~ Quizá. Supongo que tampoco importa mucho, de todos modos. Ya no.
Vio que el homomdano Kabe Ischloear y el dron E. H. Tersono aparecían por el acceso más cercano cuando las luces comenzaban a apagarse. Kabe lo saludó con la mano y Quilan le devolvió el saludo.
¡Tersono! ¡Vamos a volar el Centro!
Las palabras se formaron en su mente. Pensó ponerse en pie y gritarlas.
Pero no lo hizo.
~
No he intervenido. En realidad no pensabas hacerlo.
~ ¿En serio?
~
En serio.
~ Fascinante. Todos los filósofos deberían experimentar esto, ¿no te parece, Huyler?
~
Tranquilo, hijo, tranquilo.
Kabe y Tersono se reunieron con el chelgriano. Ambos notaron que estaba llorando en silencio, pero les pareció más cortés no decir nada.
La música resonó por el auditorio, una inmensa claqueta invisible en la campana invertida del estadio. Las luces del recinto se habían hundido en la oscuridad, el espectáculo de luces de los cielos parpadeó, fluyó y destelló.
Quilan se había perdido las nubes de nácar. Vio las auroras boreales, los láseres, las capas inducidas y los niveles de nubes, los destellos de los primeros meteoritos, las líneas estroboscópicas que eclosionaban en el cielo a medida que lo iban cruzando. Los cielos distantes que rodeaban el estadio, sobre las praderas que rodeaban el lago, chispeando con rayos silenciosos y horizontales que saltaban disparados entre las nubes en rayas, barras y capas de luz blanca azulada.
La música se fue acumulando. Quilan se dio cuenta de que cada pieza iba contribuyendo poco a poco al todo. No sabía si era idea del Centro o de Ziller pero la velada entera, todo el programa del concierto, se había diseñado alrededor de la sinfonía final. La mitad de las piezas cortas anteriores eran obra de Ziller, la otra mitad de otros compositores. Se iban alternando y pronto quedó claro que los estilos también eran muy diferentes, mientras que las filosofías musicales que se ocultaban detrás de las dos facetas rivales eran muy distintas, hasta el punto de la antipatía.
Las cortas pausas que había entre cada pieza, durante las que la orquesta aumentaba y disminuía según los requerimientos de cada obra, permitieron que quedara el tiempo suficiente para que la estructura estratégica de la velada llegara poco a poco al público. De hecho, se podría haber oído la caída de un alfiler cuando los espectadores lo comprendieron.
La velada era la guerra.
Las dos facetas de la música representaban a los protagonistas, la Cultura y los idiranos. Cada par de obras opuestas representaba una de las muchas escaramuzas pequeñas, pero cada vez más amargas y de gran alcance que habían tenido lugar, por lo general entre fuerzas que actuaban por poderes por cada lado, durante las décadas previas al estallido de la guerra en sí. La duración de las obras fue aumentando así como la sensación de hostilidad mutua.
Quilan se encontró comprobando la historia de la guerra Idirana para confirmar que lo que parecía que debía de ser el último par de piezas preliminares, lo era en realidad.
La música acabó. Los aplausos eran apenas audibles, como si todo el mundo se limitara a esperar. La orquesta entera llenó el escenario central. Los bailarines, la mayor parte con arneses de flotación, se distribuyeron por el espacio que rodeaba el escenario formando una semiesfera. Ziller ocupó su sitio en el centro del escenario circular, rodeado por el brillo trémulo de un campo de proyección. El aplauso se alzó de repente y murió con la misma rapidez. La orquesta y Ziller compartieron un momento mutuo de silencio y serenidad.
En los cielos, la capa que cubría el cielo se apagó con un parpadeo y allí arriba, (cerca de un borde del margen del estadio), fue como si la primera nova, Portisia, acabara de aparecer detrás de una nube.
La sinfonía
La luz que expira
comenzó con un susurro que fue creciendo e hinchándose hasta que explotó en un único estallido discordante y arrojado de música; una mezcla de acordes y puro ruido que tuvo su eco en el cielo con un espeluznante estallido de aire brillante, cuando un inmenso meteorito se hundió en la atmósfera justo encima del estadio y explotó. Su sonido estridente, asombroso, aterrador, desgarrador, llegó de repente entre el sosiego hipnótico de la música, haciendo que todo el mundo (al menos todo el mundo del que era consciente Quilan, incluyéndose él mismo) diera un salto.
La oleada del trueno recorrió el gran anfiteatro del cielo que rodeaba el lago y el estadio que tenía en el centro. Los rayos golpeaban la tierra y abrían con una lanza el suelo distante. En el cielo eclosionaron escuadrones y flotas de estelas de meteoritos disparados mientras los pliegues de las auroras y los efectos que cubrían todo el cielo, y cuyo origen era difícil adivinar, llenaban la mente y golpeaban el ojo, al tiempo que la música azotaba el oído.
Varios visuales de la guerra y otras imágenes más abstractas llenaron el aire justo encima del escenario y los cuerpos de los bailarines, que giraban, caían y se entrelazaban.
Muy cerca del centro furioso de la obra, mientras el trueno tocaba un bajo y la música rodaba sobre él y por todo el auditorio como una criatura salvaje, enjaulada y desesperada por escapar, ocho estelas del cielo no terminaron en estallidos de aire ni se desvanecieron, sino que se estrellaron contra el lago, alrededor del estadio, y crearon ocho geiseres altos y repentinos de agua blanca iluminada que surgieron como una explosión de las aguas oscuras y tranquilas, como si ocho inmensos dedos subterráneos hubiera intentado de repente alcanzar el cielo.
Quilan creyó oír chillar a la gente. El estadio entero, el kilómetro entero de diámetro, se agitó y tembló cuando las olas creadas por los estallidos del lago se estrellaron contra el gigantesco navío. La música pareció coger el miedo, el terror y la violencia del momento, y salir corriendo y gritando con ella, arrastrando al público a su paso como un jinete desmontado atrapado por el estribo de una montura aterrorizada.
Una calma terrible se posó sobre Quilan en su asiento, donde se había encogido azotado por la música, asaltado por las oleadas y escarpias de luz. Era como si sus ojos formaran dos túneles en su cráneo y el alma se le fuera cayendo por esa ventana compartida al universo, como si cayera de espaldas sin parar por un pasillo profundo y oscuro mientras el mundo se encogía y se convertía en un círculo pequeño de luz y oscuridad en algún lugar de las sombras que quedaban arriba. Como si se hundiera por un agujero negro, pensó para sí. O quizá fuera Huyler.
Era como si se estuviera cayendo de verdad. Era como si de verdad no pudiera parar. El universo, el mundo, el estadio, le parecían muy lejanos, inalcanzables. Le disgustó un poco pensar que se estaba perdiendo el resto del concierto, la conclusión de la sinfonía. ¿Pero qué precio había pagado por esa claridad y proximidad y dónde se encontraba la relevancia de estar allí y usar o no una pantalla de aumento y amplificación cuando todo lo que había visto hasta ese momento había quedado distorsionado por las lágrimas que le bañaban los ojos y todo lo que había oído lo había ahogado el clamor de la culpa por lo que había hecho, lo que había posibilitado y lo que iba a ocurrir con toda seguridad?
Se lo preguntó mientras caía en esa oscuridad que todo lo rodeaba y el mundo quedaba reducido a un único y no demasiado brillante punto de luz sobre él (no más luminoso que una nova alejada casi mil años enteros), como si lo hubieran drogado. Suponía que todos los habitantes de la Cultura estarían aumentando la experiencia con secreciones glandulares, haciendo que la realidad de la experiencia fuera al mismo tiempo más y menos real.
Aterrizó con un golpe seco. Se sentó y miró a su alrededor.
Vio una luz lejana a un lado. Una vez más, no demasiado brillante. Se puso de pie. El suelo era cálido y con solo un toque de flexibilidad. No olía a nada y no se oía nada salvo su propia respiración y los latidos de su corazón. Levantó la cabeza. Nada.
~ ¿Huyler?
Esperó un momento. Después un momento más.
~ ¿Huyler?
»¿Huyler? –gritó.
Nada.
Permaneció allí y disfrutó del silencio durante un rato, luego se encaminó hacia un fulgor lejano.
La luz procedía de una banda del orbital. Quilan entró en lo que parecía la galería panorámica del Centro. El lugar parecía desierto. El orbital giraba a su alrededor de una forma implícita, sin ningún tipo de prisa. El chelgriano avanzó un poco más, pasó junto a sofás y sillones, hasta que llegó al que estaba ocupado.
El avatar, iluminado por la luz reflejada de la superficie del orbital, levantó la cabeza cuando se acercó Quilan y le dio unos golpecitos al asiento ondulado que tenía junto a él. La criatura estaba vestida con un traje de color gris oscuro.
–Quilan –dijo–. Gracias por venir. Por favor, siéntese. –Los reflejos se deslizaban por su piel plateada, perfecta como luz líquida.
Quilan se sentó. El sillón ondulado era perfecto para él.
–¿Qué estoy haciendo aquí? –preguntó. Su voz le sonó extraña. Entonces se dio cuenta de que no había ecos.
–Pensé que debíamos hablar –dijo el avatar.
–¿Sobre qué?
–Sobre lo que vamos a hacer.
–No lo entiendo.
El avatar levantó un objeto diminuto, parecido a una joya, la sujetaba en una pinza de dedos plateados. El objeto resplandecía como un diamante. En el centro tenía una tara diminuta de oscuridad.
–Mire lo que he encontrado, comandante.
No sabía qué decir. Después de lo que le pareció mucho tiempo, pensó:
~ ¿Huyler?
El momento continuó. El tiempo parecía haberse detenido. El avatar podía seguir sentado, perfecta, total, inhumanamente quieto.
–Había tres –le dijo Quilan.
El avatar esbozó una fría sonrisa, buscó en el bolsillo superior del traje y sacó otras dos joyas iguales.
–Sí, ya lo sé. Gracias.
–Tenía un compañero.
–¿El tío de su cabeza? Eso nos pareció.
–¿Así que he fracasado?
–Sí, pero hay un premio de consolación.
–¿Y cuál es?
–Se lo diré más tarde.
–¿Y ahora qué pasa?
–Escuchamos el final de la sinfonía. –Le tendió una esbelta mano plateada–. Coja mi mano.
Quilan le cogió la mano. Había vuelto al estadio Stullien, pero esa vez estaba por todas partes. Miró hacia abajo y lo vio desde mil ángulos diferentes, se había convertido en el estadio en sí, en sus luces, en sus sonidos, en la propia estructura. Al mismo tiempo podía ver todo lo que rodeaba el estadio, el cielo, el horizonte, todo lo que tenía alrededor. Experimentó un largo instante de vértigo aterrador, un vértigo que parecía empujarlo no hacia abajo, sino en todas direcciones a la vez. Iba a romperse en pedazos, iba a disolverse sin más.
~ Aguante –le dijo la voz hueca del avatar.
~ Eso intento.
La música y las imágenes lo envolvieron, lo abrumaron, lo atravesaron y llenaron de luz. La sinfonía continuó adelante, aproximándose a una secuencia de resoluciones y cadencias que eran un pequeño pero titánico reflejo de toda la obra, del resto del concierto anterior, de la propia guerra.
~ Esas cosas que desplacé, son...
~ Sé lo que son. Ya nos hemos ocupado.
~ Lo siento.
~ Lo sé.
La música se alzó como la magulladura henchida de agua de una explosión subacuática, un instante antes de que el suave oleaje se rompa y brote el chorro de espuma blanca.
Los bailarines se alzaban y caían, giraban, se congregaban, se extendían y encogían. Las imágenes de la guerra cruzaban como luces estroboscópicas sobre el escenario. Los cielos se llenaron de luz, sombras que parpadeaban, pasmosas y breves, borradas casi al instante por la siguiente detonación del inmenso bombardeo de fuego.
Y entonces todo cayó y Quilan sintió que hasta el tiempo mismo se ralentizaba. La música se fue desvaneciendo hasta convertirse en una única línea colgante de dolor intenso, los bailarines yacían como hojas caídas repartidas por el escenario, el holograma que había encima del escenario se desvaneció y la luz pareció evaporarse del cielo, dejando una oscuridad que tiraba de los sentidos, como si el vacío reclamase su alma.
El tiempo se ralentizó todavía más. En el cielo, cerca de la diminuta luz restante que era la nova Portisia, se veía lo que apenas era un simple parpadeo. Y entonces eso también se detuvo, inmóvil, congelado.
El momento que era el «ahora», que durante toda su vida había sido un punto, se convirtió en esa línea, esa larga nota de música y ese susurro de oscuridad que lo arrastraba. Algo extendió un plano desde la línea, un plano que se plegó una y otra vez hasta que de nuevo hubo espacio para la galería panorámica y allí estaba él sentado, sin soltar la mano del avatar plateado.
Quilan miró en su interior y se dio cuenta de que no sentía miedo, ni desesperación, ni pesar.
Cuando habló la criatura, fue como si utilizara su propia voz.
~ Debiste de amarla mucho, Quilan.
~ Por favor, si puedes, si quieres, mira en mi alma.
El avatar lo miró de igual a igual.
~ ¿Estás seguro?
~ Estoy seguro.
Esa larga mirada continuó. Después, la criatura sonrió poco a poco.
~ Muy bien.
Unos momentos después, asintió.
~ Era una persona extraordinaria. Ya veo lo que viste en ella. –El avatar emitió un sonido parecido a un suspiro–. Os hicimos una cosa terrible, ¿verdad?
~ Al final nos la hicimos nosotros, pero sí, lo provocasteis vosotros.
~ Lo que se planteaba era una venganza terrible, Quilan.
~ Creíamos que no teníamos alternativa. Nuestros muertos... bueno, me imagino que lo sabes.
La criatura asintió.
~ Lo sé.
~ Se acabó, ¿verdad?
~ Se han acabado muchas cosas.
~ El sueño que tuve esta mañana...
~ Ah, sí. –El avatar sonrió otra vez–. Bueno, eso pude hacerlo yo jugando con tu cabeza o sencillamente lo hicieron tus remordimientos, ¿no te parece?
Quilan supuso que nunca se lo dirían.
~ ¿Cuánto tiempo hace que lo sabes? –preguntó.
~ Yo lo supe un día antes de que llegaras. No puedo hablar por Circunstancias Especiales.
~ Me dejaste hacer los desplazamientos. ¿No era peligroso?
~ Solo un poco. A estas alturas ya tenía mi copia de seguridad. Hace tiempo que tengo aquí un par de VGS, o por los alrededores, además de la
Experimentando una significativa falta de gravedad.
Una vez que supimos lo que tramabas, podían protegerme incluso de un ataque como el que preveías. Dejamos que pasara porque nos gustaría saber dónde están los extremos de esos agujeros de gusano. Quizá podrían decirnos algo sobre quiénes eran vuestros misteriosos aliados.