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Authors: Anne Holt

Tags: #Policíaco

1222 (30 page)

BOOK: 1222
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Las mujeres se toman muy en serio sus bolsos.

Al menos casi todas. Pero Veronica no.

En mi plato había un trozo de carne de ciervo. La salsa era de un color marrón oscuro, casi roja. De dónde habría sacado el cocinero espárragos frescos durante un vendaval en febrero era un enigma. Cogí uno con los dedos y lo saboreé.

—No lo entiendo —murmuré comiéndomelo despacio, tal como se debe comer un buen espárrago.

Veronica había tenido un bolso.

Me chupé los dedos, uno por uno. Sabían a mantequilla salada con un toque de parmesano.

En el bolsillo izquierdo tenía la lista de Adrian, la relación de cincuenta y tantos pasajeros y el equipaje que se habían traído del tren. Apenas había vuelto a pensar en esos papeles desde que los vi por primera vez. Puse las hojas sobre mis rodillas y las desdoblé. La bonita letra resultaba fácil de leer. Ahora que sabía bastante más de mis compañeros de viaje que cuando dos días antes le había pedido al chico que me hiciera la lista, me sorprendió una vez más su capacidad de observación.

Señora delgadísima con poco pelo y voz horrible: bolso marrón claro, casi amarillo, que puede llevar como si fuera una mochila. No parece pesar mucho. Pequeño. ¡Ella lo controla todo el rato! Tipo gordo con pelo graso. Maletín de portátil. Bandera brasileña en la tapa.

—¿Qué tienes ahí? —preguntó Magnus Streng—. ¿Has probado esta salsa, Hanne? Creo que son arándanos. Y…

Apenas escuchaba. Mis ojos recorrían las hojas.

Ahí.

Veronica.

Era una de las seis personas anotadas por Adrian con nombre.

Veronica. Una tía genial con ropa gótica y jersey del Vålerenga: bolso en bandolera negro. No es grande, pero quizá algo pesado. Creo que lleva una botella (¡o eso espero!)

—Se te enfría la comida —dijo Berit señalando mi plato con el tenedor—. ¡Come!

—Si tuvieras algo valioso —dije doblando cuidadosamente la lista antes de meterla en el bolsillo—, aquí, en el hotel, quiero decir. ¿Lo llevarías contigo? ¿En un bolso, por ejemplo? ¿O lo habrías dejado en algún sitio? ¿Escondido?

—Tengo armarios que puedo cerrar con llave —contestó Berit con una sonrisa—. Tengo incluso una caja fuerte. ¿Por qué me lo preguntas?

—Claro —dije intentando no parecer impaciente—. Pero ¿y si hubieras sido uno de los huéspedes?

Berit se metió un gran trozo de carne en la boca y no contestó hasta haberlo masticado y tragado.

—Creo que lo habría escondido. Depende un poco del tamaño, claro.

Separé los dedos índice veinticinco centímetros.

—Bueno, no sé. Andar de un lado a otro con algo así conlleva cierto riesgo. Puedes dejártelo en alguna parte. Extraviarlo. Supongo que es más fácil robar algo de un bolso que de un escondite en una habitación del hotel. Por otra parte, aquí resulta muy fácil entrar en las habitaciones. Si pretendes robar, quiero decir. Contamos con la honradez de la gente, y aquí en la montaña suele funcionar muy bien. Puedes… ¿Alguien te ha… alguien te ha
robado
algo?

—No, en absoluto. Es una idea que me ha venido a la cabeza. Nada, en realidad. Por cierto, ¿tienes un listado de todos los huéspedes? ¿Con nombre y dirección, quiero decir?

—Sí. Supongo que habrá líos para cobrar… —sonrió como disculpándose, antes de proseguir— la estancia y la comida… Imagino que pagará una compañía de seguros, la del Ferrocarril Nacional Noruego o la de cada huésped. No lo sé. Por si acaso he anotado los nombres.

—¿Puedes facilitarme una copia de la lista?

—Bueno… no sé si…

—Por favor. Puede ser muy importante.

Berit miró a Magnus y luego a Geir, como si ellos, en su papel de médico y abogado respectivamente, pudieran aclarar si la lista estaba sujeta a alguna clase de secreto profesional. Ninguno de los dos dijo nada. Yo ni siquiera estaba segura de que supiesen de lo que estábamos hablando.

—De acuerdo —dijo ella por fin—. Después de la cena.

—Solo una cosa más —dije, esta vez susurrando—. ¿Crees que podrías enterarte de lo que iba a hacer Kari Thue en Bergen? Y de si conoció a esa gente que la rodea en el tren, o ya se conocían de antes. Si se dirigían al mismo sitio, quiero decir.

—¿No puedes preguntárselo tú?

—No le gusto.

—¡Yo tampoco le gusto!

—Pero desde tu posición puedes camuflar la pregunta. Podrías decirle que…

—Vale, de acuerdo —murmuró con la comida en la boca—. Veré lo que puedo hacer.

En nuestra mesa se hizo el silencio.

También Veronica y Adrian comían en silencio. Adrian mojó un trozo de pan en el plato de sopa, se lo metió en la boca y vació el vaso de Coca-Cola antes de haber terminado de masticar.

Debajo de la mesa los pies rojos de Veronica bailaban sin parar.

La miré durante tanto rato que tal vez se dio cuenta. Al menos levantó la vista de repente. Yo desvié la vista hacia otro lado y descubrí que Kari Thue me estaba mirando fijamente, y con mucha menos discreción de la que yo había mostrado a Veronica. Mikkel, en quien no había reparado hasta ese momento, venía lentamente hacia nuestra mesa. En medio de la sala vaciló, dio otro paso más hacia nosotros y luego aceleró, se dio la vuelta y corrió hacia los escalones que subían a la recepción. Los dos chicos más fuertes de su pandilla se volvieron a sentar, vacilantes, a la mesa justo detrás de Kari Thue, como si no se atrevieran a seguir a Mikkel sin su permiso.

Magnus Streng era insaciable. Comía sin parar. El hombre me gustaba. Me gustaba mucho, pero no sabía muy bien por qué. No alcanzaba a entenderlo. Era inusualmente amable y extravertido, pero también tenía una tendencia muy particular a ofenderse, como si se tomara a sí mismo demasiado en serio. Algunas veces incluso daba la impresión de estar enamorado de sí mismo, o al menos de estar encantado con su intelecto superior y sus impresionantes conocimientos y memoria. En un momento podía parecer malicioso, como cuando había sido incapaz de ocultar su esperanza de que el pueblo de Finse fuera destrozado por el huracán. Al mismo tiempo mostraba interés y preocupación por otras personas, y una comprensión por la vida de los demás que me conmovía. Magnus Streng era un hombre que podía ser profundamente serio, una cualidad bastante rara en nuestro tiempo.

En ese momento pidió más comida. La grasa de la salsa se posaba como vaselina alrededor de su gran boca. Tuve que apartar la mirada de él.

Geir Rugholmen, en cambio, era un alma simple.

Face value
, dicen los americanos de gente como él.

De todos los adultos de Finse 1222, tal vez era la única persona de quien podría afirmar con toda seguridad que no había matado a los dos clérigos. Geir era un hombre bueno, capaz de pasar por alto muchas cosas y que decía lo que pensaba. Imaginé que mentiría muy mal, simplemente porque no vería el sentido a hacerlo. A Geir Rugholmen le importaba poco lo que los demás opinaran de lo que era y de lo que decía.

Era simple. Nada complicado.

La gente así no comete asesinato.

Estaba convencida de ello.

Berit Tverre resultaba más difícil de entender. Había cambiado en el transcurso de esos días. Había cambiado tanto que apenas la reconocía de la noche en que irrumpimos en su hotel, fuera de temporada, exigiendo atención, comida, cama, seguridad y protección frente a un huracán que ella misma temía. Del que sentía pavor, a decir verdad. Sus cambios eran tan radicales que me inquietaban.

Mientras los demás comensales daban buena cuenta del plato principal y el postre, yo miraba a mi alrededor. Mis compañeros de mesa charlaban y sonreían, aliviados al pensar que pronto todo habría acabado y las aguas volverían a su cauce. Mientras dejé vagar la mirada por un grupo de personas de las que jamás me olvidaría.

La señora de la labor de punto hacía punto. Los dueños de los perros miraban el reloj pensando en sus animales, que estaban atados en la recepción lanzando largas miradas hacia nuestros fragantes platos. Las jóvenes jugadoras de balonmano se reían como se ríen las catorceañeras, y los alemanes parecían contentos de que les dejaran beber cerveza y cantar canciones de taberna de las que otros se reían avergonzados. Los miembros de la comisión de la Iglesia estatal estaban sentados a una mesa aparte, algunos bebiendo vino, otros agua; la señora del punto tenía un vaso delante con un líquido que podría ser whisky.

Tal vez fuera zumo de manzana.

Tal vez tuvieran tanto miedo como yo.

Pero todos lo disimulaban muy bien.

Me encontraba más cerca de saber con seguridad quién había matado a Cato Hammer y a Roar Hanson.

Sin embargo, uno de los muchos problemas era que la conducta de las personas no siempre encajaba con mis teorías, lo que daba lugar a otras ideas sobre relaciones y causas. Dado que cada teoría debe ser refutable para considerarse válida, yo debería descartar esa idea que había ido cobrando peso en mi mente durante las últimas horas. Debería haber vuelto a empezar desde cero.

No estaba dispuesta a ello. Al menos por el momento.

Otro problema aún mayor era que el tiempo había empezado a cambiar. A través de la parte superior de las ventanas del comedor pude ver que había dejado de nevar del todo.

Tenía poco tiempo, así de simple.

Además, había perdido el apetito.

Era incapaz de recordar la última vez que había dejado en el plato buena comida, pero en esa ocasión no pude comer un solo trozo del estupendo asado de ciervo con salsa de arándanos y acompañado de espárragos, espárragos que el cocinero habría sacado de Dios sabía dónde.

Ojalá el huracán hubiera durado un poco más, pensé mientras el camarero se llevaba a la cocina mi plato casi intacto.

11 EN LA ESCALA DE BEAUFORT

TEMPORAL MUY DURO

VELOCIDAD DEL VIENTO: 28,5 − 32,6 m/s

Se bloquean las carreteras y las vías férreas.
Caos en la red de teléfonos y de electricidad.
Los bosques quedan arrasados.

1

—A tu primera pregunta contestó que no. A la segunda, aquí tienes la respuesta por escrito.

Geir me alcanzó una hoja, dejó una jarra de cerveza sobre el escritorio, se sentó en una silla que había arrastrado de otro sitio y se alisó la barba, que ya le cubría las mejillas, espesa y oscura, con franjas canas junto a las comisuras de los labios. Acto seguido, se metió en la boca una respetable cantidad de rapé. No sabía muy bien qué estaba esperando Geir. A mí él ya no me hacía falta. Quizá hubiera leído el mensaje de Severin Heger, pero no necesariamente. En todo caso no habría entendido nada, de modo que no tenía por qué preocuparme.

Solo un nombre. Un nombre y unos cuantos datos en una hoja blanca de papel.

Margrete Koht. Nacida el 14.10.1957. Fallecida el 07.01.2007. Condenada en 1998 por malversación de un total de 3 125 000 coronas noruegas. Incapacitada para cumplir la condena en la cárcel, es ingresada en el hospital psiquiátrico de Gaustad desde la fecha de la sentencia hasta la fecha de su muerte. Margrete era su nombre.

Durante la última conversación que mantuve con Roar Hanson, él habló de una mujer. Yo intentaba recordar su nombre, de la misma manera que intentaba recordar todo lo que había dicho y hecho Roar Hanson. Roar Hanson tenía la clave del asesinato de Cato Hammer, estaba convencida de ello. Yo había hablado con él y lo había visto sumirse en una verdadera agonía las últimas veinticuatro horas de su vida, y tenía la esperanza —a pesar de las interrupciones de Adrian y las vacilaciones del propio clérigo— de encontrar pistas y respuestas en lo que quedaba de él en mi memoria.

Pero no había conseguido acordarme del nombre de la mujer. Se había mencionado de paso para luego desaparecer en los disparates inconexos del hombre respecto a la Agencia de Información, que yo tenía por una oficina que se ocupaba de carnes y verduras.

«Fue cuando los dos trabajábamos en la Agencia de Información».

Recordé que la voz le temblaba ligeramente: «Pues Cato era… No entiendo cómo no informé sobre lo ocurrido ya entonces, por qué no hice nada. Y Margrete que… No se puede vivir con algo así. Yo no podía saberlo, claro, pero parecía tan… impensable que él hiciera…».

En cuanto vi el nombre escrito en el papel me acordé de lo que Roar Hanson había dicho. Palabra por palabra. Cerré los ojos y vi claramente su figura. Nerviosa y encogida. Miradas vigilantes en todas las direcciones. Mientras hablaba, se daba golpes en el hombro dolido y magullado, un ejercicio de penitencia medieval por un pecado que ni siquiera era suyo.

Tal vez él no lo viera así. Había hablado de la traición y la avaricia de Cato Hammer, pero estaba igual de afligido por su propia culpa, por haber omitido dar la voz de alarma sobre algo que yo ya creía saber.

—¿No tienes nada que hacer? —murmuré sin levantar la vista de la hoja—. Quitar nieve, desenterrar casas. Algo.

Eran ya las nueve y media de la noche del viernes.

En la recepción se oían risas y música a bajo volumen. Uno de los chicos de Mikkel tenía altavoces en su iPod, y por primera vez desde el accidente, las claras diferencias entre los grupos del tren estaban a punto de borrarse. Mujeres de mediana edad bailaban risueñas para celebrar el fin del mal tiempo. Las chicas de catorce años se sentaron con la pandilla de los de los pañuelos. Al final, había tenido que advertir a Berit de que los chicos estaban a punto de emborrachar a dos jugadoras de balonmano. La comisión de la Iglesia estatal se había disuelto provisionalmente, y sus miembros se habían dispersado por todos los salones, muy relajados con sus copas. La viuda de Elias Grav fue la última en la que me fijé antes de refugiarme en el despacho, harta de tanta alegría. Ella seguía bajo el shock causado por la muerte de su marido, pero al menos había salido de su habitación para pedir educadamente algo de comer. La siempre sonriente chica de la tienda le rodeó el hombro con un brazo y la acompañó hasta el comedor.

Johan aún no había conseguido poner en funcionamiento el teléfono satélite, de manera que no me quedaba otra alternativa. Tendría que pedir ayuda a Severin.

Cuando horas antes ese mismo día lo había visto correr detrás de los otros caminos del sótano, había decidido olvidarme de toda esa historia del misterioso vagón del tren. Simplemente no nos concernía. La de los asesinatos de Cato Hammer y Roar Hanson era una historia diferente a la de esos hombres que a toda costa querían mantenerse alejados de los demás y que seguramente no saldrían de su escondite hasta que Finse estuviera prácticamente vacío. Cuando nos hubiéramos marchado todos —en helicópteros Sea King, trenes, vehículos oruga o lo que fuera— los cuatro hombres del sótano se marcharían a hurtadillas para finalmente ser transportados a su destino, seguramente al amparo de la oscuridad.

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