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Authors: Anne Holt

Tags: #Policíaco

BOOK: 1222
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Por suerte había otras cosas.

De repente pude oír de nuevo: un estallido ligero y sordo de algo blando y compacto que cayó al suelo. Aunque todo lo que más tarde he leído sobre perros de presa y su comportamiento indica que el perro no debería haberse distraído ni un momento, este sí lo hizo. No apartó la mirada de mí, pero al girar levemente la cabeza perdió el ritmo y resbaló sin caerse del todo.

Lo único que yo deseaba en ese momento era poder usar las piernas. Comprendí que solo podría defenderme levantando los pies y pataleando en el momento en que el perro diera el último salto. Si el animal se me acercaba a la cara, estaba perdida. Por lo tanto, puse toda mi concentración y fuerza en esa tarea imposible: levantar las rodillas y estirar las piernas delante de mí en el momento preciso.

No ocurrió ningún milagro.

Yo seguía siendo paralítica, tal y cómo seré hasta el día que me muera.

Y no podía entender de dónde había salido Mikkel.

Estaba tumbado a un metro de mí, y tenía la bestia debajo. Con el brazo derecho le agarraba el cuello, y tenía el codo arqueado sobre la laringe. La izquierda, cerrada en un puño para evitar las fauces del animal, apretaba el hocico hacia arriba con gran fuerza; entonces Mikkel hizo un movimiento repentino y violento. Las cervicales del perro se rompieron con un crujido como de carne. Las patas arañaron con espasmos el suelo un par de veces y por fin Mikkel se levantó, tocó el cadáver con el pie y murmuró:

—Perro de mierda.

Yo incliné el cuerpo hacia la izquierda y vomité.

El chico no hizo ademán de ayudarme. No me ofreció agua, ni me preguntó si podía hacer algo por mí. Al parecer, pensaba dejar el perro donde estaba, pero se volvió a medias y dijo:

—Creo que el pájaro se ha roto. Tuve que saltar por encima del mostrador y lo tiré.

Se subió un poco la cintura del pantalón y se fue.

En el suelo de la recepción yacía un pájaro invernal destrozado; un triste montón de desaliñadas plumas blancas. Era el amigo del cuervo disecado que seguía con las alas abiertas y los ojos muertos contemplando la habitación. El sonido que distrajo al perro debía de haberse producido cuando el pájaro cayó al suelo. Me pareció extraño que yo solo hubiese oído ese golpe suave en vez del vendaval o a Mikkel. Me pregunté qué estaría ese joven haciendo al otro lado del mostrador, donde solo tenía acceso el personal, escondido a primera hora de la mañana y sin delatar su presencia.

Pero en ese momento no tenía fuerzas para pensar.

Mikkel, el chico del pañuelo en la cabeza, me había salvado la vida.

Berit llegó corriendo. Al ver el cadáver del perro, se detuvo en seco y se llevó las manos a la cabeza. En ese momento me di cuenta de que estaba llorando. Probablemente no de compasión por esa bestia amarilla con el hocico manchado de sangre y espumarajos en los gruesos y relucientes morros.

3

Habían encontrado a Roar Hanson tras la tercera puerta que abrieron en su búsqueda. Por suerte Berit estaba presente, porque era la única que sabía que ese apartado cuarto del sótano servía de guarida provisional para el rabioso perro del tren. Su dueño, un hombre de unos cuarenta años, que desde el accidente se había mantenido bastante alejado de los demás, solía visitar al animal cada dos horas. Él mismo se había ocupado de la limpieza del cuarto, y según Berit, parecía un tipo responsable y decente. El perro se quedaba encerrado solo toda la noche, desde que su dueño se acostaba hasta que se levantaba.

Por suerte, aún no se había levantado.

Roar Hanson estaba muerto, pero no era el pitbull el que lo había matado. Aunque por un momento pudiera parecer que sí.

4

Al menos, habíamos aprendido algo. El cuerpo de Roar Hanson no fue trasladado a la cocina, ni al almacén de víveres o a otros lugares donde la gente pudiera verlo. Por el momento, el muerto yacía envuelto en una lona, cubierta a su vez de hielo y nieve, en un cuarto cerrado con llave y con un candado añadido, unas cuantas puertas más allá del lugar donde había sido encontrado. A ese mismo cuarto habían transportado también, al abrigo de la oscuridad de la noche, el cuerpo de Cato Hammer. Habían retirado el cadáver del perro de la recepción, y no me había interesado saber adónde lo llevaban. Habían limpiado y ordenado el cuarto en que había estado encerrado junto al cadáver del clérigo. El dueño del perro tenía su propia llave. Ya que iba a llevarse un buen susto por no encontrar al perro en el lugar, al menos no se encontraría con un cuarto vacío manchado de sangre y papel de periódico roto.

Yo seguía mareada y con malestar general.

—Creo sinceramente que nos encontramos en un cuento de Roald Dahl —dijo Magnus Streng, que parecía agitado, casi eufórico—. He examinado a fondo el cadáver, ya lo creo…

Inspiró y dejó salir el aire lentamente por el gran hueco entre sus dientes incisivos. El diminuto cuarto se llenó del silbido bajo y zumbante.

Berit Tverre nos había dejado usar el despacho contiguo a la recepción. Según tenía entendido, el cocinero se había negado a que se empleara otra vez la cocina. No se lo reprochaba. El olor rancio a cuerpos sin lavar era realmente desagradable en ese pequeño cuarto donde se amontonaban de forma caótica tres escritorios, varias máquinas de oficina, estantes y carpetas archivadoras. Aunque muy pocos pasajeros habían logrado traer del tren ropa y artículos de aseo, para la mayoría no debería ser imposible mantenerse limpios. Era como si todos nos hubiéramos dejado engañar por el tópico según el cual en alta montaña está permitido apestar.

Magnus Streng agitaba los brazos entusiasmado. En su camisa se veían grandes cercos de sudor enmarcados por una corona de sal corporal seca y gris.

—¡Fascinante! —gritó aplaudiendo—. ¡Un relato vivo!

Yo debía de ser la única persona que entendía lo que quería decir, a pesar de que también era la única que no había visto el cadáver de Roar Hanson.

Berit nos había conseguido una pizarra de papel. Magnus Streng buscó una hoja limpia y dibujó una persona adulta con tanta rapidez que el rotulador chirriaba sobre el papel. Hizo el torso demasiado grande y casi no dejó sitio para las piernas.

—En cualquier caso los pies del hombre son poco interesantes —dijo al tiempo que dibujaba un círculo en el estómago de la figura, justo debajo de las costillas y encima del ombligo—. ¡Aquí, debemos centrarnos en esta parte! Sabéis que… —Puso el tapón al rotulador para usarlo como un puntero, tan ancho y corto como él mismo—. El perro solo ha lamido el cadáver. Lo ha limpiado lamiéndolo, por así decirlo. No es que yo sepa nada de perros… —sonrió, casi coqueto—, pero algo sí he leído. El
canis familiaris
es un ser fascinante. Un perro domesticado, sí, pero sigue teniendo mucho de lobo. A distintos niveles, claro, pero este ejemplar de la especie pitbull es como se sabe un perro de presa.

—El dueño dice que era un perro mestizo —lo interrumpió Berit.

—Cruzado, pitbull… solo una prueba de ADN puede señalar la diferencia. Este era tan grande que yo me atrevo a insistir en lo dicho. —Golpeó el rotulador contra el papel—. Los perros de presa son perros de pelea. Son irascibles. Muy irascibles. Un cuerpo fuerte, unas mandíbulas inmensamente poderosas. Sin embargo, de vez en cuando vemos fotos muy tiernas de estos perros cuidando pacientemente de niños pequeños, ¡incluso recién nacidos! ¡Niños que tiran de la oreja de su perro y que aun así están tan seguros como en el regazo de su madre!

Miró a todos los presentes, uno por uno, para confirmar que habían visto fotografías de ese tipo. No obtuvo respuesta.

—Estos perros constituyen ante todo un peligro para otros
perros
, lo que pudimos comprobar al llegar al hotel. Cuando los animales más pacíficos vieron a esa bestia amarilla mostrarles los dientes, sintieron pánico.

—¿Dónde quieres ir a parar con este discurso?

Geir puso cara de descontento. Tenía las patas de gallo más pronunciadas que antes, y barba de tres días.

—Si el perro no mató a Roar Hanson, ¿por qué perdemos el tiempo hablando de él?

—Ten paciencia —dijo Magnus Streng amablemente—. Estoy intentando trazar una línea del tiempo. Y para hacerlo, hay que entender lo que realmente sucedió. De hecho, tú puedes ayudarme en este punto.

—¿Yo?

—Sí. ¿Qué hiciste al abrir la puerta?

—¿Del cuarto donde se encontraba Roar Hanson?

—Sí.

—Yo… —Geir miró a Berit. La mujer se encogió de hombros—. Berit me dijo que el perro parecía peligroso y que tuviera cuidado. Luego entreabrí la puerta. Un milímetro. Vi a Roar Hanson. Yacía sin vida en el suelo, y enseguida supe que estaba muerto. Nadie se acuesta en…

—¿Y el perro?

—¿El perro? Gruñó y metió el hocico en la rendija de la puerta. Para salir, supongo.

—Y tuviste miedo —dijo Magnus. Geir frunció el ceño y lo miró sin entender—. Estaba asustado, ¿verdad?

El médico se dirigía a Berit. Ella intentó ocultar una sonrisa, pero no dijo nada.

—Ladraba de un modo horrible —exclamó Geir—. ¡Enseñaba los dientes!

—¿Y qué hiciste?

—Como estaba convencido de que esa maldita bestia… ¡Tenía manchas de sangre, joder! ¡Creía que había matado a Hanson! ¡Estaba aterrado!

—Lo comprendo —dijo Magnus en tono tranquilizador—. Pero ¿qué
hiciste
?

—Abrió la puerta —dijo Berit lentamente—. Cuando el perro quiso salir, Geir le pegó una patada. Una patada muy fuerte. Le crujieron los huesos.

—Ajá —dijo Magnus levantando el dedo índice—. ¡Le cambiaste el chip a la bestia! Con tu certero golpe conseguiste… —Se interrumpió a sí mismo y miró a Berit—. ¿Sabes cómo se llamaba el perro?

—Muffe.

Seguramente estaba demasiado cansada, porque me eché a reír. Los demás me miraron como si no estuviera bien de la cabeza.

—Muffe —repetí, incapaz de dejar de sonreír—. ¡Un pitbull!

—Pero era un buen perro —dijo Magnus encendido—. ¡Muffe no era en absoluto peligroso! Al menos no para las personas. Estamos ante uno de los parientes más cercanos del lobo, se pasa varias horas en compañía de un cadáver, ¡y no se sirve! Le lame la sangre, se tumba a su lado y se mancha aún más de sangre. Pero ¡no come! Era un animal amigo del hombre, nuestro pequeño Muffe.

—Tal vez estuviera lleno —dijo Geir en un tono agrio.

—Tal vez. Pero ocurre que cuando tú le alcanzas con tu certero golpe se le acaba la paciencia, ya en un principio bastante reducida. El animal se asusta, se enfada, le duele el golpe, le duele muchísimo, pero en lugar de atacar, que es su verdadero instinto, se larga. Arriba, en la recepción, el perro ve a Hanne. Si el animal hubiese perdido los estribos por completo te habría saltado al cuello… —Me hizo un gesto con la cabeza antes de volverse de nuevo hacia la pizarra—. No podemos saberlo. Quizá Muffe solo buscara consuelo.

—No daba esa impresión —murmuré.

—Al grano —dijo Geir, que cada vez estaba de peor humor.

—Esto —dijo Magnus, apretando el rotulador contra el círculo rojo del dibujo—, esto es un profundo corte causado por un arma asesina con la que, a decir verdad, nunca me he topado. Desde luego no lo causó un perro. El orificio de entrada es, como vemos… —de repente pareció caer en la cuenta de que nosotros no podíamos ver más que un dibujo chapucero— o mejor dicho: después de haber examinado al muerto puedo deciros… —prosiguió Magnus— que el orificio de entrada es relativamente grande. De hecho, unos siete, ocho o nueve centímetros. Luego, más adentro, la lesión se reduce. De forma cónica. El hígado reventó. Es un órgano con mucha sangre. Y si revienta, la situación se vuelve crítica.

Se puso muy serio, antes de recuperar su entusiasmo:

—Claro que no puedo estar completamente seguro, pues la patología no es en absoluto mi especialidad. Además, las vísceras tienen, como se sabe, la irritante capacidad de moverse. Y sin embargo, todo indica que el arma asesina tiene esta forma.

Buscó una hoja nueva y dibujó una pirámide.

Una pirámide muy puntiaguda.

—Una lanza —sugirió Geir.

—¡No, no, no! La razón por la que puedo decir con relativa seguridad que el arma tenía esta forma es que le di la vuelta al cadáver. Y encontré…

De repente arrancó la hoja en la que había dibujado un hombre. Primero la levantó para que la viera todo el mundo, luego se la alcanzó a Berit, con el lado en blanco hacia ella. A través de la hoja se transparentaban débilmente los trazos de rotulador rojo y podía verse el agujero dibujado en la zona del estómago, encima del ombligo y justo debajo de las costillas a la derecha.

—Estamos viendo la espalda del hombre —dijo Magnus muy serio—. Encontré una lesión. Aquí. —El rotulador señalaba más o menos el centro del círculo—. Como vemos, el arma no atravesó el cuerpo del todo. Faltaban unos milímetros. La hemorragia en este lado indica que el objeto es puntiagudo, pero fino.

—Por no decir cortante —intervine.

—Justo. Cortante y fino.

—Pero ¿qué demonios es? —preguntó Berit señalando el dibujo del arma imaginada.

—No lo sé —contestó Magnus—. Tengo una teoría, pero no puedo saberlo.

—¿Dijiste… algo relacionado con Roald Dahl?

—Pero en este caso no se trata de una pierna de cordero —comenté.

—No.

—Puede que te rompa los nervios —dijo Geir resignado—, pero tengo que preguntarte: ¿
pierna de cordero
?

—Es un relato —me apresuré a decir—. Sobre una mujer que mata a su marido dándole un golpe en la cabeza con una pierna de cordero congelada. Llega la policía, y mientras buscan el arma asesina, ella la mete en el horno y se la sirve a los agentes. Simplemente se la comen. Y no descubren a la mujer.

—Pero ¿qué tiene…?

—Es un carámbano —dijo Berit despacio, señalando hacia el dibujo.

—¡Sí! ¡

!

Magnus levantó el puño.

—¡Genial! ¡Un arma homicida que desaparece
derritiéndose
!

—No puedes saberlo —dije.

—No, no puedo saberlo. Ya lo he dicho antes. No es más que una teoría. Pero al igual que otras teorías, puede considerarse probable si no se encuentra ninguna otra explicación, y las demás circunstancias la apoyan. Que yo sepa, nadie en este hotel ha encontrado algo parecido a esto.

Dio un puñetazo al dibujo.

—Pero tampoco hemos buscado —protestó Geir; estaba de muy mal humor, y parecía querer acabar la reunión cuanto antes—. Además, estoy hambriento. Y sediento. Y cansado.

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