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Authors: Anne Holt

Tags: #Policíaco

BOOK: 1222
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De repente no era capaz de verle la cabeza.

—¡Sale veinte centímetros por el otro lado! —gritó—. Has sangrado. En realidad has sangrado bastante. ¿Tienes frío? Quiero decir… ¿tienes más frío que de…? Parece que el bastón está algo torcido, de modo que…

—No podemos arrancárselo —dijo el hombre de las gafas alpinas en una voz tan baja que apenas podía oírla—. Si lo hacemos, morirá desangrada. ¿Qué idiota ha metido aquí dentro un par de bastones?

Miró a su alrededor con gesto de reproche.

—Tenemos que llevárnosla enseguida, Johan. Pero ¿qué coño hacemos con el bastón?

No recuerdo nada más.

De las 269 personas que iban en el tren número 601 procedente de Oslo y con destino a Bergen el miércoles 14 de febrero de 2007, solo murió una. Era el maquinista que conducía el tren, y seguramente no tuvo tiempo de darse cuenta de lo que estaba sucediendo antes de morir. No chocamos contra la montaña en sí. Al pie de la montaña de Finsenut, una tubería de hormigón perfora las masas de roca, como si alguien hubiera pensado que el túnel de más de diez kilómetros no fuera lo suficientemente largo y necesitara que le añadieran unos metros de feo hormigón en el bonito paisaje del lago de Finse. La investigación posterior mostraría que el descarrilamiento ocurrió a unos diez metros de la abertura del túnel. La causa fue una extensa formación de hielo en las vías. Muchos han intentado explicarme cómo puede suceder algo así. En el transcurso de la hora previa al accidente pasaron dos trenes de mercancías en dirección contraria. Si lo entendí bien, habían llevado el aire más caliente del túnel al de fuera cada vez más frío, más o menos como en la bomba de una bicicleta. Como el aire frío tiene menos capacidad que el aire caliente de conservar la humedad, el agua condensada dentro se convierte en gotas que caen al suelo en forma de hielo. Y más hielo. Tanto hielo que ni siquiera el peso de un tren consigue romperlo a tiempo. A posteriori, he pensado que la tubería de hormigón, cuya finalidad entonces fui incapaz de entender, está colocada allí para asegurar un enfriamiento gradual del aire dentro del túnel. Hasta ahora nadie ha podido decirme si tengo razón o no.

No entiendo cómo un fenómeno meteorológico que tiene que conocerse desde tiempos inmemoriales puede ocasionar el descarrilamiento de un tren en una vía férrea que lleva funcionando desde 1909. Vivo en un país de innumerables túneles. Los noruegos deberíamos ser duchos en asuntos de nieve, hielo y ventiscas en la montaña. Pero en este milenio de alta tecnología, con aviones y submarinos atómicos, colocación de vehículos en Marte, clonación de animales y cirugía láser de precisión nanométrica, algo tan simple y natural como el aire de un túnel unido a una ventisca invernal en la montaña puede hacer descarrilar un tren y aplastarlo contra una enorme tubería de hormigón.

No lo entiendo.

Más tarde el accidente recibió el nombre de la catástrofe de Finse. Como de hecho no se trató de una catástrofe, sino de un accidente importante, he llegado a la conclusión de que esa denominación se debe a todo lo que ocurrió en y alrededor de la estación de ferrocarril, a 1222 metros sobre el nivel del mar durante las horas y los días siguientes al choque, mientras el vendaval se convirtió en el peor de su especie en más de cien años.

2

Cuando volví en mí yacía en el suelo de una destartalada recepción de hotel. Un desagradable e intenso olor a lana húmeda y a estofado de carne me cosquilleaba en la nariz. Justo encima de mi cara, un reno disecado miraba al vacío con ojos de cristal. Sin verlo, intuí que la habitación estaba llena de gente; gente llorando, gente muda o hablando con agitación.

Intenté incorporarme lentamente.

—No lo hagas —dijo una voz que reconocí del tren.

—Tengo que marcharme —dije ofuscada al reno.

El hombre del traje azul de moto entró de repente en mi campo visual. Por la manera en que se inclinaba, con la cabeza entre mi cuerpo y el animal, parecía tener cuernos.

—Te quedarás aquí un tiempo —dijo con una sonrisa—, como todos los demás. Por cierto, me llamo Geir Rugholmen. ¿Y tú?

No contesté.

No tenía intención alguna de hacer nuevas amistades en ese viaje. Ciertamente, Finse no estaba comunicada por carretera con el mundo exterior. La histórica carretera de Rallar está cerrada al tráfico normal de automóviles incluso en verano. En invierno es, en el mejor de los casos y en días de buen tiempo, una pista para las motos de nieve. Aun con los restos de un tren en medio de la vía de Bergen, y un vendaval que al parecer arreciaba, yo seguía pensando que solo era cuestión de tiempo que llegaran las colosales máquinas quitanieve del Ferrocarril Nacional Noruego desde Haugastrl o Ustaoset, al este de la región. Yo no llegaría a Bergen por el momento, pero tampoco nos quedaríamos mucho tiempo en Finse.

Tal vez unas horas.

Ninguna razón para hacer nuevos amigos.

3

Entre los pasajeros del tren accidentado, ocho resultaron ser médicos, una feliz sobrerrepresentación de esa profesión debida a que siete de ellos iban a participar en un congreso acerca del tratamiento de quemaduras en el Hospital Universitario de Haukeland. También yo me dirigía allí cuando el tren descarriló. No para participar en el congreso de quemaduras, claro, sino para ver a un especialista norteamericano en secuelas de fracturas de la columna. Desde que una noche de la Navidad de 2002 recibí un disparo en la espalda que me dejó paralítica de cintura para abajo, el resto del cuerpo ha empezado también a renquear. Tardé algún tiempo en darme cuenta de que no oía tan bien como antes. Cuando el disparo me alcanzó, caí al suelo y me golpeé la cabeza, y los médicos concluyeron que con la caída me dañé el nervio auditivo. No tiene importancia. No dependo en absoluto de un audífono, y me manejo perfectamente. Sobre todo porque rara vez hablo con otras personas y porque los televisores tienen un botón con el que se puede subir o bajar el volumen.

Pero a veces me cuesta respirar. De vez en cuando noto un pinchazo espasmódico en la región lumbar. Cosas así. Pequeñeces, en mi opinión, pero me dejé convencer. Decían que ese americano era fabuloso.

Así pues, siete de los ocho médicos del tren eran especialistas en un tipo de daño que no sufríamos ninguno de nosotros. El octavo, o la octava, una mujer de sesenta y tantos años, era ginecóloga. Y aunque fueran especialistas en piel o en órganos femeninos, despacharon con soltura los cortes y fracturas de huesos.

A mí me trató el enano.

No debía de medir más de metro cuarenta de estatura. Por otra parte, era igual de ancho que de largo, tenía una cabeza demasiado grande para el cuerpo, y los brazos más cortos que jamás he visto, incluso en un enano. Intenté no mirarlo fijamente.

Casi nunca salgo de casa. Se debe a muchas cosas, una de ellas es que no soporto que la gente me mire. Teniendo en cuenta que soy una mujer de mediana edad de aspecto normal en silla de ruedas, y que por tanto no debería resultarle especialmente interesante a nadie, no me costaba mucho imaginar cómo debía de pasarlo ese hombre. Lo advertí en cuanto el hombre vino hacia mí. Alguien me había puesto un cojín debajo de la cabeza y ya no estaba obligada a escudriñar el hocico del reno, donde la piel había desaparecido y unas rudimentarias costuras revelaban el trabajo poco profesional del taxidermista. Cuando el médico de corta estatura atravesó la habitación con un curioso contoneo al caminar, se abrió un surco como cuando Moisés dividió el mar Rojo. Todas las conversaciones se acallaron, incluso los gemidos y los gritos de dolor se fueron apagando a su paso.

Todos le miraban boquiabiertos. Cerré los ojos.

—Mmm —dijo arrodillándose junto a mí—. ¿Qué tenemos aquí?

Su voz era sorprendentemente grave. Creo que me esperaba una voz de helio, como si fuera a actuar en un cumpleaños infantil. Dado que resultaría sumamente descortés no mirar al médico cuando me estaba hablando, y con los ojos cerrados podría indicar además que me sentía peor de lo que estaba, los abrí.

—Magnus Streng —dijo, cogiendo mi reluctante mano derecha con un puño grande y redondo.

Murmuré su nombre, y no pude evitar pensar que los padres del médico debían de tener un sentido del humor algo peculiar. Magnus. El grande.

Me miró un instante con los ojos entornados y levantó el dedo índice. Luego su rostro se disolvió en una amplia sonrisa.

—La mujer policía —dijo con gran entusiasmo—. Tú eres la que fue tiroteada en Nordmarka hace algunos años, ¿verdad? Por aquel…

De nuevo su rostro adquirió una expresión caricaturesca y pensativa. Esta vez se puso el dedo sobre la sien antes de sonreír aún más:

—Por aquel jefe de policía corrupto, ¿verdad? Algo hubo de…

—Hace mucho tiempo de eso —lo interrumpí—. Tienes buena memoria.

Refrenó la sonrisa y se concentró en mi pierna. Hasta ese momento no me había percatado de que el omnipresente Geir Rugholmen se había sentado al lado del doctor. Ya no llevaba el traje de moto. Su jersey de lana debía de datar de la guerra. Los codos desnudos le sobresalían por las mangas. El pantalón bombacho habría sido azul en otros tiempos, pero estaba tan gastado que tenía un color oscuro y grisáceo. El hombre olía a humo de hoguera.

—¿Dónde está mi silla? —pregunté.

—El bastón salió solo —le explicó Geir Rugholmen al médico, mientras se colocaba bien el rapé con la lengua—. No queríamos sacarlo, pero tuvimos que partirlo por fuera de la herida antes de transportarla hasta aquí. Entonces simplemente… simplemente se salió por su cuenta. Pero ya no sangra mucho.

—¿Dónde está mi silla? —volví a preguntar.

—Sé que el bastón debería haberse quedado dentro —prosiguió Rugholmen.

—¿Dónde está su silla? —preguntó el doctor Streng sin quitar ojo a la herida.

Me había rasgado la pernera del pantalón y tuve la sensación de que sus manos eran rápidas y precisas, a pesar del tamaño y la forma.

—¿La silla? ¿La silla de ruedas? En el tren.

—Quiero mi silla —insistí.

—¿Cómo coño vamos a volver allí y…?

El doctor levantó la vista. Se sacó del bolsillo del pecho unas gafas enormes con montura de concha, se las puso y dijo en voz baja:

—Agradecería en sumo grado que alguien fuera a por la silla de ruedas de esta señora. Cuanto antes mejor.

—Pero ¿sabes el tiempo que hace ahí fuera? ¿Sabes…?

El dedo índice, ya no tan cómico, empujó las gafas sobre la nariz antes de que el doctor clavara su mirada en nuestro salvador.

—Id a por la silla. Ahora mismo. Creo que tú también te sentirías bastante incómodo si tus piernas se hubiesen quedado en el compartimento de un tren mientras eras transportado fuera de allí sin poder hacer nada. Dado que os he visto a ti y a tus estupendos colegas trabajar en el vendaval, supongo que os resultará relativamente fácil traer aquí algo tan importante para nuestra amiga.

De nuevo esa amplia sonrisa. Tuve la sensación de que el hombre usaba conscientemente su minusvalía. Cuando en el transcurso de la conversación empezabas a olvidarte de esa figura de circo, él se ocupaba enseguida de volver a recordarte a un payaso. Su boca ni siquiera necesitaba la tradicional pintura roja, pues sus labios eran lo bastante gruesos. Todo resultaba muy confuso. Geir Rugholmen se levantó con desgana, murmuró algo y fue hacia el porche, donde había dejado su ropa de abrigo.

—Un hombre de montaña —dijo el doctor Streng alegremente siguiéndolo con la mirada—. Y esta herida ofrece un aspecto fabuloso. Has tenido suerte. Con una buena dosis de antibióticos, para mayor seguridad, todo irá muy bien.

Me incorporé. No tardó más que unos segundos en vendarme la pierna.

—Hemos tenido mucha suerte —dijo en voz baja, metiéndose de nuevo las gafas en el bolsillo—. Esto podría haber acabado muy pero que muy mal.

No sabía bien si se refería a mi herida o al accidente en sí. Se sacudió las manos como si yo hubiera estado llena de polvo. A continuación fue contoneándose hasta el siguiente paciente, un aterrado niño de unos ocho años, con el brazo en un cabestrillo provisional. Mientras intentaba deslizarme hasta el mostrador de la recepción con el fin de apoyar la espalda, un hombre se colocó con las piernas separadas en medio de la gran estancia. Vaciló unos instantes, antes de tomar impulso sobre una silla y dar un salto hasta la mesa —rústica y de unos cinco o seis metros de largo— colocada bajo las ventanas que daban al suroeste. Debido a su considerable sobrepeso, estuvo a punto de caerse. Cuando recuperó el equilibrio, vi quién era. Llevaba al cuello una bufanda roja y blanca del club de fútbol Brann.

—Queridos amigos —dijo con una voz que parecía estar acostumbrada a hablar en público—, ¡todos acabamos de pasar por una experiencia traumática!

Parecía realmente entusiasmado.

—Por supuesto, pensamos sobre todo en la familia de Einar Holter. Einar Holter conducía hoy nuestro tren. Yo no lo conocía personalmente, pero ha llegado a mis oídos que era un hombre familiar, un hombre querido…

—Su familia aún no ha sido informada de su fallecimiento —lo interrumpió una mujer en voz muy alta desde otro lado de la estancia.

Desde mi sitio no podía verla, pero ya me gustaba.

—No es muy apropiado pronunciar un discurso conmemorativo en estas condiciones —prosiguió la mujer—. Me parece…

—Está bien —dijo el hombre que se había subido a la mesa levantando las manos hacia la gente, en un exagerado gesto de bendición—. Simplemente pensaba que estaría bien, ahora que nos encontramos a salvo y no hay nadie herido de gravedad, recordarnos a todos que…

—¡El Brann es una mierda! —gritó alguien, y reconocí enseguida al descarado muchacho de mi compartimento.

El hombre subido a la mesa sonrió y abrió la boca para decir algo.


El Brann es una mierda
—repitió el chico, y se puso a entonar el himno de su equipo futbolístico, el Vålerenga.

—Estupendo —dijo el hombre de la bufanda del Brann con un gesto de satisfacción—. Me alegra ver que la juventud se implica. En general, parece que aquí dentro todo está arreglándose, y allí fuera también, por cierto.

Señaló vagamente hacia la entrada. Yo no tenía ni idea de lo que estaba pasando fuera.

—Solo quiero señalar…

El tipo casi me daba pena. La gente se reía entre dientes. Algunos silbaban por lo bajo, como si no se atreviesen del todo a darse a conocer, pero a la vez quisieran mostrar su desprecio. Es probable que el hombre se dejara influir por ellos. Al menos cuando intentó concluir sus palabras había abandonado su alegre tono de aleluya.

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