ocupado en algún juego de motor.

—¡Escuchadme todos, por favor!

La voz de Berit se había fortalecido desde que dos noches atrás nos había comunicado que no teníamos nada que temer. Ahora se la oía en todas partes, incluso los chicos en San Paal despertaron sobresaltados de su letargo y se inclinaron hacia delante para escuchar.

—El viento ha amainado un poco y la temperatura ha ascendido a diecinueve grados bajo cero. No hay ninguna posibilidad de que vengan a rescatarnos esta noche, pero creo que deberíamos prepararnos para ser evacuados mañana. Ya que también nieva menos que los últimos días, pido voluntarios para abrir caminos en la nieve. En la entrada principal ya hemos…

Deseé ser la única que había percibido la vacilación. Solo los que estábamos en el ajo sabíamos que la parte de la entrada había sido excavada esa misma mañana.

—… Johan ha limpiado la entrada principal esta mañana, cuando el viento ha empezado a aflojar —prosiguió tras una pausa para respirar.

Berit me gustaba cada vez más.

—Pero hay que ampliar el acceso. Además, debemos dejar libres todas las salidas de emergencia. Hasta ahora hemos permitido que la nieve las cubriera, lo que está totalmente prohibido. Los que estén dispuestos a echar una mano que vayan con Johan, que está en el cobertizo de los esquís. Podemos prestaros ropa y botas.

Tres hombres se pusieron en pie de un salto. Una de las chicas del equipo de balonmano levantó educadamente la mano.

—¡Yo también puedo!

—Solo adultos. —Berit sonrió—. Sigue haciendo mal tiempo. Muchas gracias de todos modos.

Mikkel cerró su portátil y lo colocó encima de la mesa. Luego se levantó y les puso el dedo índice en el pecho a dos de sus fornidos subordinados. Estos se levantaron sin rechistar y lo siguieron en dirección al almacén de esquís. Ninguno de los tres se dignó mirarme al pasar por mi lado.

—Supongo que debo ahorrarles mi colaboración en este trabajo —dijo Magnus con una leve sonrisa. Se colocó a mi lado, pero no tomó asiento—. En cambio me gustaría mantener una charla contigo.

Miró de reojo al matrimonio musulmán, que seguía aferrado a sus vasos de agua y no había tocado los tentadores bollos.

—A solas —añadió con un murmullo.

Los kurdos no hicieron ademán de marcharse.

El que se quedaran allí sentados en ese ambiente tan poco amable que los había rodeado desde el accidente del tren solo podía significar una cosa: Había interpretado correctamente a Severin Heger cuando me miró a los ojos demasiado tiempo antes de bajar corriendo detrás de Berit a encerrarse en el sótano.

Al menos eso era lo que yo esperaba.

—Vayamos al despacho —dije alejándome lentamente del
Milibar
.

7

—Esta mañana me has preguntado por el Fondo de la Agencia de Información —dijo Magnus Streng entre bocado y bocado—. He estado pensando en ello.

Había cogido tres bollos de la cesta al salir del Milibar y me dio uno. Lo devoré en cuatro bocados. Ni siquiera la repostería de Mary podía competir con aquello. Los bollos eran increíblemente ligeros, y tenían algo que debía de ser mermelada de frambuesa y crema de vainilla oculto en la masa como una deliciosa sorpresa.

Observé a Magnus con gran interés.

—Me he acordado de algo —dijo tragando un bocado de bollo—. Algo que ocurrió en el Fondo de la Agencia de Información. No recuerdo exactamente cuándo, pero como mínimo hará ocho años. En la época en que Cato Hammer trabajaba allí.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque… —Por la fuerte y angulosa barbilla le chorreaban mermelada y crema—. Fue allí donde la gente empezó a fijarse en ese hombre —dijo mirando alrededor en busca de algo con que limpiarse.

—Yo no —señalé alcanzándole una toallita húmeda que tenía en el bolsillo lateral de la silla.

Se encogió de hombros al tiempo que desdoblaba la toallita.

—Bueno. Tú quizá no. Pero que yo recuerde, ese caso fue… su debut en los medios, por así decirlo.

—¿Qué caso? —le pregunté un pelín impaciente.

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