—No hay nada más fácil en el mundo que averiguar el nombre de alguien —dije en voz baja, mirándola fijamente a los ojos—. Sería una bobada…
—Así es —me interrumpió—. Mi otro apellido es Koht.
—Tu madre era Margrete Koht —declaré.
Ahora le hablaba solo a ella. Bajé la voz. Con el rabillo del ojo vi a muchos inclinarse hacia nosotras, algunos con la mano detrás del oído para oír mejor. Yo no los ayudé, al contrario: bajé aún más la voz.
—Ella trabajaba en el Fondo de la Agencia de Información. Allí se cometió un delito de malversación de fondos. Fue en 1998. Un gravísimo delito que dañó sobremanera la institución. Tu madre fue acusada, y más tarde condenada. Tengo una fuerte sospecha de que no era culpable. O la engañaron a base de bien, o tal vez la… convencieron para que se declarara culpable. Culpable de algo que no había hecho.
Creo que parpadeó. No puedo estar segura de ello; yo misma tenía los ojos secos y escocidos y parpadeaba constantemente. Pero creo que ella movió ligeramente los párpados.
—Traías un arma de fuego en el tren —proseguí—, circunstancia que llevará a pensar a la policía que el asesinato de Cato Hammer fue premeditado. Pero por ahora dejemos este tema.
Adrian extendió los brazos y bramó:
—¡Ya basta! ¡Déjalo ya, Hanne! ¡Veronica no ha… Hanne!
—¡Déjalo tú! —exclamó Veronica con voz dura—. ¡Cállate ya, Adrian!
Él la miró boquiabierto antes de derrumbarse. Fue como si el aire se le saliera lentamente por la boca abierta hasta que el delgaducho cuerpo del chico quedó convertido en una especie de funda flácida.
—Estás equivocada —dijo Veronica sin apartar la mirada de la mía.
—Disparaste a Cato Hammer —dije—. Llevabas el arma en tu bolso, que hasta ahora has tenido escondido en la habitación. Adrian se fijó en que había algo dentro del bolso cuando llegaste al hotel. Algo no muy grande, pero bastante pesado. Tenía la esperanza de que se tratara de… —Adrian gimió. Yo cambié de idea y concluí—: Adrian creyó que era algo muy distinto.
Veronica ni siquiera cogió el bolso. Lo tenía a su lado, en el extremo del sofá, comprimido entre su muslo y el reposabrazos.
No echó ni una mirada al comprometedor bolso.
Ni siquiera un leve temblor de la mano. Seguía allí sentada, quieta y silenciosa como siempre, con una sonrisa enigmática.
Eso no me lo esperaba.
Empecé a sudar.
—Eres la única que has dormido sola —señalé—. La única, excepto los empleados. Podrías haber escondido el arma en la habitación, y luego cerrar esta con llave, pero te pareció más seguro meterla en el bolso y esconderlo todo. A decir verdad, creo que te costó bastante volver a coger el revólver después de matar a Cato Hammer. No te gustaba… mirarlo.
Ahora parpadeó de verdad. Una minúscula punta de su lengua mojada y rosa recorrió el labio inferior.
—Pero no creo que fuera eso lo que te impidió usarlo de nuevo —proseguí—. Fue algo muy distinto lo que te hizo matar a Roar Hanson con un carámbano; luego explicaré por qué no elegiste el arma de fuego la segunda vez.
—¿Un carámbano?
—¡
Carámbano
!
—¡Un carámbano!
La palabra corrió por el salón como una cucaracha. Al principio se murmuraba, luego se dijo en voz alta, luego se gritó con incredulidad y entusiasmo, con duda y grandes signos de exclamación. ¡Un carámbano de hielo!
—No entendía lo del carámbano —proseguí en voz bastante baja cuando Langerud hizo valer su autoridad y mandó callar a la gente—. Un arma extraña. Difícil de manejar. Exige cierta habilidad, sobre todo precisión y flexibilidad. Pero recordé algo que había dicho Adrian…
El chico estaba llorando. Se había quitado el gorro y lo presionaba contra la cara a fin de ahogar esos humillantes sollozos. Me entraron ganas de consolarlo. Quería cogerlo en brazos, acunarlo y decirle que había vuelto a tener mala suerte. Me habría gustado susurrarle al oído palabras de consuelo y asegurarle que algún día se encontraría con una persona adulta en quien confiar. Algún día.
No podía ayudar a Adrian.
Tal vez nadie pudiera ayudar a Adrian.
—Hanne Wilhelmsen…
Per Langerud me puso una mano en el hombro para despertarme.
—Perdón —murmuré.
—Tal vez deberíamos…
—No —dije—. ¡No!
—Creo que esto ya…
—Adrian me contó que eres cinturón negro de taekwondo —lo interrumpí, fijando una vez más la vista en Veronica—. Creí que mentía. O que tú le habías mentido a él. Pero es verdad, ¿no? ¿Eres…?
—Soy cinturón negro, segundo Dan.
De ahí su autodominio, pensé, e inspiré hondo.
—Si alguien puede matar con un carámbano —señalé—, tiene que ser alguien que practica artes marciales. Además, eres una gran amiga de los perros.
Una vez más su lengua rozó velozmente el labio.
—La única vez que te preocupaste por alguien que no fuera Adrian fue cuando murió el perro. Muffe. Estabas cabreada. Hablaste de leyes, reglas y cadáver, y mostraste una gran compasión por el dueño. Un desbordante interés, me parece a mí, teniendo en cuenta la actitud negativa que has mantenido con todos los demás. No te costaría nada entrar a ver a un pitbull encerrado. Eres de las poquísimas personas del hotel que se habría atrevido a hacerlo. Tal vez la única, excepto el propio dueño. Al menos eso creo.
Sonreí brevemente y me di cuenta de que me costaba respirar.
Ahora la gente no estaba tan callada como antes. No porque no tuvieran interés por mi absurdo interrogatorio a puertas abiertas, una clara violación de los derechos de Veronica, que, en ese momento, carecía totalmente de rigor. Cuando algunos empezaron a susurrar entre ellos y otros dejaron de preocuparse por hablar en voz baja, cuando las conversaciones corrieron de un extremo al otro del salón y aumentaron de volumen, fue porque la gente ya estaba convencida. Veronica Koht Larsen, la joven de la baraja que solía sentarse junto a la puerta de la cocina; esa pequeña figura que daba miedo, vestida de negro, que siempre iba acompañaba por ese chico extraño y sucio, era una homicida. Todo era tan sensacional que resultaba imposible permanecer en silencio. Era una vivencia tan impresionante que tenía que ser compartida con otros para hacerse real.
Yo no sabía qué hacer.
La opresión en el pecho iba en aumento y de nuevo sentí el dolor desgarrador en la herida de la pierna, que en teoría no podía sentir. Cerré los ojos y apreté los dientes en el instante en que Veronica Koht Larsen se levantó del sofá azul.
El murmullo se acalló.
Nadie se movió.
Tampoco Veronica. Sin que nadie nos diéramos cuenta se había colgado el bolso del hombro.
—¿Y alguien podría decirme —preguntó tranquilamente, con una voz melodiosa y clara— por qué diablos iba a emplear un carámbano como arma si todos opináis que llevo un revólver en este bolso?
Cuando había llegado el helicóptero, la mayor parte de los huéspedes había pensado que la estancia en Finse 1222 había llegado a su fin. Muchos habían sacado su ropa de abrigo de rincones y habitaciones, y algunos habían ido a por el pequeño equipaje que tenían. Veronica fue una de ellos. Pensaba que se iría a casa y había sacado el bolso por fin. Ahora acababa de meter la mano en él, con un movimiento casi imperceptible.
—Buena pregunta —exclamé en voz muy alta, consciente de correr un riesgo inadmisible—. Una buena pregunta. ¿Quieres contestarla tú misma?
—Vamos a terminar ya —dijo en tono tranquilizador Per Langerud, acercándose a Veronica con una mano extendida—. Ahora nos vamos a serenar y…
—¡Quieto!
La joven ni siquiera alzó la voz.
Yo tenía razón. Era un revólver, no una pistola. Me estaba apuntando a mí. Veronica se movía de lado lentamente.
Algunos gritaron, yo cerré los ojos.
Cuando volví a abrirlos, Veronica estaba tumbada en el suelo bocabajo.
El kurdo, o el hombre del bigote que yo pensaba que era kurdo, tenía una rodilla en el costado del delgado cuerpo de la joven, y le inmovilizaba los brazos con una mano. La mujer del hiyab también estaba arrodillada, empuñando con ambas manos un revólver que apretaba contra la sien de Veronica.
Per Langerud lanzó un fuerte grito, y detrás de mí oí correr a alguien. No entendí lo que gritaban, pero contesté a voces:
—¡No les hagáis nada! ¡Son de los nuestros! ¡No los toquéis!
Los tres policías se detuvieron en seco.
—Dejadla levantarse —dije, conduciendo mi silla hacia Veronica.
La mujer metió el arma en la funda y se apoderó del revólver de la joven. Con movimientos seguros y expertos abrió el arma y lentamente se puso a dar vueltas al cargador.
—Vacío —dijo con voz apagada—. No hay munición.
—Exactamente —dije—. Vacío.
Había arriesgado mucho. Demasiado, pero había ganado. Estaba tan segura de que el revólver no tenía balas que había arriesgado la vida de otras personas. Tal vez era mejor que me mantuviera alejada de la policía.
Pero no había ninguna razón lógica para emplear un carámbano como arma homicida si se disponía de un revolver. A menos que el arma estuviera rota o careciera de munición.
Veronica solo se había traído una bala al tren de Bergen.
No me hacía falta preguntar por qué, pues me acordaba de otro caso, en otros tiempos, en otra vida. Un hombre tenía solo dos balas en un cargador con capacidad para nueve. La explicación: había robado el arma.
En el cargador había solo dos balas.
Las dos me alcanzaron a mí.
Veronica había robado un revólver con la munición que necesitaba. Yo no sabía si había planeado matar a Cato Hammer en el tren o en Bergen. Eso ya no tenía importancia. Lo hizo aquí, en Finse, y cuando Roar Hanson amenazó con revelarlo, ella se había quedado sin balas. Pero tuvo una idea. Veronica era una mujer lista, y el detalle del arma que se derrite habría sido admirable en otras circunstancias.
En la teoría, quiero decir.
Veronica permanecía sentada en el sofá, inmóvil, con los brazos esposados a la espalda.
Los tres policías estaban desalojando el Salón Azul. Había que alejar a la gente de Veronica, de todo lo que había sucedido, y los tres representantes del orden debían de preguntarse cómo explicarían a sus superiores lo que había sucedido.
Adrian seguía sentado en el Salón Azul, como un muñeco de trapo olvidado por una niña a la que ya no le importaba. Había dejado de llorar. Las lágrimas le habían dibujado anchos surcos en la cara sucia. Tenía la nariz roja e hinchada y los ojos entornados.
—Vete —le dije—. Vete ya, Adrian. Luego iré a hablar contigo, ¿vale?
Se levantó, apático, y dejó que Berit se lo llevara de la mano a la recepción.
Veronica ni siquiera lo miró.
Me miró a mí.
—Mi madre nunca hizo nada malo.
—No digas nada —dije—. Te buscaré un buen abogado. No digas nada más hasta entonces.
—Ella era
demasiado
religiosa.
Por primera vez mostró signos de pura agresividad.
—Cato Hammer llevaba varios años metiendo mano en la caja, pero cuando se dio cuenta de que las cosas se le ponían feas, consiguió… ¡La convenció para que asumiera toda la culpa! Él sabía que
ante todo
ella protegería a la Iglesia. La Iglesia era todo para mi madre.
Las palabras le salían a chorros. Algunas frases sonaban muertas y monótonas hasta que de repente elevaba la voz y recalcaba determinadas palabras. Era como si algo se hubiera roto dentro de ese frágil cuerpo; necesitaba hablar.
—La Iglesia y yo: eso era todo lo que mi madre tenía en este mundo. Habría hecho lo que fuera por cualquiera de las dos. Pero cuando mi necesidad de tener una madre entró en conflicto con la necesidad de proteger a la Iglesia, yo fui la parte perdedora. Cato pronunció largos sermones sobre los perniciosos efectos de que uno de sus directores financieros fuera arrestado por malversación de fondos, toda la Iglesia se…
—Veronica —la interrumpí—. Hablo en serio; no digas nada más ahora.
—Wilhelmsen tiene razón —intervino Langerud—. En cuanto lo organicemos todo, te llevaremos a Bergen. Allí te asignarán un abogado, claro.
—Mi madre no era más que una secretaria —prosiguió Veronica con la mirada perdida, como si no nos hubiera oído a ninguno de los dos—. Una secretaria profundamente religiosa, que estaba autorizada para firmar talones y tenía acceso a un montón de dinero. ¡Que ella
jamás
tocó! Una secretaria sin más, algo atormentada, con problemas nerviosos, y una fe ciega en Dios. Tanto Él como Cato Hammer… la traicionaron… peor que… peor que… —Le asomaron las lágrimas a los ojos, pero la voz seguía firme—. Yo no podía creer que ella lo hubiera hecho —dijo—. Robar dinero… ¿En qué lo habría gastado? Confesó. Nadie se paró a pensar que lo único que la policía consiguió encontrar fue una cuenta bancaria recién abierta con ochocientas mil coronas. En su desesperación por haberse descubierto el fraude, Cato debió de darle el dinero. Ella dijo haber despilfarrado el resto. Nunca la creí. Nunca tuvimos mucho dinero. Luego cayó… enferma, y la ingresaron. Yo tenía solo quince años. ¡
Quince
años!
Respiraba trabajosamente.
—Cumplió casi diez años de condena en un hospital en Oslo. Y jamás reveló a nadie que expiaba la culpa de Cato Hammer. El hogar de mi infancia fue vendido para cubrir la reclamación del Fondo. Cuando por fin murió, en enero, encontré una carta entre sus papeles, una carta que había escrito en 1998. Llevaba mi nombre en el sobre. Cuando la leí, decidí…
—Cállate ya —dije—. Langerud, haz algo.
El hombre grande se puso en cuclillas delante de ella.
—Mamá ha expiado por las dos —dijo con voz apagada—. Y yo ya había pagado demasiado. No podía permitir que Roar Hanson destruyera… Dijo que iba a… Dijo…
—Veronica, déjalo ya —insistió Langerud—. ¿Vale?
Ella dejó vagar la mirada, como si no lo viera. Él le puso con cuidado la mano derecha alrededor de la barbilla, y la obligó a mirarlo.
—¡
Cállate
!
De repente le dio un ligerísimo cachete. Sucedió con tanta rapidez que si hubiera parpadeado me lo habría perdido.
—¿Lo entiendes? ¿
Lo entiendes
?
—Sí —contestó Veronica Koht Larsen—. Lo entiendo todo. Ojalá hubiera entendido todo hace mucho tiempo. Si lo hubiera entendido cuando tenía quince años…