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Authors: Anne Holt

Tags: #Policíaco

1222 (32 page)

BOOK: 1222
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—¡Hanne!

Geir dio otro puñetazo en la mesa. El vaso de cerveza que seguía medio lleno se volcó. Él se levantó a toda prisa y dio un salto hacia atrás para no mojarse.

—Mierda. ¡Mierda! ¿Qué te pasa?

—¿A mí? Pero si yo no he volcado ningún vaso.

—¿Eres la embajadora de Estados Unidos en Noruega o qué? ¿No lees las noticias? ¿No sabes que los americanos
secuestran
literalmente a presos en otros países para luego encerrarlos en ese campo infernal que tienen? ¡Si de verdad se trata de un terrorista que ha sido arrestado o que ha pedido asilo en territorio noruego, a los que debe temer es a los
americanos
! A ellos no les importaría mucho…

Con el canto de la mano empujó la cerveza derramada, que salpicó el suelo. Un olor dulzón a malta y alcohol se extendió por la habitación.

—No me extrañaría que esos malditos yanquis tuvieran algún hombre en el tren —exclamó furioso—. O más de uno. Si esa disparatada teoría tuya es verdad, entiendo muy bien por qué el terrorista ha insistido en viajar en tren. Un ataque al Ferrocarril Nacional Noruego sería más difícil de encubrir que un accidente de avión amañado. Un solo tiro a un avión y todos mueren. Pero para matar a todos los pasajeros de un tren habría que… ¡Mierda!

Tenía la parte delantera del pantalón de esquí mojada.

—No he traído más ropa que esta —jadeó—. Y no me apetece pasarme cinco horas excavando…

Ahora el sonido de fuera era más fuerte. El zumbido se había convertido en una estruendosa vibración.

—Calla —dije—. ¿Lo oyes?

Estaba de pie, con las piernas muy separadas, como si se hubiera orinado encima. La expresión de su cara se agudizó, cerró los ojos y abrió la boca.

—Un helicóptero —dijo fascinado—. ¿Ya llegan?

Se había olvidado del pantalón mojado.

Aparté todas mis teorías sobre terroristas y ataques americanos en el extranjero. Se me ocurrió que la historia del prisionero secreto era una señal de lo pequeño que se había vuelto el mundo. Incluso en Finse, el pueblo de montaña noruego por excelencia en la Noruega profunda, donde el tren recorre valles tan noruegos que uno se imagina estar viendo paisajes decimonónicos por la ventana; incluso entonces, en plena tormenta de nieve, aislados en un edificio de madera al estilo del antiguo romanticismo nacional, incluso allí había penetrado el mundo exterior. Con la presencia del terrorista la vida nos recordaba que el mundo ya no era algo lejano y desconocido, sino que estaba aquí, con nosotros, y nosotros formábamos parte de él, lo quisiéramos o no.

Pero no quería pensar en el terrorista.

Prefería pensar en Cato Hammer y Roar Hanson.

2

—¡Ya llegan! ¡Ya llegan!

Un alegre bullicio se había apoderado de la recepción. La gente aplaudía y se reía, como si viajaran en un avión charter que acababa de aterrizar en la pista. Algunos brindaban, otros empezaban a recoger sus cosas, como si esperaran marcharse a casa al cabo de unos minutos. Las catorceañeras ya se estaban poniendo la ropa de calle: nadie quería perderse el espectáculo del enorme helicóptero aterrizando sobre una espesa capa de nieve en medio de la noche.

—No podrán aterrizar —dijo Johan—. No podrán aterrizar en esta nieve polvo. ¡La máquina volcará!

Se había colocado junto a la ventana, cerca de la larga mesa, para contemplar las luces que se acercaban sobre el lago Finse. Ahora el helicóptero volaba muy bajo y despacio. Los reflectores se movían de un lado para otro por encima de los enormes montones de nieve. El hermoso espectáculo de los cristales de hielo brillando a la cegadora luz azul y blanca despertaron gritos ahogados de admiración en algunas señoras mayores. Cuando la máquina alcanzó el tejado y la perdimos de vista, no habría más de veinte metros de distancia entre el caballete y el helicóptero. El edificio entero tembló, pero por esta vez el estruendo no avisaba de un peligro amenazador. Ese ruido llegaba como un deseado consuelo; un saludo de aquella vida que en realidad era la nuestra, muy lejos de Finse y de un huracán que aún no sabíamos que había sido bautizado con el nombre de
Olga
.

Todos los que habían seguido la llegada del helicóptero corrieron hacia la salida. Incluso Adrian parecía animado. Dejó a Veronica sentada sola junto a la puerta de la cocina, con esas ridículas cartas diseminadas por el suelo. El chico hablaba en tono animado con una de las jugadoras de balonmano; parecía haberse olvidado de lo altivo que era normalmente.

—No podrá aterrizar —repitió Johan.

Una voz metálica se mezcló con todos los demás sonidos, y los que aún no habían alcanzado la puerta, se detuvieron en seco.

—Hola: les habla la policía. Repito: les habla la policía. Vamos a dejar en tierra a tres agentes. Por favor, manténganse alejados del andén. Repito: manténganse alejados del andén.

Johan respiró aliviado, mientras corría hacia la puerta.

—¡Apartad! —gritó—. ¡Todos adentro! ¡Alejaos de la puerta! ¡Todos adentro!

Los jóvenes protestaron enérgicamente. Un par de hombres empezaron a pelearse medio en broma medio en serio al lado de la tienda, y Mikkel tuvo que intervenir. La señora que hacía punto se echó a llorar una vez más, con voz alta y estridente. Berit llegó corriendo de la cocina.

—¡Calma, por favor!

Berit se había convertido en otra persona en el transcurso de los últimos días. Había adquirido una fuerza mayor que la de Johan, a pesar de la superioridad física del hombre de montaña. De ser una amable directora de hotel con una manera de ser agradable, Berit había pasado a convertirse en la jefa de Finse 1222.

—Ahora vamos a calmarnos —vociferó paradójicamente con una sonrisa—. Id todos a sentaros al Salón Azul o a la Taberna de San Paal. ¡Vamos!

La gente se tranquilizó. Se encogían de hombros y se miraban de reojo. Nadie dijo nada y todos se encaminaron hacia dentro, mientras se quitaban gorros y chaquetones. Algunos arrastraban los pies a regañadientes, otros se movían con la cabeza alta y actitud arrogante, como si se hubiera confirmado que tenían razón en algo que a mí se me escapaba.

—¡Les habla la policía! —gritó de nuevo la voz metálica—. Por favor, permanezcan dentro durante la operación de aterrizaje. Repito: todo el mundo tiene que permanecer dentro.

Kari Thue no se encontraba en la recepción. Pensándolo bien, no la había visto desde la cena. No era de extrañar, en realidad, puesto que me había pasado la mayor parte del tiempo en el despacho, sin ver a nadie más que a Geir Rugholmen.

Pero su ausencia me inquietaba un poco.

Severin había avisado a la policía. En la carta que Geir había logrado entregarle con gran esfuerzo, yo le pedía que además de investigar quién había malversado fondos en la Agencia de Información a finales de la década de los noventa, comunicara a las autoridades competentes que en Finse 1222 no solo se había cometido un asesinato, como se les había informado antes de que se cortara la comunicación con el mundo exterior, sino dos.

La gente se dirigía al edificio anexo, mientras las hojas del rotor enviaban profundas vibraciones al interior del castigado hotel. La decepción al descubrir que el helicóptero no había venido a buscarlos a ellos, que la vuelta a casa se posponía, la vergüenza de haberse dejado entusiasmar y alegrarse sin razón… se reflejaba en las caras largas que desfilaban ante mí sin mirarme.

Me quedé en medio de la estancia, esperando.

3

Aunque uno de los policías me hizo un gesto casi imperceptible con la cabeza al pasar por mi lado camino del Salón Azul, ninguno pareció reconocerme. Cuando los vi, dos hombres de treinta y tantos años de la policía de Bergen y un hombre mayor de KRIPOS, la Brigada Central de la Policía Judicial, me dio un vuelco el corazón. Me recordaron que en otros tiempos yo había formado parte de algo mucho más grande y diferente de mi actual vida en la calle Kruse, con Nefis, Ida y Marry. Durante mucho tiempo había tenido la sensación de que aquella noche fría y dramática de las navidades de 2002 no solo era el fin de una época, sino que esa ruptura con la policía señalaba el principio de algo nuevo. Algo deseado. La lesión me permitió crearme una nueva vida para la que tenía fuerzas suficientes, una vida en la que raramente estaba asustada y nunca agotada.

Cuando vi a esos tres policías hablar entre ellos en voz baja, en un lenguaje breve y conciso que habían aprendido a interpretar, y con miradas que solo ellos entendían, me pregunté si me había engañado a mí misma. Esos años de silencio, esos días que se hacían mucho más largos de lo que jamás habría imaginado que podían ser los días, las noches solitarias ante la pantalla del televisor, todos esos meses que se iban amontonado uno sobre otro, lentamente y sin roces, cuando los únicos recordatorios del paso del tiempo eran la celebración de la Navidad y los maravillosos cumpleaños de Ida, ¿era eso lo que deseaba?

Había pensado que cambiaba una vida por otra. Después de los días en Finse, advertí que en realidad había cambiado una vida activa, laboriosa, por una existencia de continua espera.

Pasaba las noches esperando a que las demás se despertaran. Durante el día esperaba a Nefis, y a que Ida volviera de la guardería. Esperaba en compañía de libros, películas y periódicos, y dejaba que el tiempo transcurriera sin preocuparme realmente de nada más que de una niña que pronto necesitaría mucho, mucho más que esa infinidad de tiempo que yo podía ofrecerle en nuestro pequeño universo cerrado.

Geir se me acercó por detrás y me puso una mano en el hombro.

—Tendremos que acabar nuestra conversación más tarde —dijo en voz baja.

Noté el calor de su mano a través del jersey. Cerré los ojos y todo me dio vueltas de puro cansancio, de abatimiento, de tanto añorar a Ida y a Nefis, pero también —tuve que reconocer con desgana— una vida diferente.

Los policías sabían quién era yo.

No me conocían, pero sabían quién era.

Uno de ellos apenas había echado una mirada en mi dirección, pero en esa mirada había una especie de respeto. Reconocimiento, tal vez. En ese momento se volvió el mayor de los tres. Berit me había dicho que pertenecía a KRIPOS. Me escrutó un instante sin cambiar de expresión, antes de llevarse dos dedos a la frente con un leve movimiento de la cabeza.

Iban a reunirse en el edificio anexo.

Yo también.

No estaba del todo segura de quién había matado a Cato Hammer y a Roar Hanson. Pero imaginaba de quién había sospechado el propio Roar Hanson. Cuando por fin caí en la cuenta, no me resultó difícil encontrar indicios que apoyaban la teoría del clérigo asesinado. Y ya poseía muchas pruebas de que él tenía razón.

Pero no suficientes.

Podría compartir mis ideas con la policía. Eso era lo que debería hacer. Podrían usar mi testimonio tal como debe tratarse un testimonio, como parte de un proceso sistemático, analizando hechos y especulaciones, pruebas técnicas y deliberaciones tácticas, rumores, cotilleos y observaciones precisas.

Llevaría su tiempo.

Un tiempo difícil para todos los que se hospedaban en el hotel y para los que trabajaban en él, para Berit y su gente. Y para mí. Quería irme a casa.

Tal vez debería dejar a Roar Hanson intentar solucionar su propio asesinato.

—¿Podrías ir a buscarme una taza de café? —le pedí a Geir—. La taza más grande que encuentres.

—Es tarde. ¿No deberías…?

—Café —repetí con una sonrisa—. Tengo que aguzar mi materia gris.

—Como quieras —dijo, y en sus labios agrietados por el frío y con las comisuras manchadas de rapé no se dibujó ni la más leve sonrisa.

A lo mejor no había sido tan graciosa como había pretendido.

4

De las otras casas del pueblo de Finse sepultadas en la nieve aún no había salido nadie. Debían de esperar una señal. Además, era tarde y seguía haciendo un frío glacial. En cuanto a la gente del edificio de apartamentos, el personal de la Cruz Roja había excavado en la nieve y al salir se había puesto en contacto con Johan. Tras una breve conversación con la policía, él había comunicado a la gente que por el momento se quedara donde estaba. Al parecer, habían conseguido recuperar el control después de la rebelión, y la policía deseaba ocuparse de una cosa a la vez.

Un edificio a la vez, por así decirlo.

Cerré los ojos y me imaginé cómo sería el paisaje fuera: nadie recordaba haber visto una capa de nieve tan espesa. El huracán
Olga
había dejado tras sí un pueblo ferroviario que ya no era ni pueblo ni ferroviario: la mayor parte de los edificios eran invisibles y las vías del tren habían desaparecido. Y debajo de todo aquello, debajo de un número inimaginable de cristales hexagonales de hielo, secos y casi ingrávidos en el frío cortante, debajo de ese manto gigantesco de aire y agua que se extendía de Hallingdal a Flam, de Hardanger a Hemsedal, debajo de todo aquello había personas, diminutas como hormigas, que aún no osaban creer que todo había pasado y que ya podían salir de nuevo al mundo.

Esperaba que me sacaran a la luz del día.

Quería verlo todo.

Abrí los ojos.

En Finse 1222 reinaba una atmósfera de descontento y expectación a la vez. La mayoría mostraba claramente su decepción por el hecho de que el helicóptero no hubiese iniciado la evacuación. Por otra parte era como si los dos asesinatos, de los que la gente se había desentendido porque no podía soportar la certeza de tener un asesino entre ellos, de repente, al aparecer los investigadores policiales, se hubieran convertido en la cruda realidad. Los tres policías trajeron consigo una sólida autoridad que creó una especie de seguridad; llegaron a la montaña enviados por la sociedad de fuera, donde había reglas, leyes y orden. La policía estaba allí, el tiempo había mejorado y nada era ya realmente peligroso.

A mi alrededor, las personas se atrevieron por fin a reconocer lo que habían experimentado y cómo habían vivido los últimos días. Resultó emocionante.

Los vi llegar.

Kari Thue y sus seguidores andaban con paso firme, en fila india, con ella al frente. Se sentaron en el fondo del salón, ante la terraza. La pandilla de Mikkel no era igual de disciplinada; entraron uno por uno zanganeando y arrastrando los pies, el más flacucho con una colilla en la boca. Señoras mayores y jugadoras de balonmano, hombres con portátiles bajo el brazo, Johan, Berit y los alemanes, todos pasaron ante mí camino del edificio anexo para escuchar lo que las autoridades tenían que decirles.

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