Berit suspiró y asintió con la cabeza.
Nadie de los presentes parecía tener la capacidad de asumir la gravedad de la situación. Ciertamente, todo lo sucedido desde el miércoles por la tarde había sido demasiado dramático, y quizá algunos estuviéramos a punto de inmunizarnos. La psique humana tiene la bendita capacidad de excluir todo lo que no es capaz de digerir. Aun así, el asesinato de Roar Hanson constituyó un cambio de paradigma brutal en la situación de Finse 1222, y yo tenía la impresión de que los demás no sabían qué hacer a partir de ahora.
Berit y Geir estaban a punto de caer rendidos; Magnus, en cambio, parecía divertirse. No con la muerte de Hanson, sino con ciertos detalles burlescos que al parecer veía en el asesinato. A mí la teoría del carámbano no me convencía nada. En todo caso, no era muy importante. Tampoco el asesinato número dos sería difícil de resolver. Más bien al contrario; ahora había menos sospechosos que cuando existía la conexión entre el hotel y el edificio de apartamentos.
Al caer el vagón, nos habíamos librado del problema de los pasajeros instalados en el apartamento de la última planta. Ya no me preocupaba lo que sucediera en ese otro edificio. Pero a juzgar por la situación, nosotros, los del hotel, nos habíamos quedado con el malhechor.
El asesino.
Era poco probable que Cato Hammer y Roar Hanson hubiesen sido asesinados por dos personas distintas. Existían diferencias preocupantes en cuanto al método y las circunstancias, algo que podría indicar que me equivocaba. No obstante, las coincidencias entre las dos víctimas eran tantas, que, al menos por el momento, yo estaba convencida de que se trataba del mismo asesino.
Había apostado por que Cato Hammer era el único cuya muerte deseaba el asesino. Un error catastrófico por mi parte.
—¿Sabemos algo más del tiempo? —pregunté.
—Se supone que mejorará un poco en los próximos días —contestó Berit—. A partir de esta tarde amainará el viento. Pero seguirá nevando muchísimo. Y la ayuda no llegará hasta dentro de veinticuatro horas, como mínimo.
—Qué aburrimiento —murmuré.
—Puedes decir lo que quieras de todo esto —dijo Magnus alegremente—. Pero ¡no que sea aburrido, desde luego!
—Es un fastidio que tengamos que descubrir el autor de los crímenes antes de que llegue la policía —dije, esta vez en voz mucho más alta—. También es un fastidio que nuestra estrategia de dejarlo en paz resultara tan desastrosamente equivocada. Un fastidio pero que muy grande que la familia de Roar Hanson haya perdido a un marido y padre debido a un terrible error de cálculo por mi parte.
No sé lo que me esperaba. Acaso una leve protesta. Tal vez una tímida insinuación de que yo no era la única responsable. Tal vez.
Nadie dijo nada.
—Desde el principio has dicho que esto sería muy sencillo —dijo Geir, un poco más sumiso ya.
—Para la policía sí. Ellos tienen personal, registros y, además, una tecnología tremendamente avanzada. Tienen ordenadores, equipos tácticos y, lo que no es poco, autoridad para emplear medios de coacción. La policía tiene, en general, las mejores condiciones para hacer lo que les pagamos para que hagan: investigar los casos criminales. En cambio yo solo tengo… —busqué en mi bolsillo— un teléfono móvil. Es todo lo que puedo emplear para encontrar al asesino y evitar un posible tercer asesinato. Lo que tengo es esto y una jodida prisa.
Berit tosió ligeramente.
—No. No tienes… —dijo. Primero la miré a ella y luego al teléfono—. No hay red —añadió en tono abatido—. La antena debe de haberse caído con el viento. Debe de estar hecha añicos. No sé. Johan me ha propuesto intentar ir al puesto de la Cruz Roja para coger el teléfono de satélite, pero como no es absolutamente necesario, le he dicho que no. Por ahora.
—Ya —dije, cerrando los ojos—. Entonces yo…
—Nos tienes a nosotros —intervino Magnus Streng, golpeándose el pecho—. ¡Al menos nos tienes a nosotros, Hanne!
Me entraron ganas de levantarme y aplastarle la cara.
Por suerte, no soy capaz de hacer cosas así.
TEMPORAL
VELOCIDAD DEL VIENTO: 17,2 − 20,7 m/s
La montaña bulle.
Las ramas y los líquenes de los árboles se mueven con el viento.
Resulta muy difícil esquiar.
Es casi imposible llevar los esquís al hombro.
La ventisca reduce la visibilidad a menos de cien metros.
Es imposible orientarse sobre el terreno.
Muy difícil seguir las pistas de nieve, incluso las muy bien marcadas.
¡No salga de excursión!
Pocas veces me ha producido tanto placer sentir el agua caliente en el cuerpo como aquella mañana. Una y otra vez mojaba la manopla en la palangana sin escurrirla y me la ponía sobre los hombros, dejando que el agua casi ardiendo corriera libremente.
Berit Tverre estaba empezando a conocerme, lo que no me gustaba mucho. Sin embargo, había aceptado su ofrecimiento.
Berit había llenado dos grandes bidones de agua y me había traído una silla con estructura de acero y asiento de plástico y tres toallas, una manopla suave y jabón. Sin preguntarme nada. Lo había colocado todo en el aseo de señoras que no sin gran dificultad yo había empleado un par de veces para vaciar mis bolsas. Cuando media hora después de acabar nuestra reunión y desayunar me pidió que la siguiera, dudé hasta que comprendí que se pondría furiosa si no hacía lo que ella me decía. Al llegar al hueco de la escalera abrió la puerta del aseo de señoras y anunció:
—Te he traído ropa limpia. Te irá grande, pero servirá. Yo me quedaré aquí fuera vigilando la puerta hasta que hayas terminado. Tómate el tiempo que necesites.
Delante de las dos cabinas había un cuarto con lavabo y espejo con el espacio suficiente para que pudiera desnudarme, sentarme en la silla de acero y lavarme. Sin ayuda de otras personas.
A duras penas contuve los gemidos de placer.
No podía recordar la última vez que había olido tan mal. Tenía la sensación de haber adquirido una segunda capa de piel, y malolientes y pegajosas manchas de sudor y estrés. Surcos de jabón gris y agua sucia me corrían lentamente por el cuerpo y bajaban por las patas de la silla hasta el suelo. No entendía cómo me había ensuciado tanto, por no decir
llenado de porquería
; al fin y al cabo no había estado en contacto con otra cosa que mi propia ropa. El agua se iba aclarando poco a poco. El jabón empezó a hacer espuma, pero no podía parar de lavarme. El vendaje de la pierna se mojó y se puso rosa. No importaba.
Nada importaba ya gran cosa, y me quedé dormida allí sentada.
Probablemente solo estuve dormida un cuarto de segundo o algo así, porque me desperté cuando la manopla cayó al suelo con un chasquido, y me sentía muy despierta.
El número de habitantes de Finse 1222 se había reducido a ciento diecisiete.
En otras palabras: ciento dieciséis sospechosos, aunque claro, los niños quedaban descartados. Tampoco creía que Geir, Berit o Magnus estuvieran implicados de alguna manera en los asesinatos, pero por los años que había trabajado en la policía sabía que a quien saca conclusiones demasiado precipitadas le esperan sorpresas desagradables.
Yo seguía esperando que fuera Kari Thue.
No debería sacar conclusiones precipitadas.
Si en contra de lo que cabía esperar la teoría de Magnus Streng acerca de que el arma asesina era un carámbano resultaba ser cierta, se reduciría en gran medida el número de sospechosos. Yo deseaba un número lo más bajo posible. Un arma así…
—No puede ser un carámbano —murmuré a mi imagen en el espejo.
¿Y si fuera verdad? ¿El hielo sería lo suficientemente duro? ¿Una jabalina de hielo no se partiría en dos al encontrar la resistencia de la carne y los tejidos humanos? Además, y lo que era más importante: ¿no sería muy fácil rechazar un ataque con un carámbano, incluso para alguien tan física y psíquicamente débil como Roar Hanson?
Kari Thue era una anoréxica frágil y delgadísima.
Si Magnus tenía razón, habría que buscar a alguien que fuera grande y fuerte, y que además no tuviera miedo a los perros furiosos. La persona en cuestión había elegido matar a Roar Hanson en un cuarto en el que había un pitbull terrier. O si el asesinato se había cometido en otro lugar y el cadáver había sido transportado luego al cuarto del perro, el asesino debía de ser una persona tan familiarizada con los perros de presa que no le importara meter un cadáver sangrando en una perrera provisional y colocarlo decorosamente, antes de abandonar al muerto y al animal.
Mis pensamientos se fueron hacia Mikkel.
¿Móvil?, pensé frotándome los muslos con tanta fuerza que me escocía la piel.
Hasta ese momento nadie había siquiera mencionado la palabra. En ninguna de las conversaciones que había mantenido con Geir, Berit y Magnus, juntos o por separado, se había hablado de un móvil. En ningún momento desde que vi por primera vez el cuerpo muerto de Cato Hammer en la cocina, nadie se había preguntado por lo que pudiera haber detrás del asesinato. En el transcurso de la reunión celebrada en el pequeño despacho contiguo a la recepción, donde Magnus Streng había lanzado con entusiasmo su teoría del agua congelada como arma asesina, nadie se había preguntado a sí mismo ni a los demás lo más básico y decisivo: ¿
Por qué
?
Simplemente no queríamos saberlo. No necesitábamos saberlo. Al menos hasta ese momento.
Toda investigación policial moderna se organiza de forma muy exhaustiva. Se recogen pruebas técnicas, se realizan evaluaciones tácticas. Se recopila información por todas partes y en abundancia; se coloca un puzzle en el que puede haber demasiadas fichas, pero nunca demasiado pocas. Cada información, por mínima que sea, puede tener importancia, hallazgos técnicos aparentemente insignificantes pueden llegar a ser decisivos para la solución o no de un caso. Sin embargo, hay un punto de inflexión muy especial, ese contrapunto decisivo en cualquier caso de asesinato: un momento en que el investigador comprende u obtiene la confirmación del móvil del crimen.
El móvil es el ojo de la cerradura del homicidio, y hasta ese momento yo no había hecho ni siquiera un intento de buscar esa cerradura, ni una llave que la abriera.
El agua ya no estaba tan caliente. Cogí una toalla y me froté hasta secarme. Me habría gustado lavarme también el pelo, pero era demasiado complicado.
Tal como Berit había anticipado, la ropa me quedaba muy grande. Pero estaba limpia. Si hubiera podido andar, los vaqueros se me habrían caído, pero como estaba condenada a permanecer sentada, no importaba. El blanco jersey de lana olía vagamente a suavizante. La lana me picaba en los brazos de un modo agradable.
Intenté recoger un poco el aseo. No resultó fácil. El espacio era tan reducido que la silla de ruedas quedaba encajonada entre la pared, la puerta de una de las cabinas y la silla en que me había estado lavando. El suelo estaba inundado de agua. Olía a jabón y a cerrado, y hasta ese momento no me había dado cuenta de que no se oía el bramido del viento. En el aseo, que estaba rodeado de otros cuartos, no había ventanas. Estaba completamente aislada del ruido del exterior. Permanecí sentada con los ojos cerrados unos instantes, disfrutando del silencio. Luego metí mi ropa en una bolsa de plástico, me la puse sobre las rodillas y miré alrededor antes de llamar a la puerta cerrada.
Berit abrió.
—Gracias —dije—. Mil millones de gracias. Creo que habrá que pasar la fregona.
Esbozó la sonrisa más cálida que había visto en mucho tiempo. Berit Tverre era una persona a la que le gustaba ayudar a los demás.
—¿Se está levantando ya la gente? —pregunté.
—Algunos. No muchos. Hasta ahora no ha hecho falta decir nada. Todo está tranquilo.
—Quiero comprobar la teoría de Magnus.
—¿Sobre el carámbano?
—Sí. ¿Cómo pudo conseguirlo? Con todas las entradas cerradas, quiero decir.
Berit se agarró la nuca y se puso a mover la cabeza de un lado para otro.
—Aquí dejamos escapar todo el calor —dijo—. El aislamiento térmico del tejado está fatal. Se forman unos carámbanos gigantescos a lo largo del alero. En las habitaciones del último piso basta con abrir la ventana y cogerlos. El único problema es que al abrir la ventana los carámbanos se rompen. Se abre hacia fuera desde abajo. Además, es muy probable que el viento llevara la mayor parte. Muchos de los estallidos que oímos debían de ser enormes chuzos de hielo golpeando paredes y ventanas.
—Pero ¿es posible… —pregunté— abrir las ventanas con este tiempo? ¿No lo impedirán el viento y la presión? Y si lograras abrir, ¿no…?
—¿Posible? No lo sé. Con este vendaval… No hemos vivido nunca nada parecido.
Empecé a mover la silla en dirección a mi rincón junto al Milibar al otro lado de la recepción. La bolsa con mi ropa sucia yacía pegajosa y húmeda sobre mis muslos. Berit se me adelantó otra vez.
—Dame la ropa. ¿Quieres que la mande a lavar?
—No, muchas gracias. Déjala en cualquier sitio. ¿Dónde está Geir?
—Ha empezado a buscar.
—¿A buscar qué?
—La habitación de la que cogieron el carámbano.
Me detuve.
—Si realmente fue así… —prosiguió— si alguien cogió un carámbano para matar a Roar Hanson, se notará que abrieron una ventana. Si no se rompió, al menos la habitación estará encharcada por toda la nieve que entró en unos segundos.
Esbozó una débil sonrisa.
—Nosotros también sabemos pensar, Hanne.
Creo que fue la primera vez que la oí usar mi nombre.
Antes de que pudiera profundizar más en el asunto, apareció Geir.
—Steinar Aass —dijo intentando recuperar el aliento—. ¡Creo que es Steinar Aass!
Se inclinó hacia delante, apoyando las manos sobre las rodillas.
—¿Qué ha pasado? —pregunté.
—Ha saltado. Yace debajo de la ventana de allí arriba… en la nieve… allí…
—Relájate —dijo Berit—. No entiendo nada.
Geir enderezó la espalda, inspiró dos veces y volvió a empezar.
—La habitación número 205 —dijo señalando al techo—. Ha conseguido abrir la ventana y saltar fuera. No es mucha distancia, y he…
—La 205 —repitió Berit dirigiéndose hacia la Taberna de San Paal—. Si hubiera conseguido abrir y saltar desde allí lo habríamos visto desde…
Se detuvo en un extremo de la larga mesa. Yo la seguí, vacilante. Era como si Berit no se hubiese dado cuenta hasta entonces de que la nieve estaba empezando a tapar las ventanas. Supuse, no obstante, que entre el edificio y los enormes montones de nieve de fuera seguía habiendo restos de un foso, al menos en el rincón donde el edificio anexo estaba unido al edificio principal.