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Authors: Anne Holt

Tags: #Policíaco

1222 (3 page)

BOOK: 1222
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—… que para los que deseen asistir, tendrá lugar una pequeña plegaria de un cuarto de hora en el salón de la chimenea. Si a alguien le hace falta ayuda para bajar la escalera, no tiene más que pedirla. No creo que yo sea el único…

—¡Cállate!

El chaval no desistía. Se había levantado. Se encontraba a solo un par de metros de donde yo estaba sentada, y se había puesto las manos delante de la boca en forma de megáfono.

—Oye, tú —dije en tono severo—. ¡Oye, tú!

El chico se volvió hacia mí. No debía de tener más de catorce años.

Su mirada me resultó dolorosamente familiar. Tal vez lo saben. Tal vez por eso siempre intentan esconder los ojos, bajo el flequillo o entornando los párpados. Aquel chaval se tapaba demasiado la frente con el gorro.

—Oye tú —dije haciéndole una seña con la mano para que se acercara—. Ven aquí. Cállate y ven aquí.

Él no se movió.

—¿Quieres que les cuente a todos los presentes por qué estás aquí, o vas a acercarte más? ¿Para que podamos mantener cierta… discreción?

Dio un paso vacilante hacia mí y se detuvo.

—Ven aquí —dije en un tono un poco más amable esta vez.

Un paso más. Otro.

—Siéntate.

El chaval apoyó la espalda contra el mostrador de la recepción, dejándose caer lentamente sobre el trasero. Se abrazó las rodillas y no me miró.

—Estás huyendo —constaté en voz baja, en lugar de preguntar—. Vives en una institución de protección de menores. Has estado en varias familias de acogida, pero siempre se ha ido todo a la mierda.

—Gilipolleces —murmuró.

—En realidad, no pretendo discutir con un catorceañero como tú, que viaja solo. ¿O acaso formas parte de una encantadora familia que está dando una vuelta por el vendaval? ¿Puedes señalarme con quién viajas?

—No tengo catorce.

—Trece, entonces.

—Tengo quince, joder —dijo, y resopló.

—Tal vez dentro de uno o dos años.

—¡En enero! ¡Hace un mes! ¿Quieres una prueba?

Sacó furibundo su cartera de unos vaqueros que le iban demasiado grandes. Era de nailon de color camuflaje y la llevaba sujeta al cinturón con una cadena. Cuando sacó una tarjeta bancaria vi que se mordía las uñas hasta hacerse sangre.

—Vaya —dije sin mirarlo—. Tarjeta bancaria y todo. Un chico mayor ya. Entonces digamos quince. Ahora escúchame. ¿Cómo te llamas?

El chaval tenía tan poco interés en hacer amigos de invierno como yo.

—¿Cómo te llamas? —repetí antes de avistar el nombre en la tarjeta en el momento en que volvía a metérsela en el bolsillo.

Miraba en silencio y distraído desde debajo de la visera de su gorro. A su alrededor flotaba un tufo agrio, como si le hubieran lavado la ropa sin molestarse en secarla bien antes de meterla en el armario.

—Adrian —dije desalentada—. Ahora te diré una cosa.

El chico se estremeció, se pasó la mano por el gorro y me miró fijamente durante tres largos segundos.

Adrian tenía quince años. Yo no sabía nada de él, y sin embargo lo sabía todo. No era capaz de luchar contra nadie; bajo esa ropa demasiado grande no debía de pesar más de cincuenta kilos. Era muy mal hablado. Un ladronzuelo, seguro, y estaba convencida de que se encontraba ya en los inicios de un autodestructivo consumo de drogas. Un pequeño y mierdoso delincuente de quince años que aún no había aprendido a ocultar la mirada.

—¿Eres vidente? ¿Cómo has podido…?

—Sí, soy vidente. Y ahora te vas a quedar callado. ¿Estás herido?

Apenas movió la cabeza. Lo interpreté como un no.

—¡Aquí tienes tu silla!

Geir Rugholmen traía consigo un soplo helado. En ese momento me di cuenta, por fin, de que la recepción se estaba quedando vacía.

—Tenemos que encontrarte una habitación a ti también —dijo mientras montaba la silla de ruedas con asombrosa pericia—. La mayor parte ya tiene adjudicada una cama en el hotel. También usamos los apartamentos privados.

Hizo un gesto indeterminado en dirección a la escalera, antes de montar la última rueda de la silla.

—Por suerte, el hotel se encontraba casi vacío cuando ocurrió el accidente. No estamos precisamente en temporada alta. Aún falta un poco para las vacaciones de invierno. ¡Eso habría sido peor! A los más jóvenes y a los mayores en mejor estado los hemos llevado a las casas más próximas a la estación. Y ahora tendremos que buscarle un sitio a…

Se interrumpió a sí mismo y miró a Adrian con los ojos entornados.

—¿Viajáis juntos? —preguntó algo escéptico.

—En cierto modo sí —contesté—. Por el momento.

—Creo que tengo sitio para ti en una de las habitaciones más cercanas. Ya hay dos personas allí, pero con un colchón en el suelo, ese niñato tuyo también puede…

—¡Entonces empezamos! —gritó el hombre de la bufanda del Brann, intentando llamar la atención de unos jóvenes que estaban sentados junto a la mesa de comedor, degustando algo parecido a un estofado de carne, pero que luego me explicarían que se llamaba sopa de vagabundo—. ¡Nos reunimos aquí abajo, amigos! ¡También podemos ofrecerles café y pastas!

Era obvio que la respuesta del público no era la esperada. El pastor agarró del brazo a una mujer que pasaba por allí, pero la soltó inmediatamente al darse cuenta de que lo que él había tomado por un pasamontañas en realidad era un hiyab. Los jóvenes seguían comiendo en silencio. No tenían prisa. Más bien al contrario; sin mirar siquiera en dirección al predicador, se sirvieron lentamente más sopa. Algunos empezaron a tararear una enervante y chistosa canción infantil. Una chica se rió entre dientes y se sonrojó.

—¿Alguien puede meterle una bala en la frente a ese jodido cura? —murmuró Adrian antes de alzar la voz—. ¡Yo no voy a compartir habitación con nadie!, ¿eh? Ni de coña.

Se acercó con arrogancia a la mesa y se dejó caer sobre una silla lo más alejada posible de los demás.

Geir Rugholmen se rascó su barba de tres días, cerrada y de un negro azulado.

—Un tipo duro, ese pequeño amigo tuyo.

Hizo ademán de ayudarme a levantarme.

—No —dije—. Puedo yo sola. El chico no es amigo mío.

—Mejor para ti.

—Ignóralo.

—Hago lo que puedo. ¿No quieres que le…?

—¡No!

Mi voz se volvió más brusca de lo necesario. Lo que suele sucederme. Lo que me sucede casi siempre, a decir verdad.

—¡Vale, vale! ¡Tranquila! Dios mío, solo quería…

—Tampoco me hace falta ninguna cama —dije incorporándome—. Prefiero quedarme aquí sentada.

—¿Toda la noche? ¿Pretendes pasarte toda la noche sentada en esta silla? ¿Aquí?

—¿Para cuándo se espera la ayuda de fuera?

Geir Rugholmen enderezó la espalda. Puso los brazos en jarras y bajó la mirada apuntándome con la nariz. La típica mirada de los que están de pie, de los erguidos, de los que funcionan bien.

En realidad no me parece tan mal estar impedida. Deseo ser inmóvil, así es como he elegido vivir. La silla de ruedas no me impide hacer casi nada a diario. Puedo pasar semanas sin salir de mi casa. Los problemas surgen cuando me obligan a salir. La gente quiere ayudarme a toda costa. Levantar, empujar, llevar.

Por esa razón elegí el tren. He de admitir que ir en avión me resulta una pesadilla. Con el tren todo es más sencillo. Menos roces. Menos manos desconocidas. Al fin y al cabo el tren ofrece cierto grado de autonomía.

Excepto cuando descarrila y choca.

No soporto esas miradas de los sanos y ágiles, esas miradas de arriba abajo. Razón por la que tampoco quería encontrarme con la mirada de ese hombre. Opté por cerrar los ojos e hice como si me acomodara para dormir.

—Creo que no entiendes del todo la situación —dijo Geir Rugholmen.

—Estamos aislados y atrapados por las condiciones meteorológicas.

—Pues sí, más bien. Estamos muy jodidos, aislados y atrapados. En este momento el temporal tiene ráfagas huracanadas. ¡Huracanes en Finse! En realidad no es muy corriente, pues estamos al abrigo de…

—Lo único que me interesa es: ¿cuándo vendrán a sacarnos de aquí?

Se hizo el silencio. Y sin embargo podía sentir que el hombre continuaba estando allí. El olor a humo y lana vieja seguía siendo igual de fuerte.

—Te he hecho una pregunta —dije en voz baja y con los ojos cerrados—. No pasa nada si no sabes contestarme. Voy a dormir un poco.

—Eres como un avestruz.

—¿Cómo?

—Crees que nadie te ve si cierras los ojos.

—El avestruz esconde la cabeza, si no me equivoco. Pero creo que solo es un mito.

Dejé escapar un largo bostezo, todavía con los ojos cerrados.

—Que nadie diga que no lo he intentado —dijo Geir Rugholmen disgustado—. Si quieres seguir aquí sentada en plan borde… vete a la mierda.

Las botas de esquí patearon el suelo y desaparecieron.

Este tipo de cosas se me dan muy bien.

Puede que me quedara dormida un momento.

1 EN LA ESCALA DE BEAUFORT

VENTOLINA

VELOCIDAD DEL VIENTO: 0,3 − 1,5 m/s

Apenas perceptible.
Se ve claramente que el viento mueve los copos de nieve.

1

Se decía que la princesa heredera viajaba en el tren.

Nadie sabía qué había sido de ella.

Si insistí en que me trajeran la silla de ruedas del lugar del siniestro, no fue solo porque me sintiera inválida sin ella. Por lo que a mi movilidad se refiere, daba más o menos igual. En cualquier caso tenía que quedarme en la recepción. Es cierto que los lavabos se encontraban en la misma planta, justo al lado de la escalera principal, algo que, gracias a Dios, me permitiría vaciar mis bolsas de un modo discreto, pero aparte de eso no podía ir a ningún sitio sin ayuda.

Lo más importante de la silla de ruedas es la distancia que crea.

No me refiero a una distancia física, claro; como ya he dicho, la gente me mira e intenta obligarme a recibir su ayuda constantemente. Me refiero más bien a una distancia psíquica. La silla me hace distinta. Me define como algo completamente diferente a todos los demás, y con cierta frecuencia la gente me cree tonta. O sorda. La gente habla por encima de mi cabeza, literalmente, y basta con que me eche hacia atrás y cierre los ojos para que sea como si no existiera.

De esa manera te enteras de muchas cosas.

Mi relación con las demás personas es —¿cómo expresarlo?— de un carácter más académico. Prefiero no tratar con nadie, algo que fácilmente se interpreta como falta de interés. No es así. La gente me interesa. Por eso veo mucha televisión. Leo libros. Tengo una colección de DVD que muchos me envidiarían. En mis tiempos fui una buena investigadora policial. Entre los mejores, diría yo. Eso hubiera sido imposible si no sintiera curiosidad por el destino de los demás, por las vidas de los demás.

Lo que me molesta es tener a la gente muy cerca.

Me interesan las personas, pero no quiero que las personas se interesen por mí. Es un ejercicio muy fatigoso. Al menos si te rodeas de amigos y colegas, y si estás —como ocurre en la policía— obligada a trabajar en equipo. Cuando me dispararon y estuve a punto de morir, me quedé sin fuerza.

Me sentía bien, allí sentada en la recepción, completamente sola.

La gente miraba, yo lo notaba, y sin embargo era como si yo no existiera. Hablaban de todo sin tapujos. Aunque muchos se habían retirado cuando distribuyeron las habitaciones, aún era demasiado pronto para acostarse. La mayoría volvía poco a poco a la recepción. El susto tras el accidente disminuía. Se oían más risas. La situación ya no era amenazante, aunque el vendaval fuera el más violento que había vivido jamás cualquiera de nosotros. Lo que pasaba era más bien que el sólido y desvencijado edificio ejercía un efecto tranquilizador sobre nosotros. Esa chapuza arquitectónica combada y de madera oscura había soportado vientos y huracanes durante casi cien años, y tampoco esa noche iba a decepcionar a nadie. Los médicos habían atendido ya a la cola de necesitados de cura. Algunos jóvenes estaban jugando al póquer. Yo había colocado mi silla a una distancia prudente de la larga mesa de madera, y podía escucharlos a ellos y a las personas que volvían de sus habitaciones para oír las últimas noticias, comparar heridas y lesiones y mirar por los grandes ventanales cómo la ventisca intentaba en vano abrirse paso hasta donde estábamos, en Finse 1222.

Yo escuchaba lo que decía la gente. Todos creían que estaba dormida.

Y cuando todo el mundo hubo recibido comida y cuidados, cuando ya no quedó nada que contar sobre dónde estaba cada uno en el tren en el momento del accidente, y los vasos y copas empezaron a llenarse de cerveza y vino, lo que le interesó a la mayoría de los presentes era dónde demonios se había metido Mette Marit.

Los rumores habían corrido ya en el tren. Dos señoras de mediana edad sentadas justo detrás de mí apenas habían hablado de otra cosa. Había un vagón especial, susurraron con voz audible. El último vagón, que era muy diferente al resto de los vagones, y no se parecía en absoluto al habitual tren de la mañana entre Oslo y Bergen. Además, habían cerrado el paso a un extremo del andén. Debía de ser el vagón real. Ciertamente no tenía un aspecto muy
real
, pero quién sabía cómo estaba decorado por dentro, y además nadie ignoraba el miedo al avión de Mette Marit. Podría ser la reina Sonia, claro, era una gran aficionada a la montaña, eso todo el mundo lo sabía, pero por otra parte no era normal que se fuera de viaje justo antes del setenta cumpleaños del rey.

Cuando las señoras se bajaron en Hønefoss respiré aliviada.

Me precipité.

Los rumores habían cuajado y estaban a punto de convertirse en verdades. Los extraños se hablaban. El tren era cada vez menos noruego conforme ascendía hacia la alta montaña. La gente compartía bocadillos y se ofrecía a ir a por café. Algunos afirmaron saber algo que habían oído decir a unos conocidos, y una joven de unos veintitantos años ofreció una información fidedigna, alegando que había estudiado el bachillerato con alguien que trabajaba en la Guardia de Seguridad del palacio, y que, de hecho, iría a Bergen esa semana.

Cuando partimos de Oslo, había ciertamente un vagón de más en el tren.

Al acercarnos a Finse, el vagón se había transformado en un vagón real y todo el mundo sabía que en el tren viajaban Mette Marit y sus guardias de seguridad y seguramente también el pequeño príncipe Sverre. Este era pequeño todavía, necesitaría a su mamá, el pobre. Un señor mayor muy entusiasta dijo haber visto a una niñita por una ventana antes de que la policía le ordenara que se apartara de allí, de manera que la princesita Ingrid Alexandra también estaba a bordo.

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