Pero ¿qué había sido de todos esos miembros de la familia real?
Algunas veces veo con más claridad que de costumbre por qué prefiero no tener nada que ver con la gente.
Su voz era característica, rayando lo caricaturesco.
Se dice que las opiniones en sí no son peligrosas. No estoy tan segura.
No sé qué es lo que más me asusta de Kari Thue, si sus opiniones o su celo de misionera. En todo caso, es peligrosamente capaz. Con su absurda lógica, su visión distorsionada de los hechos y su impresionante fe en su propio mensaje podría ser la protagonista de una obra de Holberg. Además, está en todas partes: en la televisión, en la radio, en los periódicos. Kari Thue asusta tanto a las personas preocupadas que se vuelven agresivas, y persuade a hombres por lo demás inteligentes para que cometan estupideces. La mujer con una voz tan aguda como la raya de su pelo ralo ya había iniciado una discusión. Esa tarde había dos musulmanes en Finse. Un hombre y una mujer. Kari Thue es una sabuesa de categoría, y se había olido la situación hacía rato.
—No te estoy hablando a ti —dijo casi a gritos, y no tuve más remedio que abrir un poco los ojos—. ¡Le estoy hablando a ella!
Un hombre de baja estatura y con un enorme bigote intentaba colocarse entre Kari Thue y una mujer con la que parecía estar casado. Ella llevaba ropa oscura y larga, además de un hiyab; era a ella a quien el pastor futbolero, en su confusión, había intentado reclutar para la plegaria en el salón de la chimenea. Supuse que eran kurdos. Igual podían ser iraníes, claro, iraquíes o incluso musulmanes italianos, pero decidí que eran kurdos. Después de conocer a Nefis, que es kurda, he aprendido a fijarme en detalles que no sé explicar, pero que impiden que falle. La mujer se echó a llorar y se tapó la cara con las manos.
—¿Lo ves? —gritó Kari Thue—. Has…
El pastor con la bandera del club de fútbol Brann, conocido de los medios de comunicación como la propia Thue, atravesó la habitación.
—Vamos a calmarnos —salmodió poniendo una mano tranquilizadora sobre el hombro agitado del kurdo—. Me llamo Cato Hammer. Intentemos llevarnos bien y respetarnos en una situación…
Con la otra mano acarició la espalda de Kari Thue. Ella reaccionó como si el hombre la hubiese untado de ácido sulfúrico, y se volvió tan deprisa que faltó poco para que se le cayera la pequeña mochila que llevaba colgada del hombro.
—¡Aparta! —resopló—. ¡No me toques!
Él retiró bruscamente la mano.
—Creo que debes tranquilizarte un poco —dijo en tono paternal.
—Tú no pintas nada aquí —dijo ella—. ¡Estoy intentando hablar con esta mujer!
Kari Thue se distrajo tanto hablando con el jovial pastor que el kurdo aprovechó la ocasión para esfumarse. Agarró fuertemente a su mujer del brazo y, alejándose a toda prisa del mostrador de la recepción, desapareció en dirección a la escalera, donde un cartel grabado en madera bajo el techo informaba de que se entraba en la Taberna de San Paal.
No me gustan los pastores ni los curas. Me gustan tan poco como los imanes, aunque, a decir la verdad, de estos últimos no he conocido a muchos. Una vez conocí a un rabino bastante agradable, pero eso fue en Nueva York. En general siento muy poca afición por las religiones en general y por los administradores de la superstición en particular. Los que menos me gustan son los pastores. Naturalmente estos también son a los que más acostumbrada estoy. Y a los que más aborrezco son los pastores tipo Cato Hammer. Predican la teología de la tolerancia allí donde los límites entre el bien y el mal se vuelven tan vagos que no veo el sentido de adherirse a una religión. Sonríen con piedad y abarcan mucho. No juzgan a nadie. Aman a todo el mundo. A veces sospecho que los pastores como Cato Hammer no creen en absoluto en Dios, sino que están enamorados de los tópicos relacionados con Jesucristo; el hombre bueno con sandalias, mirada aterciopelada y brazos extendidos: Venid a Mí, pequeños. No lo soporto. No quiero que me abracen. Quiero sermones apocalípticos y amenazas de purgatorio. Quiero pastores y obispos con la espalda erguida y mirada fogosa, quiero intransigencia, condena y promesas de castigo eterno. Quiero una Iglesia que conduzca a sus fieles por la senda estrecha, y que deje muy claro al resto del mundo que nos espera la perdición. De esa manera al menos será fácil distinguirnos. Así no tendré que sentirme involucrada, ya que jamás he pedido que me involucren.
O sea que el tipo no me gustaba.
Sin anticiparme a los acontecimientos, quiero no obstante decir que lo primero que pensé unas horas más tarde, al enterarme de que Cato Hammer había muerto, fue que tal vez no había sido al fin y al cabo tan mala persona.
—No te excites tanto —le dijo a la encolerizada furia—. Creas distancia entre los seres humanos, Kari Thue. Los musulmanes no son lo mismo que los islamistas. El mundo no es así. Tú nos divides en…
—Idiota —resopló ella—. Nunca he dicho ni he insinuado nada semejante. Te has dejado engañar por esa corrección política noruega tan ingenua que permite que este país sea invadido por…
Cerré los oídos.
Aunque en mi opinión las religiones sean en el fondo un azote para la humanidad, no encuentro, sin embargo, ninguna lógica, por no decir decencia, en clasificar a los creyentes. Las religiones son tanto tiranía como civilización, expulsión y adhesión, amor y opresión. Y no entiendo en absoluto por qué el islam debe ser peor considerado que otra clase de superstición. Pero Kari Thue sí que lo entendía. Lidera un movimiento que afirma defender a mujeres, maricas, niños y cualquier otra cosa que forme parte de los
valores noruegos
.
Soy alérgica a la palabra «valores».
En combinación con el concepto «noruego» se convierte en algo repugnante. En su ardor fanático por combatir la
amenaza islamista mundial
, Kari Thue y sus cada vez más numerosas e influyentes compañeras de lucha hacen la vida imposible a los musulmanes noruegos trabajadores y bien adaptados.
El otro sentimiento que me sacudió cuando unas horas más tarde me enteré de la muerte de Cato Hammer fue una profunda irritación de que la persona que yacía congelada en un ventisquero no fuera Kari Thue.
Pero supongo que estas cosas no pueden decirse.
—¿Estás dormida?
—No —contesté intentando incorporarme en la silla—. Al menos ya no.
Empezaba a sentirme entumecida. Aunque no notaba la herida de la pierna, cada vez veía más claro que el resto del cuerpo también había recibido una buena paliza. Me dolía la espalda, tenía agujetas en un hombro y la boca seca. El doctor Streng había acercado una silla a la mía. Me ofreció vino tinto.
—No gracias. Pero querría un vaso de agua.
Solo tardó un par de minutos en traérmelo.
—Gracias —dije bebiéndomela de un trago.
—Bien —dijo el doctor Streng—. Es importante que el cuerpo tenga líquido.
—Siempre —dije con una sonrisa rígida.
—Un tiempo horrible —dijo él alegremente.
No contesto a frases de ese tipo.
—He intentado salir hace un rato —prosiguió impertérrito—. Para saborear el frío, por así decirlo. ¡Imposible! Además del huracán, la nevada es la peor que recuerda la gente de aquí. La nieve se amontona junto a las paredes y tapa ventanas y… La temperatura ha descendido a veintiséis bajo cero, y con este viento el frío es…
Reflexionó.
—Helador —sugerí.
Dejé el vaso en el suelo. Solté el freno de la silla, e hice al médico un breve gesto con la cabeza, antes de empezar a moverme lentamente. Él no se dio por aludido.
—Podemos sentarnos aquí —sugirió, contoneándose detrás de mí con dos copas de vino tinto en las manos, con la esperanza de que yo cambiara de parecer—. ¡Así podremos contemplar la ventisca!
Me di por vencida y aparqué junto a la ventana, tal como él había sugerido.
—No hay mucho que contemplar —dije—. Ventisca blanca. Hielo, nieve.
—Y viento —dijo Magnus Streng—. ¡Vaya viento!
En eso tenía razón. Ciertamente el bramido de fuera era tan fuerte que todo el mundo se veía obligado a elevar la voz para hacerse oír, pero lo más llamativo era el viento, ese viento que hacía vibrar las ventanas, como si la ventisca estuviera viva, con un corazón y pulso dificultosos. La vista carecía de puntos de referencia. Ni árboles, ni objetos; incluso las paredes desaparecieron en caóticos remolinos de nieve, no había donde fijar la mirada.
—No se preocupen —dijo una voz detrás de mí—. Estas ventanas aguantan. Tienen tres capas de cristal. Si se rompe una, seguirá habiendo dos.
Era obvio que Geir Rugholmen no era un hombre rencoroso. Se sentó en el borde de la mesa y levantó un vaso para brindar. Parecía lleno de Coca-Cola.
—Claro —contesté.
—Fascinante —dijo el médico en tono alegre—. Estas ventanas no son tan grandes, pero en el Salón Azul puede comprobarse que el cristal realmente es un material elástico. Oye, Rugholmen, ¿puedes decirnos si hay algo de verdad en los rumores sobre que hay miembros de la familia real entre nosotros?
Me pareció notar un cambio en la expresión del hombre de Bergen. Un aire vigilante, una minúscula vacilación en la mirada antes de escudarse detrás del vaso que sostenía.
—No son más que bobadas —dijo—. No hay que creer todo lo que se oye.
—Pero ese vagón —protestó Magnus Streng—. Si no me equivoco, había un vagón de más…
—¿Qué tal vas? —preguntó Rugholmen mirándome con una sonrisita como si quisiera acabar de una vez por todas con nuestra disputa anterior.
Primero hice un gesto afirmativo con la cabeza, y luego uno negativo cuando Magnus Streng intentó darme la copa de vino de nuevo.
—Creo que todo el mundo tiene ya su habitación para esta noche —dijo Rugholmen—. Y menos mal que hemos logrado llevar a tiempo a la gente que va a dormir en otras casas. En este momento no se puede salir. El viento es tan fuerte que se te lleva, y la nieve se arremolina en el suelo.
—¿Cuándo vendrán a rescatarnos? —pregunté.
Geir Rugholmen se echó a reír. Era una risa alegre y melodiosa, como la de una chica. Sacó una caja de rapé.
—No te das por vencida —constató.
—¿Cuánto tiempo durará el vendaval? —pregunté.
—Mucho.
—¿Cuánto es mucho?
—Es difícil de decir.
—Pero estaréis en contacto con el Instituto de Meteorología —señalé. En ese momento ya no intentaba ocultar mi irritación.
El hombre se colocó un poco de rapé bajo el labio y se metió la caja en el bolsillo.
—No tiene buena pinta —constató—. Pero puedes estar tranquila. Aquí hay suficiente comida, suficiente calor y mucha bebida. Relájate y disfruta.
—Dentro de lo que cabe —intervino Magnus Streng— ha sido una suerte que nos encontráramos a solo unos cientos de metros de la estación. Tengo entendido que la velocidad no era excesiva precisamente por esa razón. Por debajo de setenta kilómetros por hora, según dicen. Podemos realmente llamarlo suerte, dadas las circunstancias. Y luego este hotel. ¡Qué lugar! ¡Qué personal! Todo sonrisas y amabilidad. Se comportan como si estuvieran acostumbrados a recibir víctimas de accidentes todos…
—¿Quién es el responsable aquí? —interrumpí mirando a Geir Rugholmen.
—¿Responsable? ¿Del hotel?
Suspiré.
—¿Del accidente? —preguntó con sarcasmo abriendo los brazos—. ¿Del vendaval?
—De nosotros —intervine yo—. ¿Quién es el responsable de las labores de rescate? ¿De sacarnos de aquí? Si no me equivoco, la responsabilidad operativa concierne a la policía local. ¿Quiénes son? ¿Los de la comisaría rural de Ulvik? ¿Hay algún representante local? ¿La Central de Salvamento de Sola está…?
—Qué cantidad de preguntas —me interrumpió Geir Rugholmen en una voz tan alta que los que estaban sentados cerca miraron en nuestra dirección—. Pero ¡si yo no tengo la obligación de contestar a esas cosas!
—Creí que pertenecías al grupo de salvamento. ¿La Cruz Roja?
—Te equivocas por completo.
Dejó la copa en la mesa con estruendo.
—Soy abogado —declaró iracundo—. Y vivo en Bergen. Tengo un apartamento aquí, y me había tomado una semana libre para arreglar la cocina antes de las vacaciones de invierno. Cuando oí el golpe, no me hizo falta mucha imaginación para entender lo que había sucedido. Tengo una moto de nieve. Te ayudé a ti y a muchos otros, y no espero que nadie me lo agradezca. Pero al menos podrías intentar ser un poco amable, ¿no?
Su cara estaba tan cerca de la mía que noté una fina lluvia de saliva cuando prosiguió:
—Si no puedes mostrarte agradecida, al menos podrías ser un poco amable con un tipo que en lugar de pintar armarios de cocina ha hecho de transportista en medio de este jodido vendaval para salvarte a ti y esa maldita silla tuya.
Estoy acostumbrada a que la gente se aleje. Es lo que pretendo. Se trata de encontrar el equilibrio entre la mala educación y la circunspección. Demasiado de lo último no despierta sino la curiosidad y las ganas de entrometerse de la gente, como era el caso de Magnus Streng, que había decidido conocerme más de cerca. Esta vez me había inclinado demasiado hacia lo primero.
—Lo lamento —dije intentando parecer sincera—. Claro que te estoy agradecida por ayudarme. Y sobre todo por haber ido a buscar mi silla cuando el vendaval había empeorado. Gracias. Muchas gracias.
Logré mi propósito. Geir Rugholmen me miró unos segundos con cara inexpresiva, antes de encogerse de hombros y esbozar una sonrisa irónica.
—Vale —dijo—. Y yo puedo decirte que va a haber una reunión informativa dentro de… —echó una mirada a un reloj de buceador de plástico negro— media hora. Se va a celebrar aquí. Por consideración a ti, de hecho. Ha sido idea mía. Y te lo diré de una vez por todas: tardarán en rescatarnos. Es imposible saber cuándo llegarán. Los cables se han caído justo al oeste de Haugastøl. El vendaval es tan fuerte que ni siquiera las máquinas quitanieves con motor diesel consiguen avanzar. No podemos ni soñar con helicópteros. Simplemente, estamos aislados del mundo. Entretanto, deberías intentar relajarte un poco, ¿de acuerdo?
Sin esperar la respuesta, se bebió el resto de la Coca-Cola y se marchó.
Adrian había encontrado a alguien.
Me dejó asombrada. Lo había visto un poco antes; cruzó el viejo y gastado suelo de tablones de madera arrastrando los pies con una joven pisándole los talones. La chica debía de tener unos dieciocho años, aunque era difícil determinarlo. Parecía una versión en feo de Nemi, la figura de cómic. Excesivamente delgada, llevaba ropa oscura y tenía el pelo negrísimo. Solo las raíces de pelo rubio ceniza en la raya de en medio y un piercing plateado en el labio inferior rompían la monotonía del negro. Iba tan maquillada que igual podría haber tenido quince que veinticinco años. Los dos jóvenes estaban sentados en el suelo, apoyados contra la pared y abrazándose las piernas, muy cerca de la puerta de la cocina. Me di cuenta de que no se hablaban. Simplemente estaban allí sentados, como dos individuos miserables y mudos entre un grupo de gente que en el transcurso de la noche se había relajado bastante.