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Authors: Anne Holt

Tags: #Policíaco

1222 (15 page)

BOOK: 1222
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El médico no se veía por ninguna parte.

—Ven aquí —dijo Geir haciéndome gestos para que lo siguiera.

—¿Qué quieres?

—Ven aquí.

Era evidente que el frío me molestaba más a mí que a los demás. Sangraba, y además llevaba mucho rato sentada sin moverme. Es probable que incluso me hubiese quedado dormida. A lo mejor no era ninguna tontería seguir a Geir. El hombre se dirigió hacia la entrada y abrió la puerta de un pequeño pasillo, para luego ayudarme a continuar hasta el porche de la entrada. La tienda, que estaba a la izquierda bajando por una pequeña escalera, no tendría más de veinticinco metros cuadrados, y estaba hasta los topes de gente que no sabía muy bien qué comprar. Se me ocurrió que aquella escena era un curioso símbolo de la cultura occidental; todos habíamos tenido la muerte a un paso, y de inmediato buscábamos consuelo en encontrar algo que comprar. Una chica rubia y de aspecto muy noruego estaba sentada detrás de la caja, sonriendo. Era, por lo que pude ver, la única persona presente que encontraba alguna razón para estar de buen humor. Por lo demás, reinaba el silencio, un silencio opresivo, angustioso y tenso, exactamente como el que reinaba entre la gente que poco a poco se había ido sentando en la recepción al enterarse de que el daño de la pared oeste podía ser reparado.

Adrian y Veronica miraban las gafas de sol de un expositor. El chico tenía cara de haber llorado, y cuando levantó la cabeza y me vio, cogió rápidamente un par de gafas oscuras y se las puso. Roar Hanson estaba muy cerca de él, manoseando un par de calcetines de deporte color naranja, y ni siquiera levantó la cabeza cuando intenté saludarlo.

—Detrás de esta puerta… —dijo Geir, golpeando la puerta exterior— dejaremos que la nieve tape el acceso. Incluso Johan dice que no merece la pena malgastar esfuerzos en mantenerlo despejado. Cuesta demasiado. Como él es el único capaz de estar fuera con estas temperaturas, dejaremos que la nieve lo cubra.

—Incendio —dije.

—¿Incendio?

—¿Qué haremos en caso de incendio?

—Saltaremos de una ventana de más arriba. Quitaremos el aislamiento que hemos puesto donde estaba el vagón. Algo así. Pero no habrá ningún incendio. Los riesgos a los que estamos expuestos tienen un límite.

Esbozó una débil sonrisa.

—¿Habéis contado —pregunté cuando él, sin que yo se lo pidiera, me ayudó a meter la silla en la recepción— cuántos somos ahora?

—Cada vez somos menos —respondió Geir intentando hacerse el gracioso. Me empujó dentro de la habitación—. Cuando el vagón cayó, había setenta y nueve personas en el edificio de apartamentos. En todo el complejo éramos ciento noventa y seis, supongo.

—Ciento noventa y cuatro —le corregí—. Tienes que restar a Elias Grav y a Cato Hammer.

—Correcto. Y añadir a cuatro carpinteros. Uno de ellos en el otro edificio. Tres aquí. Entonces en total somos…

—Ciento dieciocho —dije—. Quedamos ciento dieciocho personas en el hotel.

Kari Thue había reunido una pequeña corte a su alrededor en un extremo de la mesa. La conversación se detuvo repentinamente cuando Geir y yo nos acercarnos. En ese momento anhelé que esa mujer hubiera visto cumplido su deseo a tiempo. Que se hubiera llevado a sus súbditos al edificio de apartamentos y se hubiese quedado allí.

Veinticuatro horas antes éramos doscientas sesenta y nueve personas en un tren. Luego nos convertimos en ciento noventa y seis. Fallecieron dos hombres y quedábamos ciento noventa y cuatro. Ya solo quedábamos ciento dieciocho.

De repente me acordé de los
Diez negritos
.

Intenté librarme a toda prisa de ese pensamiento.

Diez negritos
es una historia que no acaba muy bien.

3

—Seguramente ha sido el susto… —dijo Magnus Streng con cara de satisfacción mientras devoraba un gran trozo de salmón— lo que te hizo sangrar de nuevo. Tal vez te has dado contra algo… En todo caso… —Levantó el cuchillo, que pareció un signo de exclamación encima del plato—. ¡No pasa nada! ¡Estarás muy bien!

Eran las ocho y media de la noche, y yo no me sentía nada bien. Tenía tanto sueño que me resultaba difícil concentrarme en algo que no fuera la comida. El olor de mi propio cuerpo había empezado a molestarme. Mi único consuelo era que había otros que olían igual de mal. Lo cual resultaba más criticable en su caso que en el mío, pues tenían acceso a las duchas y al agua caliente. Por otra parte, había otras cosas en que pensar que en la higiene personal.

—He de decir… —añadió Magnus Streng mojando un trozo de pan en la salsa— que el nivel de la cocina aquí es bastante bueno. Este pescado tiene que haber estado congelado, y sin embargo está delicioso. ¿Sabéis que mientras sucedía eso tan terrible del vagón, nuestro amigo el cocinero y sus fieles compañeros de la cocina estuvieron haciendo pan? ¡Haciendo pan! A eso lo llamo yo un profesional entregado.

Se rió y se metió en la boca el último trozo de pan, antes de vaciar la copa de vino tinto de un trago.

La temperatura había vuelto a ser soportable. Seguramente no había más de quince grados, pero en comparación con el frío que había hecho durante las horas posteriores a la caída del vagón, ahora me parecía disfrutar de un calor tropical. Por primera vez había claudicado y había accedido a bajar al comedor por la escalera. Geir había insistido. Johan lo había ayudado a bajar mi silla por los tres escalones antes de que yo tuviese tiempo de reunir fuerzas para protestar. Tal vez estaba demasiado cansada. Tal vez en el fondo me apetecía bajar. Sentarme a una mesa. Comer de una manera normal, en compañía de otras personas.

Y había llamado a casa.

No dije gran cosa, pero llamé.

Nefis se alegró.

Los amigos de Nefis no han entendido nunca cómo puede aguantarme.

De vez en cuando los veo, claro está. Nefis los invita a casa. Organiza cenas. También celebra las navidades con tanta ostentación que es fácil olvidar que es musulmana. La última Nochebuena éramos tantos en torno a la mesa extravagantemente decorada que la escena recordaba a un plano de
Fanny y Alexander
. Yo puedo convivir con ello. Apenas abro la boca, y hace ya tiempo que los amigos de Nefis dejaron de dirigirse a mí excepto para decirme lo indispensable, frases vacías. Pero estoy allí. Sentada presidiendo la mesa, escuchando, comiendo y mirando a Nefis, viendo lo feliz que está. Siempre me voy pronto a la cama. Cuando me duermo con el murmullo de las conversaciones procedentes el comedor, sé que los amigos de Nefis no entienden lo que esta ve en mí.

Creo que yo sí lo sé; nunca dudo.

Desde el día que la conocí en una terraza de Verona, cuando yo huía de una tristeza que creía que me costaría la vida, no he tenido ninguna duda sobre Nefis y yo. Cuando unos años más tarde recibí una bala en la espalda y perdí la movilidad, y solo tenía fuerzas para rechazar a los pocos amigos que me quedaban, retuve a Nefis. Era a ella a quien quería tener junto a mi cama del hospital. Ella era la única persona a la que permitía ir a verme al centro de rehabilitación Sunnaas, donde en vano intentaba recuperar cierta movilidad; solo con ella quería regresar a casa.

Hace cuatro años, a finales del invierno me despertó en plena noche. Era mi primer permiso del hospital, dos meses después del accidente. Habíamos tenido una velada muy bonita. Ahora ella lloraba en silencio y llena de culpabilidad. Estaba embarazada. Desde la primera noche que estuvimos juntas yo me había opuesto a tener hijos una y otra vez, y le había explicado que no quería cargar a un niño con una madre como yo. Nadie debe tener una madre como yo, y desde entonces no hubo ni sombra de duda: no tendríamos hijos.

Pero resultó que sí.

Aquella noche me limité a sonreír en la oscuridad.

Creo que le di las gracias. Me resultaba imposible dormir. Nunca me he sentido tan feliz.

Nunca dudo de Nefis, Ida y yo. En tiempos como los que corren, tal vez no esté mal.

Las echaba de menos a las dos.

La añoranza es un sentimiento que he conocido muy poco. Salvo cuando era niña y añoraba tantas cosas que nunca sabía realmente qué. Esta añoranza era distinta, como un hueco dulce y cálido en el estómago que casi me hacía sonreír.

—Parece que vas a quedarte dormida con la comida en la boca —dijo Berit.

—Tampoco es para tanto —murmuré.

—Café —dijo Geir colocándome delante una taza de café. Ni me había dado cuenta de que se había ausentado—. Bebe. Quema.

Rodeé la taza con las manos. El calor me hizo bien. Soplé con cuidado y bebí.

Roar Hanson me había estado mirando de reojo durante toda la comida. Estaba sentado con sus colegas de la comisión de la Iglesia estatal dos mesas más allá de nosotros en el comedor. Cada vez que yo le devolvía la mirada, él bajaba la suya. Para mis adentros maldije a Magnus Streng, que se había empeñado en sacar a relucir mi pasado policial la primera vez que me trató. Si no lo hubiera hecho, me lo habría ahorrado todo. Las preguntas. Las preocupaciones. Y esa molesta curiosidad por lo que Roar quería contarme. No me cabía ninguna duda de que quería confesarme algo.

Veronica y Adrian eran ya inseparables. Habían intentado en vano buscar una mesa para ellos solos, pero como había que aprovechar todas las sillas y habrían tenido que sentarse con otros, se habían llevado sus platos a la recepción. Yo no había intercambiado palabra alguna con el chico desde la caída del vagón. Resultaba evidente que estaba avergonzado, y yo me sentía demasiado agotada para convencerlo de lo contrario.

Muchos habían intentado sentarse a la mesa de Kari Thue. Aunque se llenó en cuanto ella la ocupó, más personas arrastraron sus sillas hasta allí y se pusieron los platos sobre las rodillas. Solo podía adivinar su tema de conversación. Hablaban en voz baja, y todos dejaron de mirarnos deliberadamente. Berit se encogió de hombros y dejó los cubiertos en la mesa.

—No creo que Kari vuelva a intentar nada.

—No estés tan segura de ello —dije—. Aunque ya no puede buscar refugio en ningún apartamento, no descarto que exija que se encierre a alguno de nosotros.

—Una persona inteligente, esta Kari Thue. Muy inteligente. —Magnus Streng volvió a llenarse la copa casi hasta arriba—. Pero no está muy bien de la cabeza —añadió, levantando la copa para brindar—. Una combinación bastante peligrosa, diría yo. He visto esa película suya,
Líbranos del mal
. Fascinante. ¿Y tú, Hanne? ¿La has visto?

—No.

—Por desgracia es buena. Aparentemente muy fiable. Muy poco Michael Moore, por así decirlo. El problema es… —sonrió ampliamente cuando le pusieron delante el postre— que la película está desprovista de ética, tanto en su método como en su contenido.

Yo no me sentía en forma para una conversación de ese tipo.

—No creo que te apetezca seguir hablando de esto —dijo Magnus Streng, llamando a uno de los camareros—. ¿Sería posible repetir de esta maravillosa salsa de fresón?

Se palpó el estómago y volvió a coger la cuchara.

—¿Sabéis…? Las personas como yo no damos miedo a la gente. Ni mucho menos. Que yo recuerde, sobre todo encuentro… curiosidad. Silencio también, claro. Cuando era niño podía resultar complicado ese silencio que se posaba como una tapadera de cristal sobre mí cada vez que me movía fuera de mi esfera habitual. A veces me sentía como un queso en una quesera. No es que nunca haya olido como uno… —Esbozó una sonrisa seca y prosiguió—: ¡Curiosidad silenciosa! Eso es lo que la mayoría siente al descubrir a alguien como yo.

La servilleta que había metido en el cuello de la camisa estaba a punto de caérsele. Volvió a ponerla en su lugar, y me miró ladeando la cabeza.

—Y repugnancia. Algunas veces repugnancia.

Seguramente debería haber protestado.

—Pero miedo no —se apresuró a añadir—. Animosidad no, y desde luego, nunca miedo. Excepto, claro, el miedo a tener un hijo como nosotros. ¿Y sabéis por qué?

Nadie se sintió tentado a adivinarlo.

—No somos suficientes como para dar miedo a nadie —dijo despacio, acentuando cada palabra—. La gente de baja estatura no constituimos ninguna amenaza. Así de simple. En la medida en que sigamos existiendo, claro. Como sabemos, hay métodos para eliminarnos mucho antes de que la mayoría política de nuestro país nos considere seres con alma…

Sin duda, alguien de nosotros debería haber dicho algo.

—De manera que pronto seremos, supongo, un fenómeno para los libros de historia. No una amenaza. En cambio, nuestros amigos allí…

Hizo un gesto señalando a la mujer del hiyab y a su acompañante. Eran los únicos que tenían una mesa de cuatro para ellos solos. Se comieron todo lo que les pusieron delante sin mediar palabra, ni entre ellos ni con el camarero.

—Una pareja muy hermosa —dijo Magnus Streng con una sonrisa—. Un aspecto normal, en todos los sentidos. Un poco de pigmentación, una prenda exótica en la cabeza, y otro nombre de Dios, eso es lo único que los diferencia de nosotros en realidad. Pero es suficiente. ¿Y por qué?

Ninguno de nosotros le contestó.

—Porque son muchos. ¡Porque cada vez hay más a nuestro alrededor! El miedo, damas y caballeros, es a menudo una cuestión de cantidad, de la misma manera que ninguno de nosotros tenemos miedo al ver zumbar una abeja, pero nos entra pánico cuando llega el enjambre.

—Bueno, sin duda un enjambre es mucho más peligroso que una abeja —murmuró Geir.

—¡No necesariamente!

Magnus Streng se inclinó hacia delante.

—Pregúntale a un apicultor. Dirígete a la voz de la experiencia. ¡
Pregúntale a un apicultor
!

A mí me costaba ver el parecido entre una abeja y un musulmán, y me llené el vaso de agua.

—Lo peor… —prosiguió Magnus Streng encendido— es que si empezamos a tener miedo del enjambre, ¡miramos con sospecha a cada abeja que se nos acerca! Y si tenemos miedo a las abejas, acabaremos por tener miedo a cada bicho zumbante y volador de nuestra fauna. Y eso, amigos, es lo que se llama colectivismo. Es un asunto peligroso. Creo que Kari Thue, a la que veis allí sentada, es una mujer a la que le han picado un par de veces. Kari Thue es una mujer asustada.

La miró con algo parecido a la compasión.

—¡Tengo que hablar contigo!

Casi di un brinco del susto. El hombre de negocios cuyo nombre era incapaz de recordar se inclinó sobre Johan. Aquel hombre seguía pegado a su portátil. Me pregunté si se lo llevaba a la cama. Lucía una media melena rubia y espesa con mechas caras que habría resultado bonita si no hubiera sido demasiado viejo para esas cursilerías, y además, obeso. La combinación de piel lisa, papada muy marcada y ese peinado juvenil le confería un aspecto blando, casi femenino. Y si pretendía que los demás no oyésemos lo que decía, estaba equivocado. Susurró tan alto que pudo oírsele sin problemas a varias mesas de distancia.

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