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Authors: Anne Holt

Tags: #Policíaco

BOOK: 1222
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Concéntrate, pensé, y me tomé otro café.

Miré fijamente el nombre de Cato Hammer, e intenté ver al hombre en mi mente. Pese a mis esfuerzos por recordarlo vivo, una y otra vez me venía a la cabeza su expresión sorprendida cuando yacía muerto sobre la encimera de la cocina.

La reunión informativa.

De repente pensé en ella, y al principio no entendí por qué. Cerré los ojos intentando recordar la primera noche, cuando solo había muerto el maquinista, y todo el mundo parecía sentirse más aliviado y alborotado que asustado por el accidente. Antes de que Berit Tverre tomara la palabra, vi a Cato Hammer desaparecer detrás de la columna de la recepción y me pareció cambiado. Poco antes rebosaba de una inoportuna alegría e irritante energía. Incluso del duro enfrentamiento con Kari Thue había salido con una sonrisa confiada. Precisamente por eso me había chocado lo serio que parecía más tarde. Como triste.

¿Asustado?

Al verlo desaparecer detrás de la columna, pensé inmediatamente que era Kari Thue la que lo había asustado. En ese momento no tenía ningún motivo para reflexionar más a fondo sobre su cambio de estado de ánimo. Pero pensándolo ahora, estaba cada vez más segura de que Cato Hammer seguía igual de sonriente y contento tras recibir el inaudito rapapolvo de Kari Thue que siguió a su intromisión en la riña entre ella y el kurdo.

Arranqué el papel y volví a escribir el nombre de Cato Hammer. Debajo del nombre dibujé una línea del tiempo en la que anoté las horas aproximadas de la airada discusión y de la reunión informativa. Usé un rotulador verde para marcar el primer suceso, y uno negro para el segundo. En verde escribí «alegre, entusiasta e indulgente». Luego dibujé una flecha hacia la derecha, incapaz de precisar cuándo se había disipado su buen humor. Con el rotulador negro escribí «serio, posiblemente asustado». Tras pensar unos instantes, añadí un signo de interrogación detrás de la última palabra.

Por lo que podía calcular y recordar, entre ambos sucesos había transcurrido una hora y media. Kari Thue había estado todo el tiempo en la recepción. Cato Hammer se había refugiado en el salón de la chimenea, donde tuvo lugar la plegaria y el gran torneo de bridge. Ciertamente yo me había quedado dormida, pero solo unos segundos, o tal vez un par de minutos. No me cabía la menor duda de que Kari Thue y Cato Hammer no habían hablado entre ellos durante el período que había anotado en la hoja.

Kari Thue no había asustado a Cato Hammer.

Al menos en ese momento.

Debía de haber sido otro u otros.

Había demasiadas personas donde elegir. Además, el cambio de estado de ánimo de Cato Hammer no tenía por qué estar relacionado con el hecho de que sería asesinado unas horas más tarde.

No había avanzado ni un ápice. Tiré el rotulador, abatida.

Sonó un golpe ligero en la puerta, que a continuación se abrió.

—¿Estorbo? —preguntó Magnus entrando en la habitación sin esperar respuesta—. ¿Estás aquí?

No veía razón para contestar a ninguna de las dos preguntas.

—Estoy muchísimo mejor —dijo con una sonrisa antes de sentarse—. Esta Berit Tverre es verdaderamente una mujer fantástica. ¡Tiene solución para todo! ¿Qué estás haciendo?

—Intento pensar.

—Bueno, bueno. ¡Eso puede ser difícil! Sobre todo bajo circunstancias como las actuales.

—Sí —contesté, sin estar segura de a qué circunstancias se refería.

Sacó sus enormes gafas de concha y se las colocó sobre la nariz.

—¿Qué tenemos aquí? —preguntó—. Una línea del tiempo, supongo.

Se inclinó hacia delante con los ojos entornados. Luego chasqueó la lengua, aparentemente uno de sus muchos vicios.

—Entonces, ¿tú también te fijaste?

—¿En qué? —pregunté.

—En ese… —Sonrió y volvió a quitarse las gafas. Los cristales estaban tan sucios que me entraron ganas de limpiárselos—. El cambio de estado de ánimo de Cato Hammer —concluyó dejando las gafas sobre el escritorio—. Alegre y ruidoso cuando entramos en el hotel. Serio y reservado cuando volvió para asistir a la reunión informativa.

—¿Volvió? ¿Desde el salón de la chimenea, quieres decir?

—Bueno… Allí pasó la mayor parte del tiempo. Pero no todo. Yo iba y venía, yo… ¡Sí! —Agitó el dedo índice—. ¡Tú y yo tuvimos una agradable conversación! Te ofrecí vino, pero te obstinaste en cumplir tu promesa de mantenerte sobria.

—Pero si yo no he hecho ninguna promesa de…

—Y luego bajé al salón de la chimenea. Hammer estaba allí. En plena forma, por así decirlo. El hombre tenía un vozarrón. Y buen humor, ya lo creo. Un buen humor y un entusiasmo un poco excesivos. Pero luego nos dejó. Yo acababa de declarar seis de picas, y estaba seguro de ganar la partida. Más tarde, cuando volví a la recepción, Cato Hammer no estaba allí. Llegó justo antes de que empezara la reunión informativa. Pero esta casa tiene un sinfín de habitaciones, el hombre pudo haber estado en cualquier sitio.

—¿Llegaste a hablar con él en algún momento?

—No. Es curioso, pero no. Como te mencioné durante nuestra pequeña… inspección del cadáver… él había sido paciente mío. Algo que nunca te habría confesado si el hombre no hubiera muerto. Bajo extrañas circunstancias, he de añadir. Tengo por costumbre no saludar a mis pacientes cuando me topo con ellos fuera de la consulta, si ellos no se dirigen a mí primero. Es cuestión de discreción, simplemente. Secreto profesional.

—¿Y él nunca lo hizo? Dirigirte la palabra, quiero decir.

—No. Ni siquiera me saludó. Tal vez no me reconociera.

Fingí un bostezo. Muy largo.

—Seguro que te reconoció —dije por fin, mordiéndome el labio inferior con tanta fuerza que noté el dulce sabor a sangre en la lengua.

Magnus ladeó la cabeza y se quedó absorto en sus pensamientos.

—Hola —probé.

En la nariz se le marcó una profunda arruga. Inspiró como si fuera a decir algo, pero decidió guardarse un pensamiento que había estado a punto de compartir conmigo.

—Uno puede preguntarse —dijo por fin— por qué me fijaría precisamente en el cambio de humor de Cato Hammer.

Sus ojos me fascinaban. Su extraño aspecto desviaba la atención de esos ojos que en realidad eran bonitos y de un azul casi índigo.

—Entonces yo te lo pregunto —dije—. ¿Por qué te fijaste precisamente en el cambio de humor de Cato Hammer?

—Pues te lo voy a decir —contestó con una sonrisa—. Me fijé porque sé algo de él.

Asentí con la cabeza y esperé.

—Sé que el buen humor de Cato Hammer, ese compromiso entusiasta con sus obligaciones que muestra en público, esa… —se puso a juguetear con las gafas mientras buscaba las palabras— esa increíble tolerancia y aceptación de casi todo y todos… —prosiguió—. Sé que todo eso no es del todo auténtico. Podría decirse que era un hombre atento. Y responsable, en el sentido de que era capaz de sentir remordimientos. Pero no sé si realmente era una buena persona…

Con el dedo índice se rascaba la mejilla, donde una barba incipiente había empezado a formar extraños dibujos en la piel.

—… a decir verdad, no estoy del todo convencido de que lo fuera.

Me pregunté si debía decir algo o esperar a que prosiguiera.

—Con esas cosas hay que tener mucho cuidado. Muchísimo cuidado.

Me miró de repente, como si me dirigiera a mí la advertencia.

—Con juzgar a los demás, quiero decir. Sobre todo partiendo de una base tan endeble. Cato Hammer vino a mi consulta tres, tal vez cuatro veces, hasta que comprendí que todos esos males indeterminados de los que se quejaba en realidad eran la expresión de una psique trastornada. Muy trastornada. De manera que lo remití a otro médico.

Esbozó una amplia sonrisa.

—Pero todo esto te lo he contado antes.

—¿Por qué dudas de… de su bondad?

—¿Puedo coger esta taza?

Cogió una taza de café sucia. Yo ignoraba de quién era, de modo que me limité a encogerme de hombros. Él la colocó debajo del termo y la llenó hasta arriba.

—¿Qué quiere decir ser una buena persona? —preguntó al tiempo que ponía los ojos en blanco como dando a entender la banalidad de la pregunta—. ¿Hacer el bien? ¿O ya que los seres humanos sentimos una enorme preocupación por nosotros mismos y nuestra descendencia, es más una cuestión de reconocer nuestras deficiencias y lamentar nuestros defectos? ¿Reconocer que no conseguimos ser buenos, quiero decir? ¿Es la bondad, en otras palabras, la definición de nuestra voluntad de luchar permanentemente contra el ego, o solo puede llamarse bueno el que ha vencido su propio interés egoísta?

No lo seguía. Tal vez estuviera demasiado cansada. O quizá lo que estaba diciendo me pareciera una chorrada.

—No lo sé, la verdad —murmuré—. Pero ¿qué le pasaba a Cato Hammer?

—Había hecho algo malo —contestó Magnus enderezándose.

Su voz había cambiado de tono. Ahora era más grave y me hablaba directamente a mí, ya no a sí mismo o a un interlocutor imaginario y mucho más filosófico que yo.

—¿Qué?

—No lo sé —contestó secamente—. Nunca tratamos ese tema. Pero era un hombre atormentado. En un par de conversaciones con él me di cuenta de que lo abrumaba un intenso sentimiento de culpa. Eso indica que al menos tenía conciencia. Pero no hizo nada para remediarlo.

—¿Cómo puedes saberlo?

—Buena pregunta.

Se reclinó en el sillón sosteniendo la taza de café con ambas manos.

—Tuve la inequívoca impresión —dijo, y pareció buscar las palabras antes de continuar—, la inequívoca impresión de que había incurrido en una acción punible. Como era un personaje mediático, tú, yo y todo el mundo nos habríamos enterado si se hubiera declarado culpable de algo así. Incluso habría salido en las portadas de los periódicos por una multa de exceso de velocidad. Se trata de una deducción. De pura deducción por mi parte. Él nunca pagó por sus pecados. Y pese a todo, mostraba esa fachada de energía y amor por el prójimo. Hay algo que no encaja. Algo que no encaja en absoluto. Por esa razón me fijé en la seriedad que se había apoderado de él cuando llegó a la reunión informativa. Era casi… —miró de reojo la pizarra de papel con mis anotaciones— angustia. Parecía asustado. Puedes quitar el signo de interrogación.

—Avaricia y traición —me oí decir a mí misma.

—¿Cómo?

—Fueron las palabras… algo que dijo Roar Hanson. Vino a verme dos veces antes de que lo asesinaran. Era obvio que quería contarme algo… Me dijo que sabía quién era el asesino.

—¿Qué?
¿Qué
?

El café salpicó cuando dejó la taza en la mesa con gran violencia.

—¿Te contó quién había asesinado a Cato Hammer?

—No me estás escuchando —contesté—. Dijo que sabía quién había sido. No me lo contó. En las dos ocasiones… nos interrumpieron.

Solo pensar en Adrian me ardieron las mejillas.

—Pero ¿qué quieres decir con… avaricia y traición?

Sus manos dibujaron grandes comillas en el aire.

—Eso fue lo que dijo. Dijo que… —cerré los ojos. Siempre recuerdo mejor con los ojos cerrados— que la traición puede perdonarse, pero la avaricia no. No, creo que fue al revés. Hay perdón para la avaricia, pero no para la traición, dijo. O algo por el estilo.

—Yo creía que había perdón para todo —murmuró Magnus.

—Eso dije yo también. Exactamente eso. La primera vez que vino a verme fue antes de que la gente se enterara de que había habido un asesinato. Al parecer, todo el mundo se creyó la historia del derrame cerebral. Roar Hanson, en cambio, estaba convencido de que el hombre había sido asesinado.

—Extraño. Muy extraño.

El café surtía efecto. Me notaba más espabilada que en mucho tiempo. Aunque pareciera absurdo, me lo estaba pasando muy bien. Hacía muchísimo que no hablaba con alguien que me permitiera relajarme tanto como Magnus Streng. Su amable insistencia y su importuna amabilidad eran cualidades que yo normalmente habría rechazado, sin embargo había empezado a barajar la idea de invitarlo a cenar a casa. A él y a su mujer, tal vez, en caso de que estuviera casado.

Cuando todo aquello hubiera terminado.

Cuando por fin pudiera volver a casa, a todo lo que era mío.

Por supuesto que no llegaría a invitarlo. No había llevado a nadie a casa en muchos, muchos años. La que tenía amigos era Nefis, no yo. Ya nunca se quejaba de eso, pero le habría encantado que yo invitara a alguien.

—¿Crees —dije con una sonrisa—, crees que te gustaría…?

La pausa se hizo demasiado larga.

—¿Qué me gustaría qué?

—¿Estás casado? —pregunté.

—Sí —contestó entusiasmado—. Desde hace cuarenta y un años.

Tras un rápido cálculo mental, le eché como mínimo sesenta y dos años. Seguramente tenía más. Parecía más joven.

—Y tengo tres hijos fantásticos —prosiguió muy satisfecho sacando una cartera de enormes dimensiones del bolsillo interior—. Y cinco nietos. Hasta ahora. Mi hija pequeña está embarazada de mellizos, de modo que pronto Solfrid y yo tendremos siete.

De la cartera sacó una pequeña carpeta de plástico con muchos apartados, y cada apartado contenía una foto; de la esposa, de los hijos y de los nietos. En Nochebuena, en la celebración del día nacional el 17 de mayo, en una noche de verano junto al mar. Me las pasó. Yo las hojeé lentamente. La última era una foto de toda la familia junta. Hijos con sus cónyuges. Nietos de todas las edades y, en el medio, unos orgullosos abuelos: una mujer con pelo canoso y hermosas facciones, con el brazo alrededor del torcido y anormal Magnus Streng. Mi expresión debió de traicionarme, aunque hice todo lo posible por no mostrar nada más que amabilidad y un atento interés.

—Se trata de un problema hereditario —dijo tranquilamente—. Acondroplasia. Pero no significa necesariamente que mis hijos la hereden. Como mi mujer no la padece, hay un cincuenta por ciento de posibilidad cada vez. El destino me ha tratado bien, permitiendo que mis hijos nacieran sanos. Tampoco quiero decir que mi vida haya sido muy complicada, pero en este punto no soy muy diferente a los demás. Deseo lo mejor para mis hijos.

Tenía tres hijas. Las tres eran guapas, con el pelo largo, sonrisa cálida y una estatura completamente normal. Se parecían a la madre, que debía de medir al menos treinta centímetros más que él.

—Deseaba de todo corazón que nacieran normales —dijo, cuando le devolví la carpeta de fotos.

—Claro —murmuré—. Supongo que así somos todos.

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