Se puso rojo. Se puso muy rojo.
—Dejémoslo aquí —dije—. Al menos por ahora. Pero podría preguntarlo a todos. ¿Quién estaba despierto a las tres de la madrugada del jueves?
Se levantó un brazo. Era uno de los empleados, un chico de apenas veinte años, que desde el accidente había estado casi todo el tiempo en uno de los pequeños despachos cerca de la recepción.
—Yo estaba de guardia aquella noche —dijo—. Estuve sentado en el despacho toda la noche.
Uno de los médicos hizo una señal de querer decir algo.
—Yo me pasé gran parte de la noche en vela —dijo, y añadió, incapaz de esconder su sarcasmo—: Como algunos recordarán, había un vendaval bastante fuerte, que me mantuvo despierto. Pero no me levanté de la cama.
Otra mano levantada. Y otra más. Siguieron más. Al final pude constatar que hasta treinta y dos personas admitieron haber estado despiertas partes de la noche, o toda la noche. Todos ellos, excepto el guardia nocturno, habían permanecido en sus habitaciones. La gran mayoría compartía habitación con otros, pero eso no constituía ninguna coartada. Al menos Kari Thue tenía razón en una cosa: tras las tremendas vivencias y fatigas del miércoles 14 de enero la mayoría había dormido profundamente y no había soñado.
—¿Y tú? —pregunté mirando a Adrian—. ¿Dormiste?
—¿Yo? ¿Qué pasa conmigo? ¡Joder! Pero sí dormí con… —No acabó la frase y volvió a empezar—. Dormí en la recepción, a solo unos metros de ti, ¿vale?
—¿Y tú? —le pregunté a Veronica—. Por lo que tengo entendido, fuiste la única que el mismo miércoles consiguió que le dieran una habitación individual.
—No lo conseguí con ningún truco —contestó la joven tranquilamente—. Nadie quería compartir habitación conmigo. Enseguida tuve la sensación clarísima de que no soy lo que se llama una persona popular.
Me miraba directamente a los ojos.
No mencionó a Adrian. No reveló que al chico le hubiera encantado compartir con ella habitación y mucho más.
Fue considerado por su parte. Casi bondadoso. Adrian contuvo la respiración. Luego soltó el aire despacio, mientras se tocaba una nueva espinilla junto a la nariz.
—En ese caso solo me interesáis vosotros dos —dije.
El kurdo me miró asombrado.
—¿Nosotros? —preguntó pasándose el dedo por el bigote—. Dormíamos, claro está. Me temo que estamos más o menos en la misma situación que ella. No se oyeron muchas protestas cuando a mi esposa y a mí nos asignaron una habitación para nosotros solos.
La presunta esposa se miraba las manos entrelazadas, sin expresar nada. Pasaron muchos segundos sin que hiciera ademán de confirmar o negar lo manifestado por su marido.
Se oyó otro fuerte resoplido de alguien sentado cerca de la ventana.
—Kari Thue —dije tragando saliva para poder controlar la voz—. ¿Quieres decir algo? ¿Hay algo que desees compartir con nosotros?
Per Langerud carraspeó. Casi me había olvidado del hombre, a pesar de que su imponente figura se encontraba solo a un metro detrás de mi silla. Giré un poco la cabeza y lo vi mirar casi imperceptiblemente a su muñeca izquierda.
—Dos minutos —le susurré tapándome la boca—. Dame dos minutos más.
Aunque no sabía si mi petición había sido aceptada o no, levanté la voz dramáticamente y dije:
—Kari Thue, ¿qué llevas en el bolso?
—¡Eso a ti no te concierne! —gritó.
—No. Pero la policía quisiera saber lo que hay en él.
Langerud dio un paso hacia mí y me rozó muy levemente el hombro. Capté la advertencia, pero no me podía permitir detenerme ahí. Tampoco tenía ganas de hacerlo.
—Si no tienes nada que ocultar, no puede ser muy peligroso contarme lo que llevas en el bolso. Jamás lo dejas fuera de tu vista. ¿Es algo valioso? ¿O es algo más… algo más bien comprometedor?
—¡Eso no te lo tolero!
Se había vuelto a levantar, y se apretujaba contra la ventana, abrazada a ese ridículo bolso de mujer que parecía una mochila.
—¡Nadie… nadie tiene derecho a hurgar en mi bolso!
Por el momento tenía razón. Nadie tenía aún derecho a mirar sus cosas. Por otra parte, yo me había formado una idea bastante clara de lo que había en su bolso.
Probablemente llevaba a todas partes algún dispositivo electrónico de almacenaje de textos. Una memoria USB, tal vez. Eso que llaman lápiz. Solo unas semanas antes había leído que Kari Thue estaba acabando de escribir un libro basado en su trabajo en el documental
Líbranos del mal
. El libro se titularía
Nuestro es el reino
y los medios de comunicación le habían vaticinado una larga vida en las listas de los libros más vendidos del otoño siguiente.
Cada vez que Nefis se encuentra a punto de acabar un trabajo científico, tiene pavor a perderlo. Hay pequeños lápices por todas partes, en casa, en el coche, en el despacho y en el trastero del sótano; por si hubiera un incendio, robo, desastre informático, o guerra nuclear.
Kari Thue llevaba además otra cosa en el bolso. Algo que no quería que viéramos. Podía ser algo tan inocente como un paquete de cigarrillos. Aparte de su cruzada contra los musulmanes, también se declaraba en contra del tabaco, y cuando se introdujo la nueva ley antitabaco había desempeñado un papel nada insignificante en la opinión pública. Un paquete de tabaco en su bolso le resultaría bastante embarazoso, claro. O quizá escondiera algo más picante, como esa clase de objetos que solo se compran desde el ordenador y sin salir del dormitorio. Su bolso no era grande, pero suficiente.
Suponía yo.
Seguramente llevaría artículos de maquillaje. Un paquete de chicles o caramelitos. Una cartera, útiles de escritura, un pequeño paquete de Kleenex. Suponía en general que el contenido del bolso de Kari Thue era bastante típico de su sexo, aparte, quizá, de algo que a toda costa quería mantener en secreto.
Se lo permitiría.
No había hecho otra cosa que acostarse con Mikkel. Seguramente estaría enamorada de él. Él había pasado parte de la noche después del accidente en compañía de Kari Thue, y había mostrado cierto interés por ese mensaje mesiánico que ella difundía. Pero ahí había acabado todo. La bronca que había observado entre ellos era seguramente una ruptura en toda regla. No es que fuera muy bonito plantar a alguien junto a una mesa donde había mucha gente sentada, pero nada de eso era delictivo.
Kari Thue seguía de pie.
La gente que la rodeaba miraba con curiosidad ese bolso que apretaba contra el pecho como si fuera un hijo amado que alguien quisiera arrancarle. Sus grandes ojos estaban húmedos, podía echarse a llorar en cualquier momento.
Permitiría que Kari Thue se guardarse para ella sus secretos.
Antes de conocerla personalmente, es decir, cuando solo conocía esa dura e irreconciliable polemista de la televisión, la radio y los periódicos, la despreciaba. Ahora solo despreciaba aquello que ella defendía. Por la propia Kari Thue sentía compasión. Tenía miedo constantemente, y no lo sabía. También yo tuve una vida en la que siempre estaba angustiada y no entendía lo que me pasaba. El miedo me hacía recluirme, esconderme dentro de mí misma. En Kari Thue el miedo creaba rabia; una rabia irreconciliable e inflexible que hacía daño a muchas personas.
Desde que Cato Hammer fue asesinado, yo había deseado que fuera ella la autora del crimen. Mi deseo de hacer daño a esa mujer, de verla derrumbarse, humillada y destrozada, era tan apremiante que estuve a punto de creer que iba a conseguirlo.
Gente como Kari Thue da lástima.
Pero ella no había asesinado a nadie.
—Siéntate —le dije tranquilamente.
Me miró incrédula. Se le saltaron las lágrimas. Alguien cerca de ella se rió entre dientes. Seguía agarrada a su bolso. Le temblaba la barbilla y se mordió el labio inferior, pero no se atrevió a sentarse.
—Puedes sentarte —repetí—. Nadie va a mirarte el bolso.
La gente me miraba a mí, luego a ella, y de nuevo a mí, como si estuviéramos jugando al tenis.
—Adrian —dije, y las miradas se desplazaron inmediatamente al nuevo jugador.
El chico no respondió.
—Ayer por la mañana… —proseguí— ayer por la mañana yo estuve hablando con Roar Hanson. De eso sí te acuerdas.
Adrian se reclinó en el sofá demostrando muy poco interés por lo que se decía.
—Nos interrumpiste —dije—. Y Roar Hanson te dijo algo. Le contestaste que se ocupara de sus asuntos, y no de forma muy educada que digamos. De eso sí te acuerdas, ¿verdad que sí, Adrian?
¿Adrian
?
Puse toda mi energía en la voz. La señora que hacía punto soltó un chillido del susto, pero Adrian siguió impertérrito. Tiraba con indiferencia de un chicle que luego volvía a meterse en la boca. Proseguí:
—Me pareció oír a Roar Hanson decirte: «Aléjate de la botella, es peligrosa». Lo que, claro está, era una cosa muy rara. Pero Roar Hanson también era un hombre raro. Al menos después de la muerte de Cato Hammer. No me cabía en la cabeza por qué se preocupaba por tu relación con la botella, aunque te había visto beber un par de veces.
Como a muchos otros, pensé.
—Pero hoy te he preguntado qué te dijo exactamente. Cada vez estaba más convencida de que había oído mal. No entendía por qué habías reaccionado de un modo tan agresivo ante alguien que te aconsejaba en voz baja que te alejaras de la botella.
—No pienso seguir escuchando estupideces —dijo Adrian enderezándose de repente—. Me voy. No me da la gana seguir escuchando…
—¡Tú no te vas!
Langerud dio un paso hacia el chico. Adrian retrocedió vacilante en el sofá. Por un instante, pareció calcular las posibilidades de levantarse y echar a correr. Eran muy pocas. Con la mayor indiferencia que fue capaz de mostrar, se reclinó en los cojines del sofá.
—Hoy me has dicho que él te pidió que te
alejaras
—recordé—. Ha sido entonces cuando he entendido lo que realmente dijo. Porque veréis… —Dejé vagar la vista lentamente por los congregados—. Estoy algo sorda. No es un gran problema, pero detesto no ver a la gente que me está hablando. Si me distraigo por un instante (y eso ocurrió durante esa conversación de la que estoy hablando), no siempre capto toda la frase. No obstante, con cierta experiencia y capacidad de asociación, suelo arreglármelas. Pero no siempre.
Un impaciente murmullo se propagó por el salón. Los pocos niños presentes empezaron a ponerse nerviosos. Los padres intentaban acallarlos como podían, y me fijé en que la gran mayoría parecía sinceramente interesada en la continuación.
—Es casi como un crucigrama codificado —proseguí mirando a Adrian—. Me contaste que la primera palabra que te dijo fue «aléjate». Insististe en que eso fue todo lo que te dijo, pero sé que fue algo más. Ya que «aléjate» no tiene mucho sentido si no se dice algo más.
Algunos se rieron por lo bajo. La señora del punto se prorrumpió en sonoras carcajadas.
—… de modo que empecé a hacer asociaciones. Resultó fácil. Lo que dijo Roar Hanson cuando tú te acercaste fue…
—¡Tú no puedes saber lo que dijo! —gritó Adrian—. ¡Estás sorda, joder! ¡Lo has dicho tú misma! No puedes…
Veronica no se había movido, era como una muñeca de cera. En ese momento puso una mano delgada sobre el muslo del chico, y él se calló inmediatamente.
—«Aléjate de ella, es peligrosa».
Lo dije en voz muy alta y muy despacio.
—Eso fue lo que te dijo Roar Hanson antes de que tú le contestaras: «Que te jodan». Y al decirlo miraba a Veronica.
Nadie decía nada. Nadie se movía. Era como si todos quisieran analizar mi razonamiento por su cuenta, hacer una doble comprobación y averiguar si era posible equivocarse de esa manera. Estaban inmersos en sus pensamientos, movían la boca sin emitir ningún sonido, saboreaban las palabras, el ritmo de las frases, y por fin llegaron a la conclusión de que lo que yo había dicho tenía su lógica.
La estancia seguía en silencio. Incluso los niños comprendieron que algo decisivo estaba a punto de suceder, pues se pegaron inquietos y callados a sus padres.
—Tenías los calcetines mojados —dije mirando a Veronica—, por eso le pediste un par a Adrian a la mañana siguiente. Fue el propio Cato Hammer el que insistió en salir. Se asustó tanto cuando fuiste a hablar con él que quería alejarse lo máximo posible para que nadie pudiera oíros. Fuiste a verlo antes de la reunión informativa. Le contaste que tu madre había muerto hacía poco, y que querías hablar en serio con él. Cuando os visteis por la noche, tal y como habíais acordado, él quiso salir fuera, por si acaso.
Me callé un momento y tuve la sensación de que todo el mundo había dejado de respirar.
Tras la muerte de Cato Hammer me había costado mucho entender cómo habían logrado que saliera con ese frío. Cuando por fin comprendí que debía de haberlo sugerido él, empecé a intuir la verdad.
—No os alejasteis mucho —proseguí—. Tal vez incluso os quedasteis debajo del tejado. Él estaba a dos pasos de la pared. Tú no llevabas zapatos. La mayor parte de la gente iba en calcetines después de que secaran el suelo y que nadie metiera nieve dentro. Ponerte a buscar tus botas en medio de la noche habría sido correr un riesgo excesivo. Así que saliste en calcetines. Cuando volviste a entrar, se te habían llenado de nieve. La nieve se derritió y los calcetines se mojaron.
Los ojos de todos se posaron en los calcetines rojos de Veronica.
—¡Todo eso es una jodida mentira! —gritó Adrian—. ¡No estaban mojados! Veronica no me pidió los calcetines por eso. ¡Tenía los pies fríos, joder! Algo normal y corriente…
¡tener los pies fríos
!
Una vez más la joven puso una mano sobre el muslo del chico.
—No fue así —objetó.
—Sí —insistí—. Más o menos.
Ahora no tenía la cara tan pálida. Me pareció distinguir un suave tono rosado en los pómulos. Su boca se retorció en una leve sonrisa, casi imperceptible.
—Pero evidentemente no basta con un par de calcetines —manifesté—. Te llamas Veronica Larsen, ¿verdad?
Ella se limitó a mirarme. Con la misma sonrisa de Mona Lisa.
—De hecho te llamas Veronica
K
. Larsen —proseguí, subrayando la K.—. Al menos así figuras en la lista de los pasajeros del tren de Berit Tverre. Imagino que la K viene de Koht, que era el apellido de tu madre.
Veronica hizo un leve gesto negativo con la cabeza.
Acerqué la silla; quería dar la impresión de estar muy harta. Seguramente exageré, porque algunas de las jugadoras de balonmano se rieron entre dientes. Solo tres metros separaban mi silla de Veronica Koht Larsen. Paré y puse el freno.