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Authors: Anne Holt

Tags: #Policíaco

1222 (21 page)

BOOK: 1222
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Berit trepó hasta el alféizar. Como me era imposible ver lo que ella estaba viendo, intenté leer su rostro. No expresó nada hasta que cerró los ojos, inspiró y preguntó:

—¿Por qué crees que se trata de Steinar Aass?

Geir subió y se colocó a su lado. Tuvo que agacharse, porque la ventana no era lo bastante alta para él.

—Hay un hombre tendido en la nieve —dijo sin mirarme—. Da la impresión de haber pretendido saltar a los grandes montones de nieve a unos metros de la pared. Y ha fracasado, claro. Se ha deslizado hacia abajo. El hombre está en parte cubierto de nieve, pero como yace justo donde el viento sopla con más fuerza, todavía podemos verlo.

—¿Está muerto?

Una pregunta innecesaria.

—Más bien.

—¿Cómo puedes saber que se trata de Steinar Aass? —repitió Berit—. Está bocabajo y… Y, por cierto, ¿de dónde ha sacado esa ropa? ¿No es…? ¡Es el mono de Johan!

—El mono de la moto de nieve estaba colgado en el cuarto de secar la ropa —dijo Geir—. Steinar Aass debió de cogerlo. El casco, las gafas y también las botas.

—De manera que no se trata de un suicidio —intervine.

Todos se volvieron a mirarme al mismo tiempo.

Nadie se viste de explorador polar si su intención es morir congelado. Y en cuanto a la altura, no era tanta como para matarse. Aparte de que la nieve amortiguaría la caída. Pero aún no has contestado a la pregunta de Berit. ¿Cómo puedes saber que se trata de…?

—Mira lo que tiene en la espalda —interrumpió Geir.

—Bueno, a mí me resulta un pelín complicado…

—Un ordenador —señaló Berit—. Ese maldito portátil que siempre llevaba encima. Cuando llegó del tren, me fijé en su bolsa. Una de esas que con dos movimientos se convierten en mochila. —Apoyó la frente en el cristal de la ventana y se quedó mirando con los ojos entornados—. Una bandera brasileña en la tapa —murmuró—. Tienes razón. Es Steinar Aass. Pero ¿qué demonios pretendía hacer? ¿Por qué diablos iba…? —La voz se le quebró.

—Iba a fugarse —concluí secamente.

—¿Fugarse? ¿
Fugarse
? ¿Sabía conducir una moto de nieve? ¿Sabía dónde estaba la moto? ¿No sabía que tardaría horas en excavar una zanja para…?

—Es lo que se llama «hybris» —dije—. Orgullo desmesurado. Una característica muy típica de gente como Steinar Aass. Además, debía de jugarse mucho. Muchísimo. Si se quedaba aquí perdería demasiado. Por lo que los periódicos cuentan de este hombre, estaba metido en un verdadero lío.

Yo no sabía en ese momento cuánta razón llevaba. Solo unas semanas más tarde, varios socios de Steinar Aass serían arrestados en el transcurso de una extraordinaria acción policial en Natal, Brasil. Les esperaba un larguísimo proceso judicial y una estancia aún más larga en la cárcel en unas condiciones que en comparación nuestra cárcel nacional de Ullersmo parecería un hotel de cinco estrellas. Una semana después de las redadas que se llevaron a cabo tanto en Noruega como en Brasil, el jefe de la investigación policial noruega mencionó de pasada a Steinar Aass en una entrevista.

Teníamos preguntas concretas para otro noruego que podría habernos proporcionado más información sobre un importante caso de evasión de capitales que ahora estamos investigando. Pero esa persona murió en trágicas circunstancias en la catástrofe de Finse. Hoy su caso se considera de escaso interés para la policía. Sorprendentemente, los guardianes de la ley habían tenido en consideración a los familiares del difunto; en este caso, una esposa brasileña y cuatro niños huérfanos menores de diez años.

Pero el 16 de febrero no sabíamos nada de todo eso, claro está.

En lo único que pensaba entonces era en el hecho de que hubiera muerto alguien más, y encima antes de que el asesinato de Roar Hanson se diera a conocer. Geir y Berit se bajaron del alféizar y se colocaron ante mí; callados, abatidos y con tantas preguntas que no sabían por dónde empezar.

—Dejadlo donde está —dije—. Esperemos que la nieve lo cubra antes de que alguien descubra el cuerpo. Al fin y al cabo, hay que subirse al alféizar para verlo. Y nadie va a subirse.

Excepto el sudafricano, pensé.

Pero no lo había visto desde la caída del vagón. Pensándolo bien, recordé que él había sido el único en marcharse cuando yo había pedido la palabra y todo el mundo se había congregado a mi alrededor. Tal vez se había ido al edificio de apartamentos justo antes de que el vagón se cayera. Tal vez tenía miedo de Kari Thue y se quedaba en su habitación.

Fuera como fuese, yo tenía otras cosas en que pensar.

Eran más de las nueve de la mañana, y pronto la recepción estaría otra vez llena de huéspedes y nuevos rumores.

2

—¡No era un pitbull, ya lo he dicho! ¡Era mestizo! Una cuarta parte amstaff y…

El dueño de Muffe se había levantado. Alguien, seguramente Berit, le había mostrado el cadáver. El hombre estaba en la recepción con el perro muerto en los brazos, regañando a Berit, mientras apelaba a la gente que pasaba por allí.

—¡Mirad lo que han hecho! Pero ¡mirad! ¡Estaba encerrado! Yo cuidaba bien de mi perro e hice lo que me pedisteis.

No parecía importarle a nadie. Al contrario, si algunos se paraban ante el pobre dueño del perro era más bien para expresar su alivio por ver muerta a la bestia.

El hombre se echó a llorar. Hundió la cara en la piel del perro y sollozaba mientras murmuraba una y otra vez el ridículo nombre del animal. Berit estaba callada, muy quieta; por un instante pareció tambalearse. Conduje mi silla hacia ella, sin saber muy bien qué decir al afligido hombre.

—No puede ser —señaló Veronica—. ¿Quién ha hecho esto?

Adrian y ella salían de la tienda. El chico sostenía entre los dedos índice y corazón una botella de litro y medio de Coca-Cola. Iba más desaliñado que nunca, e incluso a varios metros de distancia noté el olor de la borrachera del día anterior. Como no le permitían comprar en el Milibar, me preguntaba si Veronica no se habría traído un bar portátil a la montaña.

Su voz resultó sorprendentemente grave.

—¿Quién coño ha tratado de esta manera al animal?

—Ellas —dijo el dueño llorando—. ¡Son ellas!

Hizo un gesto con la cabeza hacia Berit y hacia mí. Levanté las cejas y señalé la silla de ruedas sin decir nada.

—¿Has sido tú? —preguntó Veronica mirando a Berit con cara de pocos amigos.

—No —contestó Berit tragando saliva—. Y además, no tengo por qué darte ninguna explicación sobre nada. Id a desayunar. El desayuno está servido.

—Yo desayuno cuando me da la gana —subrayó Veronica poniendo una mano sobre el cuerpo del animal.

El hombre dio un paso hacia ella como si tuviera la secreta esperanza de que esa joven vestida de negro y con un maquillaje tan absurdo fuera una bruja que por arte de magia pudiera devolver la vida al cadáver.

—Bonito perro —dijo ella en voz baja acariciándolo.

—El mejor del mundo —afirmó el hombre.

Adrian no dijo nada. Apenas pareció notar mi presencia. A él no le interesaba el perro muerto. Su mirada estaba fija en el rostro de Veronica, y se había olvidado de bajarse el gorro. Tenía la boca entreabierta. Un fino hilo de saliva vibraba entre sus labios en pequeños y breves jadeos.

Adrian estaba perdidamente enamorado. Por alguna razón me preocupaba, aunque ya no tenía que encargarme del chico. El interés que había mostrado por mí el primer día se había desvanecido hacía horas; para Adrian no existía nadie más que Veronica. No duraría mucho. En cuanto llegara el rescate, llevarían al chico a un centro de protección de menores, donde alguien se ocuparía de él mejor que yo y su por el momento gran amor.

O nadie se ocuparía de él, lo que por desgracia sería lo más probable.

El chico no era de mi incumbencia, y nunca lo había sido.

Aun así era incapaz de deshacerme de una vaga preocupación, del sentimiento inquietante de que esa mujer anémica y asocial no era la mejor influencia para Adrian.

Y me gustaba muy poco que la mujer le dejara emborracharse todas las noches.

—Tengo que hablar contigo.

Geir apareció por detrás; me estremecí cuando me dio un empujón en el costado.

—¡Ese! —gritó el dueño del perro—. ¡Ese es el que mató a Muffe!

Veronica se volvió de golpe, con sus fríos ojos reducidos a dos rayas enmarcadas por una gruesa capa de polvo negro

—¿Eres consciente de que esto es ilegal? —preguntó—. En este país la legislación protege a los animales, y tú…

—Y tú te callas —resopló Geir, acercándose a ella.

Ella no cedió un milímetro.

Adrian sonrió tontamente.

—Yo no he matado a ese jodido animal —repuso Geir—. Y si lo hubiera hecho, puedes estar segura de que habría sido por una causa muy justificada. Además, en este hotel tenemos problemas más importantes que un perro muerto. Id a sentaros, tú y ese colega que anda contigo. Como arméis más escándalo por este animal, yo…

Lo que haría quedó suspendido en el aire. No obstante, la amenaza surtió efecto. Veronica lo midió con la mirada antes de encogerse de hombros con aire indiferente e irse hacia el comedor. Adrian la siguió…

—Ven —dijo Berit al amo del perro, que seguía llorando—. Ven, vamos a buscar un sitio donde dejar a Muffe.

Le rodeó el hombro con un brazo y lo acompañó fuera de la habitación.

—La habitación 207 —susurró Geir, inclinándose sobre mí.

—¿No era la 205? —pregunté, algo desconcertada.

—Sí, Steinar Aass saltó desde la 205. Hay huellas muy claras de sus zapatos en el alféizar, y un trozo del mono se le quedó enganchado en un clavo. Pero en la habitación 207…

Miró a su alrededor y me hizo una seña para que me acercara más al mostrador de la recepción a fin de no impedir el paso a la gente que empezaba a salir de sus habitaciones.

—Alguien estuvo también allí. Dejaron abierta la ventana. La habitación está llena de nieve y hielo. ¡Hielo, Hanne! ¡Largos y grandes carámbanos! Todo lo que colgaba fuera de la ventana está roto, bien por el vendaval o bien por la ventana al abrirse. Pero al parecer, alguien consiguió coger algo de fuera.

No dije nada.

—¡Puede que Magnus tenga razón, Hanne! ¡Había carámbanos en la habitación 207! ¡No habrían estado allí si nadie los hubiera metido! La nieve sí, y hay montones de nieve. Pero ¿hielo?

Yo seguía sin decir nada.

Tenía demasiados pensamientos en la cabeza, demasiadas cosas que decir.

Cada vez bajaba más gente de las habitaciones. Me costaba juzgar el ambiente. Algunos parecían estar de buen humor, casi alegres; otros andaban cabizbajos. Dos de las chicas del equipo de balonmano tenían cara de haber llorado; ya no eran tan adultas, la aventura en la montaña ya no era tan emocionante, añoraban sus casas. La mujer de la labor de punto no era capaz de decidir dónde quería estar, iba todo el rato de la mesa a la puerta que daba a la tienda. Mikkel apareció de repente en la escalera. Echó una mirada indescifrable en mi dirección, antes de seguir hacia el comedor sin pronunciar palabra.

Un nuevo y desconocido miedo me oprimía la garganta. Tosí. Los ojos se me llenaron de lágrimas, y los abrí mientras intentaba respirar tranquilamente.

—¿Pasa algo? —susurró Geir.

—No —contesté encontrándome con su mirada—. Pero necesito un sitio donde estar completamente sola. ¿El despacho? Me hace falta espacio y tiempo para pensar. ¿Vale?

—Claro que sí —contestó empujando mi silla hacia el mostrador de la recepción.

No protesté, y puse las manos inertes sobre el regazo.

9 EN LA ESCALA DE BEAUFORT

TEMPORAL FUERTE

VELOCIDAD DEL VIENTO: 20,8 − 24,4 m/s

El viento y la ventisca no permiten esquiar por la montaña.
Incluso con tiempo despejado y con poca ventisca el esfuerzo puede resultar tan grande que la única salvación es una cueva de nieve o una cabaña.

1

Sistemática, pensé.

Aunque no tenía ni idea de cómo pensar sistemáticamente en ese caos de impresiones con el que todos lidiábamos. Solo sabía que tenía que empezar por algún sitio.

Geir había empujado mi silla hasta el despacho. Allí seguía la pizarra de papel, y de las persianas de madera colgaba todavía el dibujo rojo que Magnus había hecho del cuerpo muerto de Roar Hanson. El gran agujero en el estómago parecía una boca abierta.

Aunque en realidad carecía de base para sacar una sola conclusión, había decidido que nos encontrábamos ante un único autor. Dada la situación en que nos hallábamos, con un número relativamente reducido de personas, y en un espacio de tiempo de menos de cuarenta y ocho horas, descarté la posibilidad de dos asesinos actuando independientemente el uno del otro. No obstante, la diferencia de método me parecía preocupante. La teoría de Magnus de una lanza helada seguía sin convencerme, pero, por el momento, me servía de punto de partida. Aun así, resultaba difícil entender por qué alguien iba a recurrir a un carámbano como arma homicida cuando a todas luces él o ella contaba con un arma de fuego. Hasta entonces había pensado que a Cato Hammer lo habían matado con un revólver, pero también podía tratarse de una pistola de gran calibre.

Los kurdos llevaban armas de fuego. Yo no había visto la de él, pero el gesto de su mano hacia la funda del hombro no dejaba lugar a dudas. Ella llevaba a todas luces un revólver. En un principio, debería sospechar de ambos. Sin embargo, por alguna razón no conseguía mantenerlos muy enfocados; sus rostros se desvanecían cada vez que intentaba colocarlos en el mapa de posibles culpables que había dibujado mentalmente.

Antes solía llamarlo intuición.

Ya no podía fiarme de ella, claro está.

Avancé con la silla hasta la pizarra. El rotulador estaba en un plato de metal debajo del papel. Le quité lentamente la tapa. Cato Hammer, escribí en la parte superior de la hoja.

El nombre me decía todo y nada. Letras rojas sobre un barato papel grisáceo. Intenté ver más allá de mi propia letra torcida. Un nombre es un icono.

Antes sabía hacerlo. Hubo un tiempo que incluso lo hacía muy bien.

Volví a coger el rotulador. Escribí Roar Hanson debajo del nombre del otro pastor. Cada nombre tenía cuatro letras. Roar y Cato. Seis letras cada apellido, Hanson y Hammer.

Coincidencias. Yo no buscaba coincidencias. Buscaba conexiones.

Los dos eran pastores. Estudiaron juntos en la universidad. Tenían más o menos la misma edad. Habían trabajado juntos antes, y trabajaban juntos ahora. Aunque el hecho de formar parte de una comisión que estudiaba la posible separación de la Iglesia y el Estado tal vez no era en sí un trabajo. Más bien debía de ser un proyecto, supuse. Cato Hammer era conocido en todo el país, extravertido, regordete y jovial, y un gran entusiasta del fútbol. Roar Hanson era anónimo y gris; más o menos igual de interesante que un ganador de ajedrez regional.

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