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Authors: Anne Holt

Tags: #Policíaco

BOOK: 1222
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En ese momento no tenía ni tiempo ni posibilidad de cultivar tales sentimientos.

El ruido continuaba. Al primer estallido le siguió un sonido estridente, mezclado con breves explosiones y golpes mucho peores que los que nos había proporcionado el vendaval durante casi veinticuatro horas. Incluso el griterío de la gente buscando refugio a la desesperada se ahogó en el sonido de eso que decididamente no podía ser una explosión.

Las explosiones son cortas. Pasan.

Aquello duraba.

Y la temperatura bajaba.

No lo noté enseguida. Solo cuando logré cierto control de la situación, y pude fijarme en quiénes corrían y hacia dónde, y dónde intentaba esconderse la gente, me di cuenta del frío que hacía allí dentro.

Cada vez hacía más frío, y ocurría muy deprisa.

Ese sonido que no podía ser una explosión se iba apagando. En cambio el ruido del vendaval parecía haberse metido dentro del edificio. Un viento helador barrió el suelo, alzó un papel de chocolatina y le imprimió un baile desenfrenado en dirección a la cocina.

De repente descubrí a Adrian ante mí. Cogía de la mano a Veronica, que parecía una hermana mayor arrastrando a su hermanito. Tenía el rostro inexpresivo y pálido, pero soltó lentamente la mano de Adrian para pasarle el brazo por los hombros al lloroso chico. Él preguntó entre sollozos:

—¿Vamos a morir ahora, Hanne?

Ojalá hubiera podido responderle. Pero no tenía idea de lo que había sucedido o de lo que nos esperaba. A pesar del ruido, podía escuchar los latidos de mi corazón; estaba aterrorizada. Pero algo estaba a punto de ocurrir. Ya no me sentía oxidada. La adrenalina que mi cuerpo segregaba con cada estallido y ráfaga de viento me había agudizado en lugar de paralizarme. Lo veía todo. Lo había visto todo. Cuando ahora, varios meses más tarde, cierro los ojos con el fin de recrear los sucesos de esos segundos y minutos en Finse 1222, es como ver una película a cámara lenta. Soy capaz de dar parte de cada detalle. Pero en aquel momento, allí y entonces, mientras me castañeaban los dientes de miedo y frío, hubo un solo detalle en el cual realmente mereció la pena fijarse.

En medio del estruendo y el caos, el kurdo se abrió la chaqueta de tonos marrones para coger un arma que llevaba en una pistolera colgada del hombro. Protegido por la columna contigua a la recepción, se puso velozmente en posición de tiro; una rodilla en el suelo y el otro pie delante. Resultaba bastante terrorífico de por sí. Si bien la mayor sorpresa, que fui incapaz de comprender seguramente a causa de mis prejuicios, fue que la mujer kurda hizo lo mismo que él. Al contrario que su marido, sacó el arma de la pistolera y tuvo tiempo suficiente para apuntar a un enemigo imaginario junto a la escalera. Su vestido informe y holgado estaba sin duda hecho para la ocasión, y no le impidió sacar el arma ni moverse muy deprisa. Por fin, cuando el frío de la escalera la alcanzó sin que aparentemente hubiera más amenazas, devolvió el revólver a su funda.

En el transcurso de los minutos siguientes me di cuenta de que nadie más que yo se había fijado en ese extraño episodio. Al principio me pareció muy extraño. Luego, al pensarlo mejor, me pareció más lógico; todo el mundo se había movido o había buscado refugio por instinto con la cara tapada. Los dos kurdos, que no me habían visto, volvieron a desempeñar los papeles del inmigrante protector con su llorosa y aterrada esposa.

Decidí dejar las cosas así por el momento.

Tal vez no fueran kurdos en absoluto.

Y tal vez ni siquiera estaban casados.

5 EN LA ESCALA DE BEAUFORT

BRISA FRESCA

VELOCIDAD DEL VIENTO: 8,0 − 10,7 m/s

Resulta difícil esquiar en dirección contraria al viento.
La ventisca que mueve la nieve por el suelo la levanta tan alto que crea torbellinos y se pierde visibilidad.
La nieve azota la cara.

1

Por alguna razón pensé en Cato Hammer.

En realidad, el asesinato del controvertido pastor era nuestro problema menos grave. Sentada en mi silla junto a la puerta de la cocina me convertí en el testigo más o menos impotente de un exceso de acontecimientos transcurridos en una escasa media hora. El intento de motín de Kari Thue había resultado muy amenazador. El que dos representantes, aparentemente típicos, de nuestras nuevas clases bajas se hubieran comportado como agentes de élite tampoco resultaba fácil de digerir. Sin embargo, el tremendo estruendo procedente de algún punto de la pared oeste fue lo peor. Mientras para ahuyentar el miedo intentaba ordenar las ideas sobre el asesinato de Cato Hammer que había concebido durante las últimas horas, albergaba serias dudas de que la pared oeste siguiera en pie. La temperatura en el hotel descendía a una velocidad inquietante. Durante las últimas veinticuatro horas habíamos vivido inmersos en un aroma de café, comida, sudor y perro. Todos los olores se habían disipado. El sentido del olfato solo percibía un frío seco y amenazador. Fuera, la temperatura era todavía de treinta grados bajo cero, algo que yo no había asimilado del todo. Me había puesto el chaquetón de plumas y había envuelto mis marchitas piernas en una manta de lana. Al hacerlo, había descubierto que se me había abierto la herida de la pierna. En el blanquísimo vendaje brotaba una flor roja que empezaba a desplazarse hacia los jirones de la pernera cortada del pantalón. Busqué otra manta con la mirada.

Y seguí pensando en Cato Hammer.

Resultaba muy curioso que lo conociera tanta gente. No me refiero a que hubieran oído hablar de él, pues ese era el caso de la mayoría de nosotros. Mientras intentaba combatir el miedo a lo que debía de haber causado el brusco descenso de la temperatura en el hotel, reparé en que casi todas las personas con que había tratado tras el accidente del tren habían admitido de buen grado algún tipo de relación con ese hombre. Cato Hammer había sido paciente del doctor Streng. Geir lo conocía de la junta directiva del club de fútbol Brann. Me había parecido que Berit Tverre se sonrojaba al hablar de las anteriores visitas del pastor al hotel. El que Roar Hanson conociera a Hammer no era, claro está, nada raro, pues eran compañeros de carrera y habían trabajado juntos.

Adrian se había limitado a mostrarse cabreado con él.

Cabreado y malhablado. Su trato a Cato Hammer había sido muy distinto al que daba a los demás ocupantes del tren.

—¡El vagón del tren!

Geir apareció ante mí. Al principio solo lo reconocí por las gafas de esquí amarillas, que le cubrían casi toda la cara; se las quitó con violencia y se apoyó sin aliento en mi silla.

—¡El vagón se ha caído!

El vagón.

Me había fijado en ese vagón cuando nos detuvimos en la estación, claro, sin saber que solo unos minutos después estaríamos sentados sobre los restos del tren descarrilado. El viejo vagón unía el hotel y el edificio de apartamentos, que al hallarse muy cerca de la vía parecían formar parte de la estación. Estaba suspendido unos tres o cuatro metros por encima del suelo, y permitía desplazarse entre los dos edificios sin tener que salir. Parecía un enorme tren de juguete, un herrumbroso recuerdo de que Finse era la única ciudad ferroviaria de verdad en todo el país, pues solo se podía llegar allí en tren. El vagón ni siquiera desentonaba con la arquitectura. Todo el complejo era en sí un gran mosaico, y el vagón suspendido constituía un divertido saludo del pueblo de Finse al Ferrocarril Nacional Noruego. Por las conversaciones que había escuchado las últimas horas, comprendí que el vagón se estaba llenando de nieve. La construcción era muy antigua, y en la pared del edificio de apartamentos podían verse grietas. No muy grandes, pero lo suficiente para que ya por la mañana hubieran despertado cierta preocupación. Una preocupación justificada.

—Entre los edificios se han ido amontonando enormes cantidades de nieve —dijo Geir sin aliento—. En realidad, el vagón no ha caído muchos metros. Ahora está inclinado oblicuamente sobre la nieve. Por el otro extremo sigue unido a la pared, y puede que la puerta del vagón siga fijada a ella. En nuestro lado ha arrancado un trozo entero de pared, con puerta y todo. ¡Por suerte no había nadie en el vagón cuando cayó!

—Sí —respondí—, la verdad es que estamos teniendo una suerte increíble en este viaje.

Me miró:

—¿Estás bien?

Asentí con un gesto de la cabeza, y añadí:

—Pero el doctor Streng tiene que verme la pierna. Está sangrando de nuevo. No creo que sea nada grave. ¿Y a ti cómo te va?

Un poco asombrado, frunció el entrecejo y enderezó la espalda. Sonrió y se tomó su tiempo para responder:

—¡A ti esto te está viniendo muy bien!

—¿Qué haréis con el agujero? —pregunté.

—Johan irá a por los polacos. Tenemos material de sobra en el sótano. Estoy seguro de que…

—¿A por los polacos? ¿Los carpinteros? ¿Con este vendaval? ¿A buscarlos a…?

Geir me colocó bien la manta. Su respiración se convirtió en un vapor transparente que me acarició el rostro en cálidas ráfagas, enfriándolo aún más. Según tenía entendido, esos carpinteros estaban en las casas que se hallaban a varios cientos de metros.

—Johan es capaz de conducir una moto de nieve en el polo sur en el mes de junio —dijo Geir—. Sabes que allí es invierno cuando…

—Ya lo sé —lo interrumpí—. Cuando aquí es verano. Pero tengo la clara impresión de que nadie pueda escapar de este lugar. ¡De que nadie puede estar fuera!

—Johan sí. No lo haría si no se viera completamente obligado. Pero
puede
. Cuando es necesario.

Empezó a levantarme los pies, con el fin de abrigarlos mejor, y le di un empujón para que se apartara.

—¿Y qué tiene ese Johan?

—Ha nacido aquí. Uno de los pocos. La leyenda cuenta que nació al aire libre durante una tormenta de invierno, y que se crió en una cueva de nieve cerca de Klemsbu. Pero todo eso son tonterías, claro. Su padre era jefe de estación y vivían en una casa estupenda. Por otra parte, es verdad que aprendió a conducir una moto de nieve antes de cumplir los cinco años. Su hermano mayor le adaptó una para que fuera físicamente posible para un chiquillo tan pequeño alcanzar el manillar, el acelerador y el freno. En la actualidad Johan vive en Ustaoset, donde dirige un centro de actividades en la naturaleza. Atrae a americanos forrados y luego les da un susto tras otro en la alta montaña. Esas cosas ahora dan dinero. Pero viene a menudo por aquí. Por fortuna, estaba aquí en el momento de la explosión. Hay restricciones muy severas en cuanto al uso de las motos de nieve, así que se ha hecho socio de la Cruz Roja para poder montar a menudo. Por cierto, tú lo conociste. ¿No lo recuerdas? Fue él quien te trajo aquí.

—Pero… ¡con este tiempo!

—Como ya te he dicho, Johan es seguramente el único hombre de Noruega, del mundo entero que yo sepa, que domina toda clase de condiciones climatológicas. Si la moto aguanta, Johan aguanta. Tiene las piernas más torcidas que un vaquero, ¿sabes? La única diferencia es que su caballo se llama Yamaha.

Había nieve en el aire.

La puerta con estrechos paneles de cristal, que separaba la escalera del grotesco agujero de la pared, estaba abierta y destrozada por el viento. Aunque yo seguía sentada junto a la puerta de la cocina, y me separaban del gran agujero la recepción, una escalera y media planta, veía y notaba copos de nieve bailando en el aire revuelto. De momento seguían derritiéndose al alcanzar el suelo.

—A lo mejor debería darse prisa —dije pensando de nuevo en Cato Hammer—. Tengo la sensación de que empieza a ser urgente.

Geir daba palmadas con las manoplas. Luego se inclinó una vez más sobre mí, con una mano en cada rueda. Por suerte, estaban puestos los frenos.

—Puede que dé esa impresión —dijo levantando las cejas—. Pero tenemos todo bajo control. Te lo puedo garantizar. Mientras la gente permanezca dentro…

La sensación de estar dentro no era especialmente fuerte.

—… nadie morirá de frío en Finse 1222. Te doy mi palabra.

Estuve a punto de creer al hombre.

2

Al final resultó que había hecho bien en creerlo.

Eran las cuatro y media. Seguía haciendo mucho frío dentro, pero al menos había dejado de nevar en la recepción. Hice un cálculo rápido y concluí que ya llevábamos más de veinticuatro horas en Finse. Casi no podía creerlo. Llevo muchos años viviendo en una larga y aburrida rutina en la que me encuentro a gusto. No sucede ni sucederá nada. Todo es predecible y todo sigue su curso. Tengo tiempo de sobra, y lo derrocho como quiero. Las últimas veinticinco horas, en cambio, habían sido tan intensas que durante mucho rato me había olvidado de lo cansada que estaba.

—¿Estás dormida? —preguntó Geir sorprendido.

Se había quitado la parte de arriba del traje de motonieve. Ahora le colgaba por las caderas. Me recordaba a Ida cuando vuelve de la guardería y sin quitarse del todo la ropa de abrigo corre hacia mí y se sube a mis rodillas para darme besitos y luego me pasea en la silla por el piso.

De nuevo me había olvidado de llamar a casa.

—No, no —contesté algo aturdida, parpadeando.

Tenía que llamar a casa ya. Sin falta.

—Han tapado el agujero —dijo Geir levantando el puño en señal de victoria—. Con madera, planchas de metal y todo lo que hemos podido encontrar. Al final, hemos embalado la instalación entera con edredones que hemos atornillado con lo que había por ahí. Hacía un frío del carajo allí arriba, y la corriente de aire nos imposibilitaba acercarnos a la pared destrozada. Además el pasillo está lleno de nieve. Y sin embargo…

Se ató a la cintura las mangas del traje.

—Sobreviviremos. Esto se calentará de nuevo. Dentro de una hora o dos, al menos será soportable.

Ya era hora. Tenía los labios entumecidos, y me dolían las mandíbulas de tanto apretar los dientes para no morderme la lengua.

—¿Y qué tal al otro lado? —pregunté—. ¿También allí han conseguido tapar los agujeros?

—Sí. Un par de hombres del tren ayudaron a dos de los chicos de la Cruz Roja y a uno de los carpinteros. Resultó más fácil por ese lado. Acabaron antes que nosotros.

Se palpó el bolsillo del pecho.

—Da gusto con Telenor. La cobertura del móvil ha sido estupenda, hemos estado en comunicación constante con el edificio de apartamentos.

Inspiré hondamente e intenté bajar los hombros. De nuevo se apoderó de mí el frío y se me tensaron todos los músculos del cuerpo. Miré a mi alrededor en busca de Magnus Streng. La herida seguía sangrando por delante de la pierna. Ni me atrevía a mirar detrás.

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