Indra rió y prosiguió:
—Podrás no creer esto, Frank, pero también son buenos cuidadores de niños; ¡los niños los adoran! Hay un chiste de quinientos años de antigüedad: "¿Usted dejaría a sus niños con un dinosaurio? ¿¡Qué, y exponerme a que lo lastimen!?"
Poole compartió la carcajada, en parte como reacción avergonzada ante su propio miedo. Para cambiar de tema, le preguntó a Indra lo que todavía lo preocupaba:
—Todo esto es maravilloso —admitió—. ¿Pero por qué tomarse tantas molestias cuando cualquiera de los que están en la torre puede llegar al ambiente verdadero con la misma rapidez?
Indra lo miró con aire pensativo, sopesando las palabras:
—Eso no es del todo cierto. Es incómodo, y hasta peligroso, para alguien que viva por encima del nivel de medio G, bajar a la Tierra, incluso con un sillón aerodeslizador.
—¡Por cierto que no para mí! Nací y fui criado en un G, y a bordo de la
Discovery
nunca dejé de hacer mis ejercicios.
—Tendrás que plantearle eso al profe Anderson. Quizá no te debo decir esto, pero hay acaloradas discusiones respecto del ajuste actual de tu reloj biológico: aparentemente nunca se detuvo por completo, y las conjeturas respecto de tu edad equivalente oscilan entre cincuenta y setenta. Si bien lo estás haciendo muy bien, no puedes tener la esperanza de recuperar toda tu fuerza... después de mil años.
"Ahora empiezo a entender", se dijo Poole lúgubremente. Eso explicaba las respuestas evasivas de Anderson y todas las pruebas de reacción muscular que había estado haciéndole..
"Hice todo el camino de vuelta desde Júpiter hasta quedar a dos mil kilómetros de la Tierra... pero no importa qué a menudo la visite en realidad virtual, puede ser que nunca vuelva a caminar sobre la superficie de mi planeta natal.
No estoy seguro de poder habérmelas con esto..."
Su depresión pasó pronto: había tanto por hacer y ver. Mil vidas no habrían sido suficientes, y el problema era elegir cuál de la miríada de entretenimientos que esa época podía brindar. Poole trataba, no siempre con éxito, de evitar lo trivial y de concentrarse en las cosas que importaban... de modo especial, su educación.
El casquete cerebral —y la reproductora, del tamaño de un libro, que con él venía, inevitablemente llamada Caja del Cerebro—, era de enorme valor. Pronto contó con una pequeña biblioteca de tablillas para "conocimientos instantáneos", cada una de las cuales contenía todo el material necesario para obtener un título universitario. Cuando introducía una de ellas en la Caja del Cerebro, y le daba los ajustes de velocidad e intensidad que lo satisfacían más, se producía un rayo de luz, seguido por un período de inconsciencia que podría durar tanto como una hora. Cuando despertaba parecía como si se hubieran abierto nuevas regiones de su mente, aunque sólo se daba cuenta de que estaban ahí cuando las buscaba. Era, casi, como si fuera el dueño de una biblioteca que súbitamente descubre estantes con libros que no sabía que tenía.
En gran medida, era dueño de su propio tiempo. Por un sentido del deber, y de gratitud, accedía a tantas solicitudes como podía de científicos, historiadores, escritores y artistas que trabajaban en medios que a menudo le eran incomprensibles. También recibía incontables invitaciones de otros ciudadanos de las cuatro torres, todo lo cual virtualmente se veía obligado a rechazar.
Las más tentadoras, y las más difíciles de resistir, eran las que provenían del hermoso planeta que se extendía allá abajo.
—Por supuesto —le había dicho el profesor Anderson—, usted sobreviviría si fuera abajo durante un lapso corto y con el sistema adecuado para mantenimiento fisiológico, pero no lo disfrutaría. Y podría debilitar su sistema neuromuscular todavía más: realmente nunca se recobró de ese sueño de mil años.
Su otro custodio, Indra Wallace, lo protegía de las intromisiones innecesarias, y le aconsejaba qué solicitudes debía aceptar... y cuáles rechazar con cortesía. Por sí mismo, nunca podría entender la estructura sociopolítica de esa increíblemente compleja cultura, pero pronto advirtió que, aunque en teoría las distinciones de clase ya no existían, había algunos miles de superciudadanos. George Orwell había tenido razón: algunos siempre serían más iguales que otros.
Hubo ocasiones en las que, acondicionado por su experiencia del siglo XXI, se preguntó quién estaba pagando por toda esa hospitalidad: ¿algún día le pasarían el equivalente de una enorme factura de hotel? Pero Indra lo había tranquilizado con rapidez: él era una pieza única e invalorable de museo, por lo que jamás tendría que preocuparse por tales consideraciones vulgares. Todo lo que deseara, dentro de lo razonable, se pondría a su disposición. Poole se preguntó cuáles eran los límites, sin imaginar que un día intentaría descubrirlos.
Todas las cosas más importantes de la vida ocurren por accidente, y Poole había fijado el exhibidor de la pantalla mural en posición de exploración aleatoria y silenciosa, cuando una llamativa imagen atrajo su atención.
—¡Alto exploración! ¡Sonido! —gritó, con tono innecesariamente alto.
Reconoció la música, pero transcurrieron unos minutos antes que la identificara. El hecho de que su pared estuviera llena con seres humanos alados que se movían con elegancia unos alrededor de otros describiendo círculos, indudablemente ayudó. Pero Tchaikowski habría quedado por completo atónito al ver esa versión de
El lago de los cisnes
, en la que las bailarinas realmente volaban...
Poole observó, extático, durante varios minutos, hasta que estuvo suficientemente convencido de que era realidad y no una simulación; aun en sus propios tiempos nunca se podía estar seguro del todo. Era de suponer que el ballet se estaba ejecutando en uno de los muchos ambientes de baja gravedad; uno muy grande, a juzgar por algunas de las imágenes. Hasta podría ser allí, en la Torre África.
"Quiero intentar eso", decidió. Nunca había perdonado del todo a la Agencia Espacial por prohibirle uno de sus más grandes placeres, salto en formación con paracaídas, aun cuando podía comprender el punto de vista de ese organismo, de no querer arriesgar una valiosa inversión. Los médicos habían sentido bastante desagrado por el accidente anterior sufrido al practicar volovelismo; por suerte, sus huesos de adolescente se habían soldado por completo.
"Bueno", pensó. "No hay quien me detenga ahora... a menos que sea el profe Anderson."
Para alivio de Poole, el médico lo consideró una excelente idea y también le agradó descubrir que cada una de las torres tenía su propio aviario, con un nivel de hasta un décimo de G.
Al cabo de unos pocos días se lo medía por sus alas, que no eran, en absoluto, como las elegantes versiones que lucían los bailarines de
El lago de los cisnes.
En vez de plumas había una membrana flexible y, cuando tomó las agarraderas que había unidas a las costillas de sostén, se dio cuenta de que su aspecto debía de estar mucho más cerca del de un murciélago que del de un pájaro. Sin embargo, su "¡Muévete, Drácula!" se desperdició por completo ante su instructor, que aparentemente no tenía el más mínimo conocimiento sobre vampiros.
Para sus primeras lecciones estaba sujeto por un arnés liviano, de modo que no se moviera a parte alguna mientras se le enseñaban los aleteos básicos y, lo más importante de todo, aprendía control y estabilidad. Al igual que muchas destrezas adquiridas, no era tan sencilla como parecía.
Se sentía ridículo en ese arnés de seguridad (¿cómo podía alguien lastimarse con un décimo de la gravedad?), y estuvo contento de necesitar nada más que unas pocas lecciones: era indudable que su preparación de astronauta ayudaba. Era, según le dijo el maestro de vuelo con alas, el mejor alumno que había tenido jamás... pero quizás a ellos les decía lo mismo.
Después de varios vuelos libres en una cámara de cuarenta metros de lado, entrecruzada por diversos obstáculos que Poole evitó con facilidad, se le dio el visto bueno para su primer vuelo solo... y volvió a sentirse de diecinueve años, a punto de despegar en aquella antigüedad de Cessna del Aeroclub de Flagstaff.
El nada emocionante nombre de El Aviario no lo había preparado para el territorio de su vuelo de bautismo. Aunque parecía aún más enorme que el espacio que contenía los bosques y jardines en el nivel de gravedad lunar, tenía casi el mismo tamaño, ya que también ocupaba todo un piso de la torre suavemente ahusada. Un vacío circular, de medio kilómetro de alto y más de cuatro de ancho, parecía ser realmente enorme, ya que no había detalles en los que la mirada pudiera detenerse. Debido a que las paredes tenían un color azul uniforme, contribuían a la impresión de espacio infinito.
Poole no había creído realmente en la bravata del maestro de vuelo: "Puede tener cualquier decorado que le guste", e intentó lanzarle lo que estaba seguro que era un desafío imposible. Pero en ese primer vuelo, a la aturullante altura de cincuenta metros, no había distracciones visuales. Naturalmente, una caída desde la altitud equivalente de cinco metros con la gravedad terrestre, diez veces superior, podría hacer que uno se rompiera el cuello; sin embargo, allí hasta los rasguños de poca monta eran improbables, ya que todo el piso estaba cubierto con una red de cables flexibles. Toda la cámara era un gigantesco trampolín en el que se podría, según pensaba Poole, divertirse mucho... aun sin alas.
Con aleteos firmes y dirigidos hacia abajo, Poole se elevó por el aire. En poquísimo tiempo pareció que estaba a cien metros en el aire, y seguía ascendiendo.
—¡Aminore! —indicó el maestro de vuelo—. ¡No puedo seguir su ritmo!
Poole se enderezó; después intentó un giro lento. Se sentía mareado y con el cuerpo liviano (¡menos de diez kilogramos!), y se preguntó si había aumentado la concentración de oxígeno.
Eso era maravilloso, completamente distinto de la gravedad cero, ya que presentaba un mayor desafío físico. Lo que más se le acercaba era el buceo con equipo autónomo: deseó que hubiera habido pájaros allí, para emular los igualmente coloridos peces coralinos que tan a menudo lo habían acompañado en los arrecifes tropicales.
El maestro de vuelo le hizo efectuar una serie de maniobras sucesivas: giros, rizos, vuelo cabeza abajo, revoloteo... finalmente le dijo:
—No puedo enseñarle nada más. Ahora, disfrutemos de la vista.
Durante un instante, Poole casi perdió el control... como probablemente se esperaba que le ocurriera pues, sin la más mínima advertencia, se encontró rodeado por montañas coronadas por la nieve, y volando bajo a través de un estrecho paso, a nada más que metros de algunas rocas desagradablemente puntiagudas.
Por supuesto, eso no podía ser real: esas montañas eran tan carentes de consistencia como nubes y, si así lo deseara, podría volar directamente a través de ellas. No obstante, se apartó de la pared del acantilado (había un nido de águila en una de sus salientes, dentro del cual se veían dos huevos que pensó que podría tocar, si se acercaba más), y enfiló hacia espacios más abiertos.
Las montañas desaparecieron; repentinamente se hizo de noche, y entonces salieron las estrellas, no los escasos miles que se veían en los empobrecidos cielos de la Tierra, sino legiones en cantidades incontables. Y no sólo estrellas, sino los torbellinos espiralados de distantes galaxias; los abigarrados y apiñados enjambres de soles, de las acumulaciones globulares.
No había posibilidad alguna de que eso pudiera ser real, incluso si lo hubieran transportado mágicamente a algún mundo en el que tales cielos existieran. Pues esas galaxias se alejaban de él mientras las miraba; algunas estrellas se apagaban, estallaban, nacían en viveros estelares de fulgurantes gases ígneos. Cada segundo debía de estar transcurriendo un millón de años...
El avasallador espectáculo desapareció tan rápido como había aparecido: Poole estaba de vuelta en el cielo vacío, solo, con la salvedad de su instructor, en el cilindro azul sin detalles del aviario.
—Creo que eso es suficiente para un día —dijo el maestro de vuelo, revoloteando unos pocos metros por encima de Poole—. ¿Qué decorado le gustaría la próxima vez que venga aquí?
Poole no vaciló. Sonriendo, respondió a la pregunta.
Nunca lo habría creído posible, ni siquiera con la tecnología de esos días y época. ¿Cuántos teraoctetos... petaoctetos... ¿había una palabra suficientemente larga...? de información debían de haberse acumulado en el transcurso de los siglos, y en qué clase de medio de almacenamiento? Mejor no pensar en eso y seguir el consejo de Indra: "Olvídate de que eres ingeniero, y diviértete".
Por cierto que ahora se estaba divirtiendo, aunque su placer se mezclaba con una sensación casi abrumadora de nostalgia. Porque estaba volando, o así parecía, a una altitud de casi dos kilómetros, por encima del paisaje espectacular e inolvidable de su juventud. Por supuesto, la perspectiva era falsa, ya que el Aviario sólo tenía medio kilómetro de alto, pero la ilusión era perfecta.
Rodeó el cráter Meteoro, recordando cómo había trepado a gatas por sus laderas durante su anterior preparación como astronauta. ¡Qué increíble que alguien hubiera podido atreverse a dudar del origen y de la precisión del nombre de ese cráter. Sin embargo, ya bien avanzado el siglo XX, distinguidos geólogos habían sostenido que era volcánico. No fue sino hasta el advenimiento de la era espacial que se aceptó, a regañadientes, que todos los planetas seguían estando sometidos a un bombardeo continuo.
Poole estaba completamente seguro de que su cómoda velocidad de crucero estaba más cerca de los veinte que de los doscientos kilómetros por hora y, no obstante, se le había permitido alcanzar Flagstaff en menos de quince minutos. Y estaban las cúpulas blancas refulgentes del Observatorio Lowell, al que visitaba tan a menudo cuando era un muchacho, y cuyo amistoso personal había sido responsable, sin la menor duda, de la elección de su carrera. A veces se había preguntado cuál podría haber sido su profesión, de no haber nacido en Arizona, cerca del sitio mismo en el que se habían creado las más perdurables e influyentes de las fantasías sobre Marte. Quizás era la imaginación, pero Poole creyó poder divisar la singular tumba de Lowell, próxima al gran telescopio que había dado pábulo a sus sueños.
¿Desde qué año, y en qué estación, se había captado esa imagen? Conjeturó que provenía de los satélites espías que vigilaban el mundo de comienzos del siglo XXI. No podía ser mucho más tarde que la propia época de Poole, pues la distribución de la ciudad era tal como la recordaba. Quizá si descendía lo suficiente hasta podría llegar a verse a sí mismo...