1222 (36 page)

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Authors: Anne Holt

Tags: #Policíaco

BOOK: 1222
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No terminó la frase. Ya había confesado dos asesinatos con premeditación y alevosía, aunque yo nunca se lo contaría a nadie. Pero Langerud no podía pensar como yo: la joven había hablado demasiado. Por otro lado, a partir de ese momento Veronica no diría nada más en varios meses, pero eso nadie podía saberlo cuando se levantó despacio y rígidamente del sofá.

Ya no me recordaba a un gato. La mujer que seguía obedientemente a Per Langerud a través de los espaciosos salones del edificio anexo de Finse 1222 no se movía con agilidad, no se deslizaba. Sus pasos eran cortos y discontinuos, y se volvía repentinamente hacia un lado u otro para mantener el equilibrio. Llevaba la cabeza gacha. Incluso ese negro y holgado disfraz que colgaba sobre su cuerpo escuálido daba la impresión de ser más gris, por lo que parecía una raya de lápiz que alguien se había esforzado por borrar.

De repente se me ocurrió que era yo.

12 EN LA ESCALA DE BEAUFORT

TEMPORAL HURACANADO

VELOCIDAD DEL VIENTO: A PARTIR DE 32,7 m/s

Si golpea poblaciones habrá una catástrofe natural que podría llevarse varias vidas humanas.

1

—El chico se viene conmigo —dije.

Berit estaba haciendo listas de las personas que iban a ser evacuadas juntas y en un determinado orden. Por fin se había decidido que la gente empezaría a abandonar el hotel esa misma noche. En cualquier caso nadie iba a pegar ojo, y el viento había amainado. Ya no había motivos para retener a la gente. Más bien al contrario. Cuanto antes se vaciara el hotel, antes podrían empezar los trabajos de reparación. Johan había conseguido ayuda para retirar la nieve del andén. Se habían desenterrado los tractores en un tiempo récord. Muchos huéspedes se habían unido al trabajo con palas y un entusiasmo irreprochable. A juzgar por los que entraban con la cara roja y las manos heladas, el andén parecía una enorme piscina, una pista de jockey sobre hielo con nieve polvo en el borde. Los cables a lo largo de la vía seguían enterrados, y ya no tenían corriente.

Ahora los helicópteros podrían aterrizar.

Se esperaba al primero en cualquier momento.

—El chico se viene conmigo —repetí—. Y me gustaría ser la última en irme.

—Entonces no te irás hasta mañana —dijo Berit.

—Está bien —contesté avanzando con la silla por la recepción, que ya se había quedado casi vacía.

Algunos estaban fuera, otros se habían retirado a sus habitaciones, si no para dormir, al menos para reponerse un poco tras todo lo ocurrido. Desde la llegada de la policía ya no se servía alcohol, y la mayoría comprendió que los preparativos y la evacuación llevarían tiempo. A todos les pareció bien. La evacuación estaba a punto de empezar, y eso era lo único que importaba.

Adrian se había sentado a cierta distancia de los demás, junto a la puerta de la cocina. Nadie se fijaba en él. Estaba allí sentado desde que lo habían traído del edificio anexo. No hacía ni decía nada. Se limitaba a estar allí sentado, con la frente apoyada en las rodillas encogidas y abrazándose las piernas, mientras balanceaba el cuerpo de un lado a otro, imperceptiblemente.

De pronto apareció a mi lado el kurdo que no era kurdo.

—Soy Thomas Chrysler —se presentó; esbozó una amplia sonrisa y me tendió la mano—. Un espectáculo impresionante el que diste abajo.

—Thomas Chrysler —repetí dócilmente, pensando que alguien debería haberse inventado algo mejor al procurar al hombre una identidad falsa—. Del Servicio de Seguridad de la Policía, ¿no?

Echó una rápida mirada a su alrededor. Nadie podía oírnos. Aun así no contestó. Debajo del hirsuto bigote se le veía una dentadura uniforme.

—Solo quería preguntarte —dijo en lugar de contestarme— ¿cómo podías estar segura de que Clara y yo nos enfrentaríamos a Veronica Larsen? Los colocaste a los dos a nuestro lado. Les dijiste que se sentaran ahí, Veronica y el chico.

—Os vi cuando cayó el vagón de tren —dije—. Os vi sacar las armas.

Entornó los ojos. Me escrutó unos segundos antes de esbozar otra ancha sonrisa. Sus dientes eran realmente muy blancos y regulares.

—Pero no podías saber que nosotros…

—Un momento —dije levantando una mano para detenerlo—. Tenía bastantes razones para pensar que erais de los buenos, ¿sabes? Un pajarito me había…, bien, aunque no me había cantado al oído exactamente, sí me había echado una mirada que me hizo comprender que erais de fiar. Dejémoslo ahí. Encantada de conocerte, ahora tengo que ayudar a ese chico. Ah, solo una cosa más…

Ahora fui yo quien giró la cabeza.

—Supongo que vuestro cometido era vigilar a los pasajeros del tren —añadí, ahogando un bostezo—. Trabajabais bajo identidad falsa por si alguien intentaba matar al terrorista, ¿no es así?

Entornó los ojos un poco más. Sus pestañas eran tan largas que se rizaban sobre los pesados párpados.

—¿Terrorista?

La sonrisa se convirtió en una carcajada cordial.

—No custodiamos a ningún terrorista —dijo aún sin alzar la voz—. ¡Se trata de una maniobra! Un simulacro. ¿Creías que…? ¡No, no! No era más que un simulacro. Uno muy
realista
, a decir verdad, bajo unas condiciones más que exigentes.

Estaba mintiendo.

Tenía que ser una mentira. No podía ser verdad que toda aquella pesadilla, todo lo que había sucedido en torno al vagón secreto, todos los rumores y disgustos, la rebelión en el edificio de apartamentos… no podía tratarse de un simple simulacro. Yo no podía haber perdido tanta energía en nada, en un simulacro, en un poco de entrenamiento para esos agentes, cuando desde el principio debería haberme centrado en esa única pregunta vital desde la primera noche: ¿Quién mató a Cato Hammer?

—¿Simulacro de qué?

Tragué saliva, intentando mantener la voz en un tono neutro.

—De transporte en tren de presos de alto riesgo. Tú misma dijiste que…

Una vez más esa mirada experta se paseó confiada por la habitación.

—Vivimos en una nueva época con nuevos desafíos. Tú misma mencionaste uno de ellos.

Guiñó el ojo derecho. Las pestañas se le enredaron de un modo que el gesto resultó más cómico que cómplice.

—Vete —dije en voz baja—. Por favor, déjame en paz.

—Vaya —dijo retrocediendo un paso—. No era mi intención…

—Vete. Vete ya.

—Vale, vale.

Le había vuelto la sonrisa. Se puso la chaqueta, sacó un paquete de chicles del bolsillo y me ofreció.

—No, gracias. Quiero estar sola.

—Entonces solo me queda agradecerte este encuentro —dijo y echó a andar—. Y desearte un buen viaje de vuelta a casa.

Había avanzado tres o cuatro metros cuando se volvió.

—Una cosa más —añadió masticando frenéticamente—. Anoche, durante la cena, me di cuenta de que te preguntabas por la lengua que Clara y yo hablábamos.

No contesté. Ni siquiera lo miré. Llevé mi silla lentamente hacia Adrian.

—Esperanto —dijo riéndose—. Ninguno de los dos hablamos el árabe lo suficientemente bien. El esperanto es algo que muy poca gente conoce y suena bastante extraño. ¿Verdad que sí?

Su risa era auténtica. No pretendía burlarse de mí. Estaba tan contento como yo de que todo hubiese acabado y de que nos fuéramos a casa. Sin embargo, en aquel momento podría haberlo matado. No quería volver a verlo jamás.

Un simulacro. Me sentía engañada. Me había dejado engañar de la manera más tonta.

Y lo peor era que me hacía sentirme como una idiota.

—Adrian —dije en voz baja.

Pero el chico ni siquiera levantó la cabeza.

2

Ahora era sábado, 17 de febrero, y cerca de la una de la tarde. Finse 1222 estaba ya prácticamente vacío. Los grandes helicópteros habían empezado a transportar a la gente a las tres de la madrugada. Llegaban zumbando como plomíferas libélulas por el suroeste, recogían a grupos de pasajeros, y ascendían antes de desaparecer en el cielo. Magnus Streng fue de los primeros en marcharse, y me abrazó con tanta fuerza al despedirse que creí que me lesionaría para siempre. Me dio su tarjeta y prometí llamarlo.

—Un día de estos —le dije—. Te llamaré un día de estos.

Nunca llamaría a Magnus Streng.

Los muertos fueron trasladados en un helicóptero aparte: el maquinista del tren, Elias Grav, los clérigos Cato Hammer y Roar Hanson, y el aterrado Steinar Aass, que había sido lo bastante estúpido como para creerse capaz de vencer al huracán
Olga
. Solo la pequeña Sara con su ropa rosa de bebé había podido viajar con su madre, envuelta en una manta de lana que la madre apretaba contra su pecho mientras lloraba quedamente y se dejaba conducir al helicóptero.

Y yo había dejado que me llevaran en brazos.

Algo que casi nunca sucedía desde que, después de recibir los balazos, había mejorado lo suficiente como para levantarme de la cama sin ayuda de nadie. En el transcurso de cuatro años, solo me había dejado coger en brazos en un puñado de ocasiones. Geir ni siquiera me pidió permiso. Me agarró sin más, de una manera tan ligera que resultó casi placentero, y me llevó por los artísticos escalones hasta el aire libre y la intensa luz del sol blanqueada por la nieve. En el lado este del edificio, muy cerca de la estación cubierta por la nieve, Geir había cavado un ancho sofá cubierto de pieles de reno y con vistas al lago Finse.

Olas congeladas de nieve cubrían todo el lago. Desde la otra orilla se elevaban las montañas, a las que Geir señalaba mientras decía sus nombres sin que yo le escuchara.

Berit al parecer tampoco le prestaba atención.

Ella conocía el paisaje, y se reclinó en las pieles, cerrando los ojos tras las gafas de sol. Tenía la boca medio abierta. Parecía dormida; una despreocupada turista de invierno iluminada por el resplandor helado del sol. Yo miraba boquiabierta y fascinada el paisaje que me rodeaba. Berit me había dado un par de gafas de sol de la tienda, y no me había dejado que se las pagara. Me daban el aspecto de una mosca flacucha, así que tanto mejor.

Era incapaz de entender cómo lo blanco podía ser tan blanco. Cuando me quité las gafas a fin de experimentar la intensidad de lo incoloro, la luz se me clavó como un cuchillo en la retina.

Y sin embargo no era incoloro.

Contemplé con los ojos entornados la grandiosa vista.

La luz del manto de nieve se fraccionó en las lágrimas que se posaron sobre mis pestañas como pequeños prismas de agua. En ese cañoneo de luz me pareció que cada copo de nieve en ese paisaje inmenso tenía los colores del arcoíris. Todo lo que me rodeaba despedía pequeños rayos de colores que desaparecían antes de que lograra captarlos.

Geir hablaba y gesticulaba, pero yo no oía nada.

Estaba sorda a todo menos a las vistas. Era como si realmente pudiera
escuchar
la luz solar caer al suelo y estallar en ese sobrecogedor juego de colores que me dejaba sin aliento.

Tuve que ponerme otra vez las gafas de sol.

Desaparecieron los reflejos y de nuevo me encontré mirando un maravilloso y blanco paisaje de alta montaña.

Desde allí divisaba por encima de la capa de nieve el lado derecho del pequeño castillo que Geir había construido. Estábamos sentados al abrigo de la leve brisa que seguía mordiéndonos las mejillas, y podía ver la improvisada pista de aterrizaje entre las vías del tren, el hotel y el edificio de la estación. El penúltimo helicóptero estaba a punto de abandonar Finse.

Veronica subió los escalones cubiertos de nieve del hotel. Le habían quitado las esposas. Cada uno de los dos policías más jóvenes la cogía de un brazo. Por la forma en que tambaleaba por el andén en dirección al helicóptero daba la impresión de necesitar todo el apoyo que pudiera tener.

Me protegí los ojos del sol con la mano y escruté el hotel.

Per Langerud salió del edificio de apartamentos con el sudafricano delante. Yo no había vuelto a pensar en ese hombre desde que me convencí de que había conseguido pasar al otro edificio antes de que el vagón del tren se derrumbara.

Sobreexpuesto a la intensa luz, el rostro del africano se volvió oscuro e indescifrable.

—¿Por qué…? —murmuré, pero me interrumpí.

El hombre iba esposado. Per Langerud lo empujó irritado cuando el hombre se detuvo ante el imponente helicóptero.

—Berit —dije carraspeando.

—Sí…

Al menos no estaba dormida.

—¿Por qué han arrestado al sudafricano?

—¿Al sudafricano? —Berit se incorporó a medias para mirar.

—Ah, ese. No es sudafricano.

—Sí, es… —empecé.

Entonces caí en la cuenta de que nadie me había dicho que ese hombre bien vestido y con un fuerte y cantarín acento británico fuera sudafricano. Yo simplemente lo había supuesto.

—Es norteamericano —indicó Berit acomodándose de nuevo entre las pieles.

Dejó escapar un suspiro de bienestar, y se tapó con una manta de lana.

Norteamericano.

Había conseguido engañarme con un acento aprendido.

Intenté recordar lo que Thomas Chrysler había dicho exactamente en el transcurso de nuestro breve encuentro, cuando todo había acabado y yo solo pensaba en ocuparme de Adrian. Sus palabras todavía me dolían: «No era más que un simulacro». También me acordé de la exclamación de Geir Rugholmen en el despacho, justo antes de que llegara el primer helicóptero.

«¡Si de verdad se trata de un terrorista que ha sido arrestado o que ha pedido asilo en territorio noruego, a los que debe temer es a los americanos! A ellos no les importaría mucho…»

—Déjame tus prismáticos un momento —le pedí a Geir.

El hombre al que había tomado por sudafricano seguía tan impecablemente vestido como antes. Con los prismáticos pude ver las estrechas rayas de su traje. La corbata seguía igual de perfecta, y los zapatos con los que pisaba la nieve eran elegantes y estaban tan resplandecientes como siempre.

Solo había cambiado su cara.

—¿Por qué lo han arrestado? —pregunté sin quitarme los prismáticos.

—Por tenencia de armas —contestó Berit con indiferencia—. No por otra cosa, creo.

De todas formas a ti no te lo habrían contado, pensé.

Bajé los prismáticos y miré a Geir. Este no observaba lo que sucedía allí abajo, sino que contemplaba ensimismado el lago Finse, murmurando algo sobre
kitesurf
.

Ahí tienes a tu yanqui, Geir, pensé. Tenías razón.

Pero no dije nada. El sudafricano que no era sudafricano era la prueba de que Thomas Chrysler, que con toda seguridad no se llamaba Thomas Chrysler, había mentido al hablar de un simulacro que sin duda no era un simulacro.

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