Cuando lo hizo, Storrovo volvió a dispararle. Entonces volvió a cargar el arma y cuando el vampiro se movió de nuevo, le disparó otra vez.
Ninguno de nosotros conocía la manera de arrebatar al vampiro de aquella extraña forma de vida, pero Storrovo se habla dado cuenta de que podía aturdir a la criatura, por lo menos durante un momento.
Storrovo no dijo nada mientras ejecutaba aquella tarea atroz. Yo no sabía cuántas balas le quedarían. Aun era posible que los dos termináramos muertos, y tal vez hubiera sido lo mejor.
Sin embargo, al cabo de poco ambos levantamos la vista, pues acabábamos de oír un gran estruendo en el bosque, como ti se aproximara una turba de hombres. De haber visto el fantasma del muerto Simonon cabalgando el esqueleto de un caballo mi sorpresa no habría sido mayor que la que me lleve al ver quien dirigía aquel ejercito. Pues no era otro que Hiram Morse, nuestro cobarde desertor.
LA DECLARACIÓN DE ALVA GRIEST
Caxton pasó toda la mañana ocupada en labores policiales de verdad: siguiendo pistas y examinando escenas del crimen. Y descubrió muchas cosas. El vampiro no había perdido el tiempo.
A las diez y media empezó a llover, una fina llovizna que era más bien como una densa niebla. El agua caía de los árboles y empapaba las hojas en las aceras. Caxton apartaba las hojas de roble y sus zapatos dejaban huellas marrones en el suelo, sombras que contrastaban con la luz plateada que se filtraba por entre las nubes.
El jefe de policía llegó en un coche que llevaba una insignia dorada en el capó y una única luz azul en el capó. Bajó del vehículo y le dirigió a Caxton una mirada desafiante que ni siquiera intentaba ocultar su enfado. Llevaba un pesado impermeable amarillo con una franja reflectante en la espalda. Se acercó hacia ella mientras abría un paraguas.
-Usted me dijo que tenía la situación bajo control -le espeto
—Lo que le dije fue que estuvieran alerta -replicó Caxton.
No era eso lo que había planeado decirle, pero estaban jugando a ese juego. Aunque nunca había sido demasiado buena con los juegos, en aquella ocasión necesitaba ganar de forma contundente.
-Teníamos la esperanza de no volver a verla más -dijo él. En sus labios se dibujaba una sonrisa forzada que, seguramente era lo más parecido a una expresión de paciente preocupación que era capaz de esbozar-. Por eso la llamamos; se suponía que usted sabía cómo abordar estos asuntos.
Sus hombres debían de haberle informado ya. Caxton estaba segura de que estaba al tanto de la situación pero, aun así, el jefe de policía quería reprocharle lo sucedido. Quería que admitiera que todo era culpa suya. Aquello no ayudaría a nadie.
Decidió exponerle la situación con todo el tacto posible:
—En aquella caverna había noventa y nueve esqueletos más, pero nuestro vampiro ha logrado trasladarlos a todos a una ubicación desconocida. También se ha hecho con los corazones que en su día pertenecieron a esos noventa y nueve vampiros. Si logra unir los corazones y los huesos, los vampiros despertarán. Todos. Esta noche, antes de las siete, saldrán de sus ataúdes y estarán muy, muy hambrientos. -Sabía que debía jugar bien sus cartas; debía evitar pisar su territorio sin doblegarse ante él—. Usted es el Jefe y deberá tomar una serie de decisiones bastante duras. Naturalmente, estaré encantada de ayudarlo en lo posible.
—¿Está diciendo que el vampiro vuelve a estar aquí? —El jefe de policía no estaba entendiendo la situación. Caxton debía hacer algo al respecto-. ¿Está diciendo que va a haber más vampiros?
Caxton asintió.
-Lamento haber tenido que hacerle venir hasta aquí, pero me pareció que tenía que verlo con sus propios ojos.
Arkeley no se habría dignado a todo aquel cuento, no habría tenido necesidad de hacerlo. Habría irrumpido en el caso como un torbellino, habría exigido que le otorgaran el respeto y el poder que le correspondía, y habría hecho las cosas a su manera desde el principio. Ella, en cambio, había echado ya por la borda cualquier posibilidad de actuar así. Y también había malogrado cualquier atisbo de simpatía que el jefe hubiera podido sentir por ella.
Glauer la había informado de lo que había sucedido mientras ella estaba en Filadelfia. Vincent había intentado ya socavar su autoridad. En un primer momento, el jefe la había invitado a Gettysburg con gran parafernalia creyendo que en una sola noche acabaría con el vampiro y conjuraría el peligro sin poner en peligro la vida de ninguno de sus hombres. No en vano era la famosa cazadora de vampiros, sobre la que incluso habían rodado una película. ¿Cuánto podía costarle acabar con un simple vampiro? Pero las cosas habían sucedido de otra forma. Caxton había asustado a los turistas, el mayor activo de la ciudad, y había hecho perder incalculables cantidades de dinero a los negocios de la ciudad.
Todo el mundo tiene un jefe y el del jefe de policía era el alcalde. Se había celebrado una reunión de emergencia de la Cámara de Comercio. El Servicio del Parque Nacional, que tenía su pequeño feudo en aquella ciudad con más historia que habitantes, había participado también. Ninguno de ellos estaba ni mucho menos satisfecho. El alcalde, que no sabía nada vampiros, había cargado contra Vincent. Le había abierto otro agujero en el culo, en palabras de Glauer, mucho más sorprendente viniendo de un hombre que se había preparado para no decir nunca palabrotas en público.
La mierda rueda cuesta abajo, pero la burocracia rueda mucho más. Vincent le había echado la culpa a la policía estatal en concreto, a la agente Laura Caxton. Incluso había achacado los daños sufridos por la ciudad a su mala conducta profesional. En pocas palabras, había puesto su culo a salvo. Por eso noche anterior le había preguntado si sus hombres podían abandonar el estado de alerta.
El jefe de policía sabía el peligro que corría su ciudad, pero tan sólo en el plano teórico. No comprendía la verdadera gravedad del asunto, por eso estaba mucho más preocupado por si perdía su trabajo.
Así pues, Caxton debía convencerle de que había cosas más importantes que progresar políticamente. Si no lo conseguía Vincent podía mandarla a su casa. Darle las gracias educadamente y decirle que él se encargaría del resto.
No podía dejar que eso sucediera. «No cometerás más errores», se prometió.
—Sígame, por favor —le dijo.
Lo acompañó hasta un callejón situado entre un banco y una tintorería. La cinta amarilla de la policía impedía la entrada de vehículos. En la mitad del callejón había un coche, un Ford Focus con matrícula de Nueva Jersey. Parecía que hubiera tres personas durmiendo en el interior, una en el asiento del conductor y dos más en los asientos traseros.
—No, por Dios —dijo Vincent, con una mirada de congoja. Caxton percibió su tensión—. Dígame que no son...
—Me temo que sí. Sus hombres han encontrado el coche a primera hora de la mañana, justo cuando yo llegaba a la ciudad. En un primer momento ni siquiera se les ocurrió que pudiera estar relacionado con mi investigación.
Caxton le pidió la llave a Glauer y abrió la puerta del conductor. Del interior salió el hedor de la muerte.
—El agente Glauer oyó el aviso a través de la radio de su coche y unió las piezas del rompecabezas. Es importante que eche un vistazo, jefe —le dijo.
Vincent se quedó mirándola. Lo estaba presionando bastante, pero no le quedaba más remedio.
Tenían ya una identificación definitiva del sujeto número uno, la mujer que iba sentada en el asiento del conductor. Su cara revelaba un gran parecido a la foto del permiso de conducir que llevaba en el bolsillo. O, por lo menos, lo que quedaba de ella. Se llamaba Linda Macguire y vivía, o había vivido, en Tenafly, Nueva Jersey. La policía estatal y la unidad de identificación de Harrisburg se habían puesto en contacto con su marido, que estaba ya de camino para realizar una identificación oficial.
Los dos chavales del asiento trasero eran Cathy Macguire, de dieciséis años y única hija de Linda, y Darren Jackson, de diecisiete años y también de Tenafly. El chico era el novio de Cathy. Según el marido, Linda, Cathy y Darren se habían ido de vacaciones a Filadelfia la noche anterior. Querían ver la Campana de la Libertad y el Independence Hall.
A Linda le faltaba gran parte del hombro y tenía la camisa hecha jirones y arrugada alrededor del cuello. Los adolescentes presentaban unas profundas heridas defensivas en los brazos y numerosos cortes en la garganta. Los tres estaban exangües, apenas se habían hallado unas gotas de sangre en las alfombrillas del coche.
—¿Qué pasó? —preguntó Vincent en voz baja.
—Necesitaba a alguien que lo trajera desde Filadelfia —respondió Caxton—. Lo más probable es que se acercara al primer coche que viera y entrara a la fuerza. —El tirador de la puerta presentaba signos de haber sido forzado, como si el vampiro hubiera intentado arrancar la puerta de cuajo—. Los mantuvo con vida; por lo menos a la mujer, para que pudiera conducir. Desconocemos aún la hora de las muertes, de modo que no sabemos si mató a los adolescentes en Filadelfia o después de llegar aquí. Cuando la conductora ya no le servía de nada, la mato también.
—¿Me está diciendo que esa mujer pasó varias horas al volante sabiendo que su hija y el novio de ésta estaban muertos ahí atrás? —preguntó Vincent.
—Un vampiro puede ser muy persuasivo cuando necesita que lo lleven en coche —dijo Caxton, que se ruborizó de vergüenza. Si ella misma se hubiera negado a llevar al vampiro a Filadelfia, si lo hubiera obligado a matarla en el acto, tal vez aquellas tres personas seguirían aún con vida...
Sin embargo, tenía cosas más importantes que hacer que sentirse culpable.
—¿Quiere acompañarme a la siguiente escena? — pregunto Caxton.
El jefe de policía dio media vuelta y la miró, anonadado. —No me diga que hay más cadáveres...
Caxton miró a Glauer, que se limitó a encogerse de hombros, incapaz de mantenerle la mirada. Nunca antes había trabajado en un caso de homicidio; lo mismo podía decirse de su Jefe. «Bien empezamos», pensó Caxton.
Salí hacia Gum Spring. Las órdenes recibidas eran poco precisas, algo a lo que ya estaba acostumbrado; no obstante, lo poco que sabía bastaba para helarme la sangre. Allí habían descubierto una criatura, un vampiro. Yo creía que los males de ese calibre habían sido desterrados ya de la faz de tierra. Y, sin embargo, la guerra había provocado las peores fechorías, entre las cuales el fratricidio, la traición y el espionaje no eran las más graves.
En una morgue de campaña en Maryland, vi a unos conductores metiendo cuerpos en unos ataúdes de madera de pino. Si el muerto en cuestión resultaba ser demasiado alto, los hombres le saltaban encima y le trituraban las extremidades hasta que el cuerpo cabía en la caja. Y luego estaban los miembros amputados, en avanzado proceso de descomposición, amontonados como si fueran leña. Si a un cadáver le faltaba un brazo o una pierna, le asignaban uno del montón correspondiente y ni siquiera se preocupaban por comprobar si el apéndice correspondía al hombre adecuado.
Al verlo, reprendí a aquellos hombres por lo que hacían, aunque sólo la primera vez... "Pues pronto aprendí lo que todo soldado sabe.- que un hombre es afortunado si lo pueden enterrar en su casa, donde está su madre. La mayoría debe conformase con una tumba poco profunda en tierra extraña como única recompensa por sus servicios, una tumba cavada por los amigos del fallecido con el único fin de que los jabalíes y otros animales no puedan desenterrarlo.
Si los animales y la naturaleza se habían vuelto en nuestra contra, ¿podía sorprenderme de que un cuerpo hubiera regresado de la muerte y quisiera alimentarse de los vivos? No. Y, sin embargo, un vampiro... ¿Qué diantre podía tener que ver conmigo?
ARCHIVO DEL CORONEL WILLIAM PITTENGER
El precinto policial amarillo impedía la entrada a la casa de la calle Railroad donde vivían Jeff Montrose y sus tres compañeros de piso. El edificio tenía la fachada cubierta de tablas de madera pintadas de gris, así como un porche con vatios gabletes y otros acabados rococó. Parte de las tallas de madera se habían soltado y colgaban de unos clavos oxidados. Junto a lo cimientos del porche había varias matas de ailanthus y hortensias marchitos y empapados. La luz de los coches patrulla qué llenaban la calle se reflejaba en una de las ventanas laterales del la planta baja de la casa.
Caxton se sacudió el cuello de la chaqueta para librarse del agua acumulada y, de camino hacia la casa, señaló el porche con su vago estilo rococó.
―Esta casa está alquilada, entre otros, a un estudiante del postgrado de la universidad, un tal Jeff Montrose. Intenté contactar con él para preguntarle por los ataúdes, pero no cogía el teléfono. El agente Glauer y yo misma acudimos a su casa con la esperanza de encontrarlo o, por lo menos, para intentar descubrir adonde había ido.
Vincent entró primero y Caxton lo siguió. Glauer se quedó fuera. No les explicó por qué, aunque Caxton suponía que no había necesidad. Ya había visto lo que había dentro.
El jefe de policía se sacudió los pies en el felpudo que había en el zaguán. Entraron y se encontraron en una sala de estar bastante grande y cálida, con un par de butacas diferentes y un televisor colocado encima de una caja de plástico. Un amplio arco separaba la sala de estar de la cocina, donde el fregadero estaba hasta arriba de platos y la nevera llena de sobras de comida china.
En la escena de un crimen normal habría habido un montón de policías de la brigada forense tomando muestras, buscando huellas y cortando fibras de la moqueta vieja y sucia. Allí, sin embargo, no hacía falta. Tras su primera visita, Caxton ya sabía dónde debía mirar.
Acompañó a Vincent por la escalera de madera, que crujía casi a cada paso. El viejo tapete que cubría los peldaños estaba desteñido y raído. La luz plateada que entraba por una ventana iluminaba la pared de enfrente y los deslumbraba. En lo alto de la escalera había un pasillo que conducía a los cuatro dormitorios. Tres de las puertas estaban cerradas. Eran las que pertenecían a Mary Klein, Fisher Hawkins y Madison Chou Zhang. Los tres estaban localizados y a salvo en casa de padres y amigos, lejos de Gettysburg. Habían abandonado la ciudad después de oír la rueda de prensa de Caxton del día anterior, aunque lenificara perderse varias clases. Montrose había ocupado la última habitación, la que quedaba más lejos del rellano.