Visquile debió de leer la expresión de Quilan.
–Le he pedido a Anur que no se siente con nosotros. No quiero que piense en él ahí sentado y mirando la copa. Quiero que piense solo en la copa.
Quilan sonrió.
–¿Cree que podría desplazar el objeto de prueba y meterlo en el interior de Anur por error?
–Dudo que fuera a ocurrir, aunque nunca se sabe. Pero, en cualquier caso, si empieza a ver a Anur ahí sentado, dígamelo y lo sustituiremos por uno de los otros monjes.
–Si desplazara un objeto y lo metiera en una persona, ¿qué ocurriría?
–Por lo que tengo entendido, casi con toda certeza, nada. El objeto es demasiado pequeño para provocar algún daño. Supongo que si se materializase en el interior del ojo de una persona, esta podría ver una mota, o si apareciera junto a un receptor del dolor, quizá sintieran un pinchazo mínimo. En cualquier otra parte del cuerpo pasaría desapercibido. Si pudiera desplazar esta copa –dijo el estodien mientras levantaba su propia copa de cerámica, idéntica a la de Quilan– y meterla en el cerebro de alguien, me atrevería a decir que les podría explotar la cabeza, solo por la presión provocada por el repentino aumento de volumen. Pero las cabezas nucleares de fogueo con las que está usted trabajando son demasiado pequeñas para que se puedan notar.
–Podría bloquear algún pequeño vaso sanguíneo.
–Un capilar, quizá. Nada lo bastante grande como para provocar un daño en los tejidos.
Quilan bebió de su copa y luego la levantó y la miró.
–Voy a ver este maldito cacharro hasta en sueños.
Visquile sonrió.
–Eso quizá no nos viniera mal.
Quilan tomó unas cucharadas de sopa.
–¿Qué le ha pasado a Eweirl? No lo he visto desde que llegamos.
–Oh, anda por ahí –dijo Visquile–. Está haciendo preparativos.
–¿Tienen que ver con mi entrenamiento?
–No, para cuando nos vayamos.
–¿Cuando nos vayamos?
Visquile sonrió.
–Todo a su debido tiempo, comandante.
–¿Y los dos drones, nuestros aliados?
–Como ya le he dicho, todo a su debido tiempo, comandante.
–Y envíe.
–¡Sí!
–¿Sí?
–... No. No, esperaba... Bueno, no importa. Vamos a volver a intentarlo.
–Piense en la copa...
–Piense en un lugar que conoce o conocía bien. Un lugar pequeño. Quizá una habitación o un apartamento o una casa pequeña, quizá el interior de una cabina, un coche, una nave, lo que sea. Debe ser un lugar que conocía lo bastante bien como para poder orientarse por la noche, de tal modo que sabía dónde estaba todo en la oscuridad y no tropezaba con las cosas ni las rompía. Imagine que está allí. Imagine que va a un lugar concreto y deja caer, digamos, una miga o una cuenta pequeña o una semilla en una copa u otro recipiente.
Esa noche le costó dormir otra vez. Yació mirando la oscuridad, enroscado en la amplia plataforma de dormir, aspirando el aire dulce y especiado de aquella especie de fruta gigante y bulbosa en la que se habían alojado Visquile, él y casi todos los demás. Intentó pensar en la maldita copa, pero se rindió. Estaba harto de ella. En lugar de eso intentó averiguar con exactitud lo que estaba pasando allí.
Era obvio, pensó, que la tecnología que se ocultaba dentro del Guardián de Almas adaptado que le habían colocado no era chelgriana. Algún otro Implicado tomaba parte en aquella operación, una especie Implicada cuya tecnología podía equipararse a la de la Cultura.
Dos de sus representantes seguramente se encontraban en el interior del par de drones con forma de cono doble que había visto antes, los que habían hablado con él dentro de su cabeza antes de que lo hicieran los desaparecidos. Los drones no habían vuelto a aparecer.
Suponía que quizá estuvieran dirigiendo a los drones por control remoto, quizá desde algún lugar del exterior de la aerosfera, aunque la sonada antipatía que mostraba Oskendari ante cualquier muestra de tal tecnología significaba que había muchas probabilidades de que los drones contuvieran de verdad a los alienígenas. De igual forma, era de lo más desconcertante que se hubiera elegido la aerosfera como lugar para entrenarlo en el uso de una tecnología tan avanzada como la que albergaba su Guardián de Almas, a menos que la idea fuera que si el uso de semejantes mecanismos no se detectaba allí, también pasaría desapercibido en la Cultura.
Quilan revisó todo lo que sabía del relativamente escaso número de especies Implicadas lo bastante avanzadas como para enfrentarse a la Cultura de ese modo. Había entre siete y doce especies que se encontraban a ese nivel, dependiendo de los criterios que se utilizaran. Se suponía que ninguna era demasiado hostil a la Cultura, y algunas incluso eran aliadas.
Nada que él supiera habría proporcionado un motivo obvio para el acto para el que lo estaban entrenando, claro que lo que él sabía era solo lo que los Implicados permitían que se supiera sobre algunas de las relaciones más profundas que los unían y eso desde luego no incluía todo lo que estaba pasando en realidad, sobre todo dada la escala de tiempo a la que algunos de los Implicados se habían acostumbrado a pensar.
Sabía que las aerosferas de Oskendari era fabulosamente viejas, incluso para los estándares de aquellas razas que se hacían llamar los Ancianos, y que habían conseguido conservar su misterio a lo largo de las Eras Científicas de cientos de especies que habían llegado y desaparecido o que habían estado allí y luego se habían sublimado. Según los rumores quedaba una especie de vínculo entre quienquiera que hubiera creado las aerosferas y luego se había largado de la vida material del universo, y la mega y gigafauna que todavía habitaba esos entornos.
Ese vínculo con los desaparecidos de los constructores de las aerosferas era, al parecer, la razón por la que todas las especies con tendencias hegemónicas e invasoras (por no mencionar las descaradamente entrometidas, como la Cultura) que se habían encontrado con las aerosferas se lo habían pensado dos veces antes de intentar conquistarlas (o estudiarlas de una forma demasiado íntima).
Esos mismos rumores, respaldados por documentos ambiguos conservados por los Ancianos, insinuaban que, mucho tiempo atrás, unas cuantas especies habían creído que podrían convertir en parte de su imperio a los inmensos mundos vagabundos, o que se habían atrevido a enviar mecanismos de estudio contra los deseos expresos de los behemotauros y las entidades globulares megalitinas y gigalitinas. A partir de ese momento, tales especies tendieron a desaparecer de forma rápida o gradual de los documentos en cuestión y había pruebas estadísticas firmes de que desaparecieron de forma más rápida y absoluta que las especies sin un historial de haber suscitado el antagonismo de los habitantes (y por implicación de los guardianes) de las aerosferas.
Quilan se preguntó si los desaparecidos de las aerosferas habían estado en contacto con los desaparecidos de Chel. ¿Había algún vínculo entre los sublimados de las dos especies (o más, por supuesto)?
¿Quién sabía cómo pensaban los sublimados, cómo interactuaban? ¿Quién sabía cómo funcionaban las mentes alienígenas? Y en realidad, ¿quién podía tener siquiera la certeza de saber cómo funcionaba la mente de un miembro de tu propia especie?
Los sublimados, supuso Quilan, eran la respuesta a todas esas preguntas. Pero cualquier interpretación parecía ser decididamente unilateral.
Le estaban pidiendo que hiciera una especie de milagro. Le estaban pidiendo que hiciera una matanza. Intentó mirar en su interior y se preguntó si, incluso en ese momento, el Puen-Chelgriano estaba escuchando sus pensamientos, observando las imágenes que revoloteaban por su mente, midiendo hasta qué punto era firme su compromiso y sopesando la valía de su alma, y le horrorizó un poco, pero solo un poco, darse cuenta de que, si bien dudaba de su capacidad para hacer el milagro, estaba, como mínimo, resignado a la comisión de ese genocidio.
Y esa noche, cuando todavía no se había quedado dormido del todo, recordó la habitación que había tenido ella en la universidad, donde se habían descubierto, donde llegó a conocer el cuerpo de aquella hembra mejor que el suyo propio, mejor de lo que había conocido cualquier tema o asignatura (y desde luego mejor que todo lo que se suponía que estaba estudiando) y lo conocía de día y a oscuras, y no cabía duda de que allí había colocado una semilla en un recipiente una y otra vez.
No podía utilizar eso. Pero recordaba la habitación, podía ver la forma oscura que era el cuerpo femenino cuando se movía por ella a veces, ya muy tarde, para desconectar algo, apagar una espiral de incienso o cerrar la ventana cuando llovía. (Una vez, la joven había traído unos libros encordados antiguos, relatos eróticos contados en nudos y lo había dejado atarla; después fue ella la que lo ató a él, y él, que siempre se había creído el más sencillo de los jóvenes, engañosamente orgulloso de su normalidad, descubrió que aquellos juegos sexuales no eran el coto vedado de los que él consideraba débiles y degenerados).
Vio la sombra que dibujaba el cuerpo femenino entre las luces y reflejos reveladores de la habitación. Y en aquel momento, en aquel extraño mundo, a tantos milenios de años luz y tantos años después de aquel bendito tiempo y lugar, Quilan se imaginó levantándose y cruzando el espacio que separaba el colchón ondulado del otro lado de la habitación. Allí estaba (allí había estado) una copita plateada sobre un estante. A veces, cuando quería estar desnuda del todo, se quitaba el anillo que le había regalado su madre. Esa sería su obligación, su misión, quitarle el anillo de la mano y colocar la alianza de oro en la copita plateada.
–Muy bien. ¿Ya estamos allí?
–Sí, estamos allí.
–Bien. Envíe.
–Sí... No.
–
Mmm.
Bueno, empezamos otra vez. Piense en...
–Sí, la copa.
–
¿
Estamos seguros de que el mecanismo funciona, estodien?
–Sí, lo estamos.
–Entonces soy yo. No puedo... No lo tengo. –Echó un poco de pan en la sopa, después se rió con amargura–. O lo tengo y no puedo sacarlo.
–Paciencia, comandante. Paciencia.
–Listo. ¿Estamos allí?
–Sí, sí, estamos allí.
–Y... envíe.
–Yo... Espere. Creo que he sentido...
–¡Sí! ¡estodien! ¡Comandante Quilan! ¡Ha funcionado! –Anur llegó corriendo desde el refectorio.
–Estodien, ¿qué cree que obtendrán nuestros aliados con mi misión?
–La verdad es que no lo sé, comandante. No creo que sea un tema que nos beneficie a ninguno de los dos preocuparnos por él.
Estaban sentados en un vehículo pequeño, una nave de líneas puras con capacidad para dos personas y propiedad del
Refugio del alma,
en el espacio, fuera de la aerosfera.
La misma y pequeña aeronave que los había llevado desde el portal de la aerosfera el día que habían llegado, había trasladado a Quilan y Visquile en el viaje de vuelta. Habían atravesado a pie otra vez el tubo de aire de apariencia sólida, en esa ocasión para llegar al vehículo. Este se había alejado flotando del portal y luego había acelerado. Parecía dirigirse hacia uno de los soles-lunas que iluminaban la aerosfera. La luna se acercó flotando. La luz salía a borbotones de lo que parecía un cráter gigante y casi plano que cubría la mitad de una de las caras. Parecía el globo ocular incandescente de alguna deidad infernal.
–Todo lo que importa, comandante –dijo Visquile–, es que la tecnología parece funcionar.
Habían llevado a cabo diez pruebas con éxito, con la reserva de cabezas nucleares de fogueo que habían cargado en el Guardián de Almas. Había tardado una hora en repetir el éxito inicial, una hora de intentos fallidos, pero luego había conseguido llevar a cabo dos desplazamiento seguidos.
Después de eso, habían trasladado la copa a diferentes partes del
Refugio del alma;
Quilan solo falló dos veces antes de ser capaz de desplazar las motas a donde le pidieran. Al tercer día, intentó, y realizó, solo dos desplazamientos a ambos extremos de la nave. Y llegado el cuarto día, Quilan intentaría por primera vez llevar a cabo un desplazamiento fuera del
Refugio del alma.
–¿Vamos a esa luna, estodien? –preguntó cuando el satélite gigante creció hasta llenar el paisaje que tenían ante ellos.
–Cerca –dijo Visquile. Después señaló–. ¿Ve eso? –Una diminuta mota de color gris flotaba a un lado del sol-luna, apenas visible bajo la estela de luz que brotaba del cráter–. Ahí es a donde vamos.
Era una especie de cruce entre nave y estación. Daba la sensación de que podría haber sido cualquiera de las dos cosas, y que podría haberla diseñado una de los miles de civilizaciones Implicadas que todavía estaban en sus primeras etapas. Era una colección de ovoides de color negro grisáceo, esferas y cilindros unidos por gruesas vigas que giraban poco a poco en una órbita que rodeaba el sol-luna y que estaba configurada de tal modo que nunca volase por encima del inmenso haz de luz que surgía del lado que miraba hacia al aerosfera.
–No tenemos ni idea de quién lo construyó –dijo Visquile–. Lleva aquí las últimas decenas de miles de años y la han modificado mucho las diferentes especies que han decidido utilizarla para estudiar la aerosfera y las lunas. En estos momentos hay algunas partes que están equipadas para proporcionarnos a nosotros unas condiciones razonables.
El pequeño vehículo se deslizó en el interior de una cápsula hangar pegada al costado de la más grande de las unidades esféricas. Se posaron en el suelo y esperaron mientras las puertas giratorias del exterior de la cápsula se cerraban y entraba el aire.
La cubierta de la cabina se despegó del fuselaje de la pequeña nave y los dos chelgrianos salieron al aire frío que olía a algo acre.
Los dos drones grandes con forma de cono doble llegaron zumbando desde otra exclusa de aire y se colocaron a ambos lados de ellos.
En esa ocasión no resonó ninguna voz en su cabeza, solo un murmullo profundo de uno de los conos que se moduló para hablar.
–Estodien, comandante. Síganme.
Y lo siguieron, bajaron por un pasillo y atravesaron un par de puertas gruesas con un terminado de espejos, entraron en lo que parecía una especie de galería ancha con una única ventana larga que les quedaba enfrente y que se curvaba por detrás de por donde habían llegado ellos. Podría haber sido la cúpula panorámica de un trasatlántico o de un crucero estelar. Se adelantaron y Quilan se dio cuenta de que la ventana, o la pantalla, era más alta y profunda de lo que había supuesto en un principio.