99 ataúdes (28 page)

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Authors: David Wellington

Tags: #Terror, Fantástico

BOOK: 99 ataúdes
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—No, necesito su permiso para reunir mi propio ejército. Necesito agentes, necesito pistolas y necesito que me deje el camino libre. Necesito que deje de pensar en términos de competencias. Necesito que comprenda que no estamos ante una investigación., sino ante una guerra.

Capítulo 64

Llegué justo a tiempo para ver a Chess colgado y presenciar como ardía su mansión. Todo debería haber terminado ahí, con el vampiro muriendo por segunda y última vez. Sin embargo, y al igual que esta guerra, la historia sigue inconclusa; pues, al parecer, cualquier final es, en el mejor de los casos, tan sólo temporal. Si el Ministerio de Guerra quiere mi valoración final de lo acaecido en Gum Spring, he de decir lo siguiente: el soldado Hiram Morse merece recibir una medalla. Y a continuación deberían fustigarlo. El bellaco fue capaz de rebuscar por entre las ruinas aún humeantes de la finca de Chess hasta encontrar a la decrépita hembra aún con vida; o no muerta, o comoquiera que sea el mot juste; luego la arrastró hasta donde lo esperaban los investigadores del ejército. Supongo que todavía estaba ebrio por los elogios que había recibido por haberles entregado un vampiro colgando de una soga. Y debió de pensar que su recompensa se vería redoblada si de pronto aparecía con un segundo, este, además, aún susceptible de ser interrogado. Sin duda, no podía saber que nudo vital estaba deshaciendo. Al recuperar su cuerpo es posible que haya cambiado también el curso de esta guerra incluso de la historia. Pero también me cargó con la labor más infame que espero tener que acometer jamás que me ha robado todas mis futuras noches de sueño, por muchas que vayan a ser.

ARCHIVO DEL CORONEL WILLIAM PITTENGER

Capítulo 65

Tenía tanto que hacer! Y, sin embargo, Caxton sentía el peso de su cuerpo exhausto, como si éste fuera a enterrarla viva.

Reunieron a los agentes de la policía local y les entregaron coches y unos mapas en los que se especificaban sus áreas de búsqueda. Tuvieron que sincronizar las radios. Resoplando de exasperación, el operador transmitía cada hora decenas de mensajes a la radio del coche de Caxton. Había que registrar casas, museos, hostales, centros para turistas, escuelas, el hospital y tojos los edificios de la Universidad de Gettysburg, allí en particular debían mirar debajo de cada piedra. La estación de bomberos, los cuarteles generales de las visitas fantasmas o de las visitas guiadas al campo de batalla. Restaurantes, tiendas de suvenires. Los 7-Eleven. Había muchos edificios que eran demasiado pequeños para albergar todos los ataúdes, pero tal vez tuvieran sótanos.

Había muchas llamadas telefónicas que hacer. Siempre había más llamadas.

Caxton llamó al cuartel más próximo de la policía estatal, situado a las afueras de la ciudad, y también al de Arendtsville. Necesitaba más ojos, más policías, más personas que acudieran a ayudarles a buscar los ataúdes. La tuvieron en espera muchos minutos, demasiados de hecho, sólo para hablar con el comisario de Harrisburg. Llamó al arsenal de la Guardia Nacional, donde le dijeron que no podían movilizar ninguna unidad sino recibían una orden directa del gobernador.

El gobernador no estaba disponible cuando lo llamó. Supervisó el corte de las principales vías de acceso a la ciudad. Los miembros de la policía local de Harrisburg, Arendtsville y Hanover podían ocuparse de ello. Se encargó de que el personal hospitalario —médicos, enfermeras, camilleros y trabajadores de mantenimiento—, preparara los equipos necesarios mientras discutían entre susurros con los administradores acerca de la necesidad de sacar a los pacientes de sus habitaciones y reubicarlos en las camas disponibles en ciudades cercanas. Siempre había alguien dispuesto a quejarse, alguien que aseguraba que no podían trasladar a tal o cual paciente, que su salud era demasiado delicada. A los vampiros eso no les importaba, intentaba explicarles Caxton. Les daba igual que alguien se estuviera muriendo de leucemia, de un tumor cerebral o de una infección contagiosa. La sangre era sangre y si el donante no podía levantarse y echar a correr, mucho mejor.

Asustó a mucha gente. Los veía palidecer, veía cómo leí temblaban las manos, incapaces de mirarla a los ojos. Laura Beth Caxton los compadecía con toda su alma. Arkeley habría estado encantado: cuanto más asustados estuvieran, más rápido se marcharían. Les serviría de inspiración para evacuar la ciudad. Caxton necesitaba parecerse más a Arkeley. Cuando veía aquella pobre gente se le quebraba la voz, cuando le pedían que fuera más comprensiva, se mostraba inflexible y hacía hincapié en lo que se avecinaba.

Más llamadas. Llamó a las empresas de autocares escolar habló con directores y encargados, llamó a las oficinas local de la empresa de autobuses Greyhound. Volvió a llamar a la Guardia Nacional y les suplicó que mandaran vehículos y transporte de tropas. Mucha gente se había marchado ya de Gettysburg, incluida la mayoría de turistas, pero había también muchas personas que se negaban a abandonar sus casas. No necesitaba trasladar a más de cinco mil personas a territorio y necesitaba hacerlo antes de las seis, el plazo límite que se había impuesto para la evacuación. La Guardia Nacional mandó una flota de vehículos con los depósitos llenos y preparados para la misión, pero no podían ponerse en marcha sin la orden directa del gobernador o, si era absolutamente imposible conectar con éste, del vicegobernador.

El vicegobernador no se encontraba en su oficina en aquellos momentos. ¿Deseaba dejar un mensaje? Su asistente personal no sabía dónde podía contactar con él aunque se tratara de una emergencia.

Las operaciones de aquella envergadura no podían improvisarse, exigían una minuciosa planificación. Todo el mundo quería disponer de supervisión para poner a salvo su propio culo. Era imposible lograr que la gente renunciara a llevar a cabo tareas necesarias, trabajos de los que dependían vidas. Necesitaba todo tipo de autorizaciones para utilizar las armas convenientes, y más aún para requisarlas. Generalmente, una operación policial de aquel calado requería meses de organización para que el personal necesario estuviera en el lugar preciso, en el momento insto y con el equipamiento adecuado. Ella disponía apenas de unas horas.

Aunque no todas las noticias fueron catastróficas. El Departamento de Policía de Harrisburg tenía un acuerdo con la ciudad de Gettysburg desde hacía años aprovechando una laguna de competencias que nunca nadie había cuestionado legalmente. Se mostraron más que dispuestos a mandar efectivos. ¿Bastarían con diez hombres? Caxton habría preferido que fueran mil, pero aceptó lo que le ofrecían.

—¿Disponen de helicópteros? —preguntó.

Los ataúdes podían estar escondidos en el bosque que rodeaba el campo de batalla. También podían estar en algún tejado o en alguna zona de difícil acceso para los rastreadores.

Además, el apoyo aéreo los ayudaría a coordinar esfuerzos. Harriübug disponía de dos helicópteros, pero uno estaba fuera de servicio por tareas regulares de mantenimiento. Podía estar listo, con el depósito lleno y en el aire en un par de horas. Se lo mandarían cuanto antes.

El cuerpo de policía de Harrisburg también tenía un acuerdo especial con la policía estatal. Sabían que se trataba de un asunto serio y querían ayudar en lo posible. Caxton no podía agradecérselo lo suficiente.

Glauer la llamó varias veces.

—Nada —decía siempre—. Nada. Varias personas no nos han dejado entrar en sus casas, pero son buena gente, los conocían de toda la vida.

—Asegúrese de que los evacuan con la primera oleada —dijo Caxton—. Y en cuanto se hayan marchado, registren sus casas esto una emergencia.

Emitieron anuncios en la radio, en televisión e incluso publicaron avisos en Internet. Todos los habitantes del municipio de Gettysburg debían presentarse en el colegio o el edificio social más próximo y esperar a ser evacuados. Bajo ninguna circunstancia debían intentar salir con su propio vehículo. Caxton había visto lo caótico que podía ser el tráfico un día normal; y no quería que en las calles de Gettysburg se formara un atasco total y que los evacuados quedaran atrapados, impotentes minios bocinazos y los fogonazos de luz, los nervios al volante y los pequeños accidentes que podían convertirse en accidentes graves. La lluvia no haría más que empeorar las cosas.

Y, aun así, algunos lo intentaron. Recibió llamadas de todos los rincones de la ciudad y tuvo que mandar unidades para resolver los embrollos, calmar a la gente y obligarlos a circular con orden. Cada agente que debía dedicarse a perseguir a turistas indisciplinados era un agente menos a destinar el registro puerta por puerta.

La llamó el alcalde. ¿Creía que encontraría los ataúdes a tiempo? ¿Creía que podría resolver la situación sin tener que lamentar ninguna baja? ¿No creía que el alcalde y sus empleados debían ser evacuados por el helicóptero que había visto sobrevolando la ciudad?

No, no y no. Caxton cerró los ojos y esperó a que el alcalde dejara de hablar. Dijo que no varias veces más, sin apenas escuchar lo que le preguntaba.

—Sin novedades —dijo Glauer a través de la radio del coche—. Diría que hemos registrado ya un veinte por ciento de los edificios de la ciudad.

Eran ya las tres de la tarde.

Caxton se enderezó y le colgó el teléfono al alcalde. ¡Había pasado tanto tiempo y quedaba aún tanto por hacer! Las colas de ciudadanos rodeaban los edificios de correos, del ayuntamiento y del centro para turistas, esperando los autobuses que los sacarían de la ciudad.

Llamó de nuevo a la Guardia Nacional. Suplicó.

—El gobernador o, en caso de emergencia, el vicegobernador...

Cerró el teléfono. Intentó respirar pausadamente y volvió a abrir el teléfono.

Llamó de nuevo a la policía estatal y pidió que mandaran a todos los agentes de la brigada de bebidas alcohólicas disponibles. Así, doblaba el número de efectivos capacitados para dirigir el tráfico, montar controles de carreteras y colaborar en los registros.

También la llamó la prensa. Una y otra vez. ¿Creía que encontraría los ataúdes a tiempo? ¿En serio creía que Gettysburg sería asaltada por los vampiros? ¿No creía que aquella historia era un poco peliculera?

No malgastó ni un segundo con ellos.

Había más llamadas, más cosas que hacer. Logró contactar con el sargento encargado del material en el cuartel general de Gettisburg y le cantó el equipamiento que necesitaba como si estuviera comprando ropa por catálogo, sólo que en lugar de chalecos de lana quería rifles de asalto y equipos antidisturbios. En una ocasión el tipo llegó a colgarle el teléfono y Caxton volvió a llamarlo y lo amenazó, intentó imponer su mayor rango y terminó suplicándole: «Por favor, por favor, por favor.»

—Aunque tuviera todo el material que me pide, necesitaría una orden especial y por escrito del comisario, y en estos momentos no se encuentra en la oficina —le dijo el sargento.

La Guardia Nacional tenía todo lo que necesitaba al por mayor, almacenado en perfecto orden, todo engrasado y a punto para ser usado: montañas de munición, armarios y más armarios llenos de rifles. Y no sólo eso, sino también personal de sobra y preparado para utilizarlo, además de un gran número de veteranos de la guerra de Irak. Soldados, soldados de verdad,

El vicegobernador estaba tratando temas de educación con un grupo de trabajo y no, su asistente personal no creía que pudiera hacerle llegar un mensaje en aquel preciso instante.

—¿Comprende usted lo que está sucediendo aquí? ¿Comprende cuántas personas van a morir?

Pero aquel tipo no tenía necesidad de comprender nada ni le pagaban para eso.

Llamó al comisario de la policía estatal en Harrisburg y le pusieron en espera. No podía perder tiempo esperando, pero era imprescindible que hablara con él. Conectó el altavoz de al teléfono, cogió prestado el móvil del capitán Vincent y continuó haciendo llamadas.

A las cuatro y media el comisario pudo por fin hablar con ella.

—Sí, comprendo la gravedad de la situación y sé que es una emergencia. Pero ¿podría decirme de qué tipo? Es que verá, ando un poco perdido: yo la mandé a Gettysburg para que cazara un vampiro y de pronto me sale con que puede que haya cien. Como se trate de un error, como la pifie...

—No la voy a pifiar —le prometió. En realidad, si la pifiaba dudaba que fuera a vivir el tiempo suficiente como para tener que preocuparse por si la echaban del trabajo—. Tiene que confiar en mí. Tengo una retahíla de pruebas tan largas como mi brazo y cuento con información procedente de fuentes fiables; lo que no tengo es tiempo para redactar un informe y mandárselo. Necesito que haga lo que le pido y que no me haga más preguntas. Si no va a morir mucha gente. Esta noche.

—¿No cree que vayan a lograr encontrar los ataúdes antes del anochecer?

Los últimos informes de Glauer decían que habían peinado el cuarenta por ciento de la ciudad.

—No —respondió—. No lo creo. Me gustaría poder decirle que sí, pero no puedo correr el riesgo de equivocarme.

Hubo una pausa larga, se hizo un silencio sepulcral. Caxton podía oír la respiración del comisario, pero eso era todo.

—De acuerdo.

Caxton no podía creer lo que estaba oyendo.

—¿Está diciendo que sí?

—Eso es.

A continuación la llamó el gobernador. Le pidió disculpas |por haber tardado tanto en responder, le preguntó cómo iba la cosa, qué necesitaba y qué podía hacer para ayudarla. Movilizaría a la Guardia Nacional de inmediato y mandaría los vehículos de transporte de tropas, helicópteros, soldados y armas que necesitaba tan rápido como fuera humanamente posible.

—Una pequeña parte de los refuerzos llegarán antes del anochecer e iremos enviando unidades a medida que estén disponibles. Por favor, agente, se lo pido: proteja la ciudad.

—Señor, le estoy profundamente agradecida —le dijo Caxton de corazón—. Es sólo que... no esperaba que usted... en fin, que...

Tiene usted algunos amigos muy interesantes, agente —respondió el gobernador—. Bueno, ¿puedo hacer algo más por usted?

¿Puede mandar algún tanque?

El gobernador se echó a reír como si acabara de contar un chiste.

Caxton colgó y llamó a Arkeley.

—No sé qué ha hecho, pero...

La voz del viejo federal sonaba extrañamente distorsionada, como si estuviera dentro de un coche viajando a toda velocidad, o tal vez se tratara tan sólo de interferencias provocadas por la lluvia. Caxton no sabía dónde estaba ni qué estaba haciendo, pero tampoco tuvo tiempo de preguntárselo. Su respuesta fue directa:

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