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Authors: Anne Holt

Tags: #Policíaco

BOOK: 1222
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—Debería haber hecho algo en aquel momento.

Se quedó callado.

—¿El qué? —le pregunté en el tono más indiferente posible.

—Debería haber…

De repente enderezó la espalda y se pasó el dorso de la mano por los labios. No le sirvió de mucho. Seguía teniendo una espesa secreción blanca en las comisuras de la boca.

—Fue cuando los dos trabajábamos en la Agencia de Información. Pues Cato era… —Contuvo la respiración, como si necesitara tomar impulso—. No entiendo cómo no informé sobre lo ocurrido ya entonces, por qué no hice nada. Y Margrete… No se puede vivir con algo así. Yo no podía saberlo, claro, pero parecía tan… impensable que él hiciera… Tú eres policía, ¿verdad? ¿Es verdad lo que dicen?

La Agencia de Información.

¿De qué? ¿De carne y aves? ¿De frutas y verduras?

Yo no sabía de qué estaba hablando ese hombre. Me parecía que estaba a punto de sumirse en una especie de psicosis paranoica; de repente se puso a mirar alrededor como si tuviera miedo de que alguien lo atacara. Como la gente más próxima se encontraba a varios metros de distancia y, además, estaba ruidosamente ocupada en una emocionante partida de Trivial Pursuit, todo resultaba un poco cómico. De vez en cuando se daba un fuerte golpe en el hombro magullado, como si un clavo fuera a sacarle otro clavo. Puesto que su historia no tenía ni pies ni cabeza, decidí mentir.

—Sí —dije—. Es verdad lo que dicen. Trabajo en la policía. Puedes hablar conmigo sin miedo.

—¿Crees en la venganza?

—¿Cómo?

Roar Hanson se me acercó aún más. Notaba en la cara pequeñas bocanadas de su agrio aliento. No parpadeé, sino que intenté que no desviara la mirada.

—¿Qué quieres decir? —pregunté.

—¿Opinas que es ético vengar una gran injusticia?

Mientras buscaba la respuesta que él deseaba oír, vi que Adrian se acercaba en nuestra dirección. Se había bajado tanto el gorro que no podía verle los ojos. Como hacía tiempo que me había dado cuenta de que él y Roar Hanson no se adoraban precisamente, levanté una mano para avisarle de que se mantuviera a distancia.

No sirvió de nada.

—¿Qué coño haces aquí sentado? —Adrian dio un empujón a Roar Hanson en el hombro. Y antes de que yo tuviera tiempo de protestar, el chico prosiguió—: No molestes a Hanne, ¿vale?

—Adrian —dije, severamente—. ¡No me está molestando! ¡Vete!

Era demasiado tarde. Roar Hanson se levantó despacio, como un anciano. Parpadeó un par de veces, y su cara adquirió una expresión de equilibrio y control. La sonrisa que logró esbozar era tan tensa que los dientes le desaparecieron entre los labios.

—No —me apresuré a decir—. No debes…

No me hizo caso. No le quité ojo hasta que desapareció escaleras arriba.

—¿Por qué has hecho eso? —le dije a Adrian intentando no mostrar la rabia que sentía por dentro—. ¡Es la segunda vez que interrumpes… que
te cargas
una conversación mía con ese hombre!

—Pero yo… creía que…

Hacía solo unas horas Adrian se había comportado como un niño lloroso. Cuando entró apresuradamente en la habitación para encararse con el clérigo, había recuperado algo del carácter malhumorado y agresivo con que solía disfrazarse. Ahora parecía otra vez completamente desamparado, incapaz de entender mi ingratitud.

—Pero… —tartamudeó—, pero… cre… creía…

—¿Creías? ¿Qué creías tú? ¿Que soy incapaz de defenderme por mí misma? ¿Qué tienes en contra de ese hombre? ¿Te ha hecho algo? ¿Le has hecho

algo a
él
?

Eran demasiadas preguntas para Adrian.

Se fue sin pronunciar palabra.

Cuando vuelvo la vista atrás, pienso que si el joven no hubiera venido a interrumpir la inconexa confesión de Roar Hanson tal vez se habría salvado la vida de un hombre.

Pero eso no lo sabía entonces, claro.

Y afortunadamente para Adrian, debo añadir. Estaba tan furiosa con el chico que ni siquiera me fijé adónde iba.

6 EN LA ESCALA DE BEAUFORT

BRISA FUERTE

VELOCIDAD DEL VIENTO: 10,8 − 13,8 m/s

Resulta muy trabajoso moverse en dirección contraria al viento.
La ventisca reduce la visibilidad a menos de un kilómetro.
Cuesta mucho tener la cara desprotegida durante un rato largo.
No se debe pasear con esquís por la montaña con vientos de esta intensidad o intensidades mayores.

1

Intenté dormir. Tal vez lo intentara con demasiada insistencia. Durante varias horas había estado deseando que llegara el momento de quedarme sola en la recepción. Berit me había traído un edredón y una almohada, y yo contaba con dormirme antes de medianoche, después de que los tres alemanes, muy en contra de su voluntad y prorrumpiendo en ruidosas protestas, fueron enviados a la cama por el personal. A partir de las diez no se servía alcohol. Mikkel y su pandilla se entretenían arrojando libros de bolsillo mojados en cerveza al crepitante fuego de la chimenea del Salón Azul. Antes de que tres empleados llegaran corriendo a impedírselo, tuvieron tiempo de provocar una considerable cantidad de humo gris y amargo. De inmediato se les cortó el grifo de la cerveza.

No lograba dormirme.

Estaba cómoda. El sofá tenía la dureza deseable y la anchura suficiente para que pudiera darme la vuelta sin demasiado esfuerzo. La ropa de la cama olía a cloro y a manzana. Cerré los ojos, pero las imágenes que se movían por la retina me mantenían despierta.

No solo había decidido dejar reposar el asesinato de Cato Hammer hasta que el tiempo mejorara y la policía pudiera encargarse de este sencillo, aunque trágico, caso. También había conseguido convencer a Berit, Geir y Magnus Streng de que esa suspensión temporal era lo único sensato. Convivir con un asesino era ya bastante terrible, y no convenía aumentar el peligro asustándolo sin necesidad.

Sin embargo no podía parar de pensar en el caso.

Aunque me irritaba, había empezado a pensar en Cato Hammer con una especie de benevolencia, sin entender por qué. Hacía mucho que había dejado de sentir empatía hacia las víctimas de asesinatos, solo porque hubieran sido objeto de un crimen. Me he inclinado sobre demasiados cadáveres. Me he encontrado con demasiados muertos que estando vivos se lanzaron derechos y con los ojos abiertos a la perdición: avaros, depravados y sin pensar más que en ellos mismos.

En cambio, los antecedentes de las víctimas sí pueden despertar mi compasión. Llámese el grado de culpa del propio muerto, por muy políticamente incorrecto que suene. Durante muchos años puse todo mi ser en el trabajo. El asesinato de un miembro de una banda con un montón de delitos violentos en su haber merecía exactamente el mismo esfuerzo por mi parte que el crimen de violación y asesinato perpetrado contra una niña de once años.

Pero reservaba mis sentimientos para unos pocos.

Que cada vez eran menos, debo admitir.

Cato Hammer había sido un tipo engreído, un molesto moscardón, un personaje al que jamás había soportado. En circunstancias normales habría podido aparcar al hombre y centrarme en el crimen, lo que en este caso había decidido no hacer. Y sin embargo, había algo en él. Era incapaz de olvidarme de su rostro cuando yacía en la isla de la cocina, sin alma y desnudo, aunque no literal, al menos metafóricamente. El asombro de los ojos muertos era tan genuino, la expresión de grata sorpresa tan marcada, que la idea de que Cato Hammer había visto a Dios al final de ese blanquísimo y luminoso túnel todavía me obsesionaba.

Bobadas, claro.

Sensiblerías irracionales debidas al hecho de que ya no trato con muertos. Sin duda, la visión de Cato Hammer asesinado me había afectado.

Ese hombre no había hecho daño a nadie más que a sí mismo. Al contrario que Kari Thue.

Esperaba con una asombrosa vehemencia que fuera ella la que había matado a Cato Hammer. Al pensarlo sentía una alegría cálida y avergonzada.

No había ninguna razón para sostener que Kari Thue fuera una asesina.

Pero Nefis no soporta a esa mujer.

Por lo demás, hay muy poca gente que no le guste a Nefis. Nefis es turca, lesbiana y catedrática de matemáticas, y por eso tiene una actitud pragmática ante la mayoría de las cosas de la vida. Al mismo tiempo, alberga una profunda fe infantil, una certeza de la presencia divina que lleva con ella tanto tiempo que no se deja desplazar por conocimientos o inteligencia. Es extraña, claro, y los primeros años discutíamos a veces sobre ella, porque yo tengo un gran problema con esa clase de irracionalidad. Cuando por fin me di cuenta de que en el fondo todo se debía a que Nefis había tenido una infancia digna de ser recordada, comprendí que no debía inmiscuirme.

Para Nefis, el islam es el severo amor de su padre, y el ruido de los zapatos de sus hermanos pillándola y tronchándose de risa en esa casa palacio en la que se crió. El islam son los abrazos de reproche, las lamentaciones y el perdón de su madre. La fe es para Nefis la proximidad de las tres hermanas y todo lo que es hermoso y digno; los abuelos en el campo, el olor a libros en la gran biblioteca de su padre, y las voces cantarinas de los muecines en los minaretes. Para Nefis, Alá es la fuerza que hizo que su padre la echara tanto de menos que tras más de dos años de maldiciones y rechazo, al final se dio por vencido; después de todo, una hija lesbiana es también un don de Dios, y él no sería capaz de rechazarla para siempre aunque ella amara a una mujer y, además, hubiera empezado a apreciar exquisitos vinos. El padre de Nefis tiene diecisiete nietos, pero Ida es la más pequeña y la única con los ojos azul celeste y el pelo de la abuela materna. El amor que siente por ella es infinito, y también la adoración que le rinde. Todo eso es la fe y la religión de Nefis.

Para mí, Dios es alguien que nunca me miró.

Si hubiera existido, jamás habría permitido que los primeros dieciocho años de mi vida fueran como fueron. Cuando por fin tuve fuerzas suficientes para romper del todo con mi familia, con mi neurótica, esnob, llena de prejuicios, académica y seudo religiosa, además de muy noruega, familia tampoco vi rastro del Señor. Lo único que encontré fue la resignada y triste seguridad de haber hecho lo correcto.

Romper con la familia es la libertad que más cuesta.

Equivale a romper con partes de ti mismo.

Cortar partes de ti mismo.

Kari Thue anima a esas cosas. Pisa con zapatos claveteados por terrenos delicados. Plantea a las chicas jóvenes posibilidades cuyas consecuencias no son capaces de evaluar. Para Kari Thue, el islam es una camisa de fuerza de la que hay que salir huyendo, y no cree en mujeres como mi Nefis.

Eso me pone furiosa. Pero no convertía a Kari Thue en asesina. Al menos no automáticamente.

Me retorcí en el sofá.

Ya no había razón para preocuparse por la cuestión de quién se alojaba en el piso de Trygve Norman, en la última planta del edificio de apartamentos. Tras los tremendos sucesos del día, estábamos definitivamente separados de los pasajeros del misterioso vagón especial. Berit me había asegurado que los dos hombres de la Cruz Roja se ocuparían de que nadie llegara hasta el guardia armado apostado en el pasillo oscuro y estrecho ante el apartamento acordonado.

De no ser por los dos kurdos, no me habría preocupado más de todo aquello.

Me resultaba imposible encontrar una buena postura para dormir.

Aunque aparentemente el kurdo se había resignado a no mudarse al otro edificio, yo no estaba muy convencida de su sinceridad. Me habría sentido mucho más tranquila si hubiera sabido el papel que esos dos desempeñaban en todo ese secretismo.

Si eran cazadores o guardias, quiero decir.

Debía dejar de pensar. Quería dormir.

Abrí los ojos.

Era como si el sonido del vendaval hubiera cambiado. El viento seguía furibundo y ruidoso, pero me pareció percibir que los golpes ya no llegaban con la misma fuerza y frecuencia que antes. Como no habían tapado del todo el agujero de la pared oeste, el aire del interior tenía una nueva frescura, una corriente de aire helado que no desaparecía del todo por muchas estufas y chimeneas que encendieran.

Berit había dicho que el temporal empezaría a amainar al día siguiente por la noche, tal vez ya por la tarde. Me dio la impresión de que el cambio ya había empezado. Intenté escuchar el monótono ruido del vendaval, como si de una canción de cuna se tratara, una canción que contara cómo todo iría mejor y acabaría bien.

Pensé en Ida, y me dormí.

Justo antes de dormirme, noté que Adrian volvía. Se tumbó en el alféizar y se tapó con una manta, como la noche anterior. No me quedaban fuerzas para hablarle.

2

—¡
Hanne! ¡Despierta
!

No sabía dónde estaba. Hacía mucho tiempo que no dormía tan profundamente. El viaje desde el reino de los sueños fue largo y tortuoso, y durante varios segundos intenté enfocar al hombre que estaba en cuclillas con una mano en mi hombro, susurrando:

—¡Tienes que despertarte!

—¿Qué pasa? —murmuré por fin—. ¿Qué hora es?

—Las tres. Son casi las tres.

—Estoy durmiendo.

—Roar Hanson ha desaparecido.

Intenté incorporarme. Por suerte, Geir había aprendido la lección y no intentó ayudarme, aunque yo debía de parecer bastante atolondrada.

—Roar Hanson —repetí mecánicamente—. ¿Qué quieres decir con que ha desaparecido?

Por fin había logrado incorporarme. Geir se sentó en el sofá en que yo estaba acostada, y se inclinó hacia delante.

—Comparte habitación con Sebastian Robeck.

—Seb… ¿De quién estás hablando?

Volví a tumbarme sobre las almohadas. Ahora que al fin me había agarrado de verdad el sueño no quería soltarme.

—Da igual quién sea. Simplemente es un tío de esa comisión. Compartían habitación. Pero cuando Sebastian Robeck se levantó a mear hace media hora, descubrió que la cama de Roar Hanson estaba vacía. Nadie ha dormido en ella. Roar no llegó a acostarse.

—En otra habitación —murmuré—. Se habrá acostado en una habitación para él solo. Tras la caída del vagón, han quedado libres algunas habitaciones.

—Eso es lo que yo sugerí también. Pero ese tío, ese Sebastian dijo algo que…

Agité las manos para que se apartara un poco hacia atrás. Tenía la lengua seca y entumecida, y busqué un chicle en mi chaquetón.

—¿Qué dijo? —pregunté en voz baja mientras me frotaba los ojos con ambas manos—. Por cierto, ¿está dormido Adrian?

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