La ciudad de Ossuliera surgió entre las sombras al doblar un recodo de la garganta. Estaba tallada en parte en los acantilados de color pardo claro del propio abismo y en parte en piedras traídas de otras zonas del mundo y más allá. El río Jhree era allí más manso y corría en línea recta, profundo y sereno, por un único canal grande, del que se separaban otros canales y muelles más pequeños, arqueados sobre delicados puentes de metalespuma y madera, tanto vivos como muertos.
Los muelles de ambas orillas eran grandes plataformas de arenisca dorada que se perdían a lo lejos entre una calima azul, salpicadas de personas y animales, plantas sombra y pabellones, fuentes saltarinas y columnas altas y retorcidas de metales que lucían enrejados extravagantes y minerales deslumbradores.
Unas barcazas altas y majestuosas permanecían ancladas junto a los escalones donde grupos de chaurgresiles se sentaban, acicalándose unos a otros con una intensidad solemne. Las velas espejadas de naves más pequeñas atrapaban los remolinos de brisas inquietas y deslizaban las sombras anguladas por las aguas tranquilas que tenían detrás antes de arrojar revoloteos de reflejos resplandecientes por los muelles bulliciosos de ambos lados.
Algo más arriba, la escarpada ciudad se alzaba con una terraza retrasada tras otra, esculpidas todas ellas en los inmensos y atestados salientes de piedra; los toldos y los árboles paraguas salpicaban las galerías y las
piazzas;
los canales desaparecían en el interior de túneles abovedados tallados en los acantilados cincelados, los fuegos perfumados envían finas espirales de humo de violetas y azahar hacia el pálido cielo azul, donde bandadas de colas de labranza traslúcidas, puras y blancas, giraban con las alas extendidas dibujando espirales silenciosas en el aire y arqueándose sobre una sucesión estratificada de puentes más altos, más largos y más vagamente colocados, arqueados como arco iris solidificados bajo la bruma del aire; sus superficies, con sus intrincadas tallas y deslumbrantes taraceados, desbordaban flores y estaban adornadas con guirnaldas de hojas, trepadoras y musgo velado.
Sonaba la música, que reverberaba entre los cañones, los muelles y los puentes de la ciudad. La repentina aparición de la barcaza provocó una andanada de bramidos excitados de una andrajosa manada de cumbrosauros que se habían dispuesto en un tramo de escalones que descendían hasta el río.
Ziller, ante la barandilla de cubierta, le dio la espalda al tumulto del paisaje para mirar la cama donde yacía Ilom Dolince. Unas cuantas personas parecían estar llorando. El avatar había colocado una mano sobre la frente del hombre y después le fue pasando los dedos argentinos por los ojos.
El chelgriano observó durante un rato la hermosa ciudad que se deslizaba junto a él. Cuando volvió a mirar, un largo dron gris desplazador flotaba sobre la cama. Las personas que se habían reunido alrededor se apartaron un poco y formaron un tosco círculo. Un campo plateado resplandeció en el aire donde estaba el cuerpo del hombre, después se encogió hasta convertirse en un punto y desapareció. Las mantas volvieron a posarse con suavidad sobre el lugar que había ocupado el cuerpo.
«La gente siempre mira al sol en momentos así»,
recordó que había señalado Kabe en cierta ocasión. Lo que estaba presenciando era el método convencional para disponer de un fallecido, tanto allí como en la mayor parte del resto de la Cultura. El cuerpo se había desplazado al núcleo de la estrella local. Y, como había señalado Kabe, si podían verlo, los presentes siempre miraban a ese sol, aunque por lo general pasarían un millón de años o más hasta que los fotones formados a partir del cadáver enviado pudieran brillar sobre el lugar en el que se encontraban ellos, fuera cual fuera.
Un millón de años. ¿Y después de todo ese tiempo seguiría allí ese mundo artificial mantenido con tanto cuidado? Lo dudaba. Para entonces hasta la Cultura en sí habría desaparecido. Chel desde luego lo habría hecho. Quizá la gente alzaba la vista porque sabía que no habría nadie para mirar al sol cuando llegara el momento.
Había otra ceremonia que llevar a cabo a bordo de la barcaza antes de abandonar la ciudad de Ossuliera. Una mujer llamada Nisil Tchasole iba a renacer. Almacenada en estado mental solo ochocientos años antes, había combatido en la guerra Idirana. Había querido que la despertaran a tiempo de ver brillar la luz de la segunda de las Dos Novas sobre Masaq. Le habían cultivado un clon de su cuerpo original y en menos de una hora iban a despertar su personalidad en su interior, así dispondría de unos cinco días para volver a aclimatarse a la vida antes de que la segunda nova irrumpiera en los cielos de la zona.
Se suponía que la combinación de ese renacimiento con la muerte de Ilom Dolince debía aliviar parte de la tristeza de la partida del hombre pero a Ziller la pulcritud de aquella combinación le parecía un acto de lo más trillado y artificial. No quiso esperar para ver aquel pulcro renacimiento; saltó del barco cuando atracó, paseó durante un rato y después cogió el metro para volver a Aquime.
–Sí, en otro tiempo tuve una hermana gemela. Todo el mundo conoce la historia, creo, y está en todos los archivos. Existe un buen número de relatos e interpretaciones. Hay incluso algunas obras de ficción y musicales basados en ella, algunas más precisas que otras. Puedo recomendarle...
–Sí, todo eso ya lo sé, pero me gustaría que me contaras tú la historia.
–¿Está seguro?
–Pues claro que estoy seguro.
–Bueno, está bien entonces.
El avatar y el chelgriano se encontraban en un pequeño módulo para ocho personas, bajo la superficie que daba al exterior del orbital. La nave era un vehículo general capaz de viajar bajo el agua, de volar por la atmósfera o, como en aquellos momentos, de desplazarse por el espacio, si bien a velocidades puramente relativistas. Los dos se encontraban mirando hacia delante, la pantalla comenzaba a sus pies y se alzaba sobre sus cabezas. Era como estar en una nave espacial con el morro de cristal, salvo que ningún cristal fabricado jamás podría haber transmitido una representación tan fiel del paisaje que tenían delante y que los rodeaba.
Habían pasado dos días de la muerte de Ilom Dolince y faltaban tres para el concierto del estadio Stullien. Ziller, una vez terminada la sinfonía y comenzados los ensayos, se sentía consumido por una inquietud que le resultaba muy familiar. Tras intentar pensar en los paisajes de Masaq que no había visto todavía, había pedido que le mostraran el aspecto que tenía el orbital desde abajo al pasar a toda velocidad, así que el avatar y él habían descendido por un acceso de la plataforma al pequeño puerto espacial que había bajo las profundidades de Aquime.
La meseta en la que se encontraba Aquime era hueca en su mayor parte, el espacio del interior estaba ocupado por viejos almacenes de naves y sobre todo por anticuadas fábricas de productos generales. En la mayor parte de la zona del orbital para acceder a la plataforma solo había que descender unos cien metros o menos, desde Aquime había casi un kilómetro en línea recta hasta el espacio abierto.
El módulo de ocho personas estaba frenando en relación con el mundo que tenían encima. Estaba a favor del giro galáctico, así que el efecto era que el orbital que tenían cincuenta metros por encima comenzaba a pasar por encima de ellos, despacio al principio, pero cada vez más deprisa, mientras que las estrellas que tenían bajo los pies y a ambos lados, y que habían estado girando con lentitud, parecían estar deteniéndose.
La superficie inferior del mundo era una extensión grisácea y brillante de lo que parecía metal, apenas iluminada por la luz de las estrellas y del sol que se reflejaba en algunos de los planetas más cercanos del sistema. Había algo intimidante, plano y perfecto en aquella planicie inmensa que colgaba sobre sus cabezas, pensó Ziller, por mucho que estuviera salpicada por mástiles y puntos de acceso y estuviera entrelazada por los raíles del metro.
Los raíles se alzaban con lentitud en algunos lugares para cruzarse con otras rutas que se hundían hasta la mitad de la estructura de la superficie inferior antes de regresar a la inmensa y plana llanura. En otros lugares, los raíles giraban formando enormes bucles que tenían decenas o incluso centenares de kilómetros de anchura y que creaban un gigantesco y complicado encaje de surcos y líneas grabadas en la superficie inferior del mundo, como la fabulosa e intrincada inscripción de un brazalete. Ziller vio algunos de los vagones que pasaban disparados por la superficie inferior, en grupos de uno o dos, o incluso trenes más largos.
Los raíles eran la mejor forma de medir su velocidad relativa; se habían movido por encima de ellos a escasa velocidad al principio, parecían alejarse poco a poco o regresar dibujando una curva suave. En ese momento, a medida que el módulo iba reduciendo la velocidad y utilizando los motores para frenar, y el orbital parecía acelerar, las líneas parecían fluir y después alejarse a toda prisa por encima de ellos.
Se metieron debajo de una sierra Mampara, todavía parecían acelerar. El techo de materia gris que tenían encima se alejó a toda velocidad y desapareció en una oscuridad de cientos de kilómetros de altura, salpicada de luces microscópicas. Los raíles del metro descansaban en unos puentes colgantes imposiblemente finos que pasaron destellando, unas líneas rectas y finas perfectas de luz tenue; los monofilamentos que los sujetaban resultaban invisibles a la velocidad relativa que había acumulado el módulo.
Y entonces la ladera contraria de la sierra Mampara se abalanzó sobre ellos, destellando, precipitándose contra el morro del módulo. Ziller intentó no agacharse. Fracasó. El avatar no dijo nada, pero el módulo se alejó un poco más, de modo que se encontraron a medio kilómetro de la superficie inferior. Lo que tuvo un efecto temporal, pareció frenar un poco al orbital.
El avatar comenzó a contarle a Ziller su historia.
En otro tiempo, la Mente que se había convertido después en el Centro de Masaq (para sustituir al titular original que había decidido sublimarse no mucho después del final de la guerra Idirana) fue primero la mente del cuerpo de una nave llamada
Daño permanente.
Era un Vehículo General de Sistemas de la Cultura, construido hacia el final de tres agitadas décadas en las que poco a poco había ido quedando claro que la posibilidad de una guerra entre los idiranos y la Cultura era más que probable.
Se había construido para cumplir el papel de nave civil si por alguna razón no se producía el conflicto pero también se había diseñado para tomar parte en la guerra si esta estallaba, listo para construir de forma continua naves de guerra más pequeñas, transportar personal y material y (cargada con su propio armamento) implicarse directamente en la batalla.
Durante la primera parte del conflicto, cuando los idiranos presionaban a la Cultura en todos los frentes y lo único que hacía la Cultura era irse retirando cada vez más y de vez en cuando montar acciones de contención muy ocasionales, cuando había que ganar tiempo para llevar a cabo una evacuación, el número de auténticas naves de guerra listas para luchar era todavía escaso. Se encargaban del trabajo sobre todo los Vehículos de Contactos Generales pero los pocos VGS preparados para la guerra también asumían su parte de la carga.
Fueron muchas las ocasiones y las batallas en las que la prudencia militar habría dictado que se despachara un flota de naves de guerra más pequeñas; el hecho de que alguna de ellas (o incluso la mayoría) no regresara habría sido lamentable, pero no un desastre, pero a esas mismas ocasiones, mientras la Cultura continuaba implementando sus preparativos para una producción bélica a gran escala, solo podían enfrentarse con el compromiso de un VGS listo para el combate.
Un Vehículo General de Sistemas armado era una máquina de luchar poderosísima que podía sobrepasar en potencia de fuego a cualquier unidad del lado idirano sin dificultades, pero no era solo inherentemente menos flexible como instrumento de guerra, comparada con una flota de naves más pequeñas, también era única en la naturaleza binaria de su capacidad de supervivencia. Si una flota se encontraba con problemas serios, por lo general algunas de sus naves podían huir para seguir luchando otro día, pero un VGS acosado de forma similar o bien triunfaba o sufría una destrucción total, a petición propia si no era a causa de las acciones del enemigo.
Ya solo la contemplación de una pérdida de semejante magnitud era suficiente para provocarles a las Mentes de planificación estratégica del mando de guerra de la Cultura el equivalente a úlceras, noches sin dormir y rabietas varias.
Durante uno de los enfrentamientos más desesperados, para ganar tiempo mientras un grupo de orbitales culturales se preparaba para escapar e iban adquiriendo poco a poco la velocidad suficiente para garantizar la huida de los mundos del volumen de espacio amenazado, la nave
Daño permanente se
había metido en un entorno especialmente salvaje y peligroso de las profundidades de la naciente esfera de hegemonía idirana.
Antes de partir para lo que la mayor parte de los interesados, incluida la propia nave, pensaba que sería su última misión, transmitió automáticamente su estado mental (de hecho, su alma) a otro VGS que después envió la grabación a otra Mente de la Cultura, al otro lado de la galaxia, donde podría quedar guardada, inactiva y a salvo. Después, junto con unas cuantas unidades auxiliares (unidades que apenas merecían el nombre de naves de guerra, más bien cápsulas de armas con motor a medio desarrollar), emprendió la incursión, subió y se alzó sobre la lente de la galaxia dibujando un rumbo alto y corvo, aferrándose a la curva de las estrellas como una garra.
La nave
Daño permanente
se arrojó sobre la telaraña de los suministros idiranos, sobre su apoyo logístico y sus rutas de refuerzos como un ave raptora desquiciada que cayera sobre un nido de garitos en plena hibernación, devastando y trastocando todo lo que pudo encontrar en una serie errática de ataques asesinos a toda velocidad que lo pulverizaban todo y que se extendieron por siglos enteros de espacio que los idiranos ya hacía mucho tiempo que pensaban que estaba libre de naves de la Cultura.
Se había acordado que no habría ninguna comunicación por parte del VGS a menos que por algún milagro consiguiera volver a la cada vez más retraída esfera de influencia cultural; la única señal que les llegó a sus compañeras de que había evitado una detección inmediata y su consiguiente destrucción fue que la presión sobre las unidades que se habían quedado atrás para contener el empuje directo de las flotas de batalla idiranas que se redujo de forma apreciable a medida que los navíos enemigos o bien eran interceptados antes de llegar al frente, o desviados de este para enfrentarse a la amenaza que acababa de surgir.