Read A bordo del naufragio Online
Authors: Alberto Olmos
NO SE VAYAN QUE ESTAMOS DANDO DINERO
, y tú te fijas en la pierna que no tiene y observas también el perro liento que se acurruca bajo su silla,
NO SE VAYAN QUE ESTAMOS DANDO DINERO
. Te pegas a la pared, donde la física dicta que no ha de alcanzarte la lluvia, pero al minuto tienes que separarte de ella porque la pareja de viejos que vende chicles y dulces desde una mesa de camping ha tenido la misma idea. Antes de entrar en el metro, compras la prensa en el kiosko cercano para que se note en qué carrera dilapidas tu tiempo; y para que tus compañeros no crean que no estás al cabo de la calle en política internacional, corrupción y esquelas. Empiezas a bajar los escalones del metro y le das el cambio de la compra del periódico (setenta y cinco pesetas) al viejo de la bolsa de plástico que está siempre aquí, mendigando bajo su boina marrón y su bufanda blanca colocada a modo de barboquejo. Entras en el metro por la puerta que dice Salida porque sale mucha gente por la puerta que dice Entrada. Te lamentas groseramente al no encontrar el abono transporte en el bolsillo correspondiente de tus vaqueros de tres mil pesetas y una señora se te queda mirando. Compras un billete de diez viajes y piensas que ya te has quedado sin dinero para comer (sólo llevabas mil pesetas). Metes el billete en la ranura, lo recuperas y pasas haciendo girar el fálico y trimembre artilugio que canaliza la entrada de los usuarios. Sacas un pañuelo para secarte la cara y limpiar los cristales de tus gafas. Justo cuando te las quitas, notas en la pituitaria el insufrible vuelo de una mosca y estornudas horrísonamente. Te suenas la nariz un poco avergonzado por el estruendo (varias personas te miran) y prescindes de limpiarte las gafas. No hay mucha gente en el andén, pero todos los asientos están ocupados. Te sientas en el suelo, apoyas la nuca en la pared y cierras los ojos. Te imaginas montando el caballo de tu abuelo, camino del cerro de San Cebrián, bajo un cielo azul surcado de nubes blancas, ventrudas y algodonosas. Sientes la brisa en las mejillas, estás a punto de coronar la peña. Abres los ojos. El tren ha llegado y tiene las puertas de par en par. Todos están dentro. No sabes si levantarte rápidamente y entrar, o esperar al próximo. No soportas gastar energías inútilmente. Los conductores son muy cabrones y gustan de cerrarle la puerta en los mocos al pasaje. Te mata que se rían de ti. No quieres correr y que te cierren las puertas cuando creías haberlo conseguido. Está pasando el tiempo y las puertas no se cierran. Si no lo hubieras pensado ya estarías dentro. Te vas a levantar, pero ya ha sonado el pitido y las puertas se cierran. Si no lo hubieras pensado, ahora irías en ese tren. Vuelves a cerrar los ojos. Y piensas: me gustaría ser como Nicolas Cage en
Corazón salvaje
o como Joe Pesci en las películas de Scorsese; y piensas: me gustaría ser sólo instinto. Ves dos piernas ante ti. Son dos piernas infinitas, dos piernas que no sujetan nada, salvo a sí mismas. Las tocas, las acaricias, pasas la punta de los dedos por los tobillos, las pantorrillas, las corvas sudorosas, los muslos de pan. Ha llegado un nuevo tren. Te levantas, coges la mochila y entras. No hay sitio para sentarse. Se cierran las puertas. Alguien te empuja. No consigues respirar con normalidad. Hay como alfileres en tu estómago y te ha empezado a doler la cabeza. La señora de delante te está clavando su paraguas en un pie. Tienes la barra de sujeción clavada en la espalda, justo perfilando tu columna vertebral. Es increíble cómo te afecta la masa, el grupo, mezclarte con otros cuerpos. Te entran ganas de pedirle a ese joven moreno y guapo, bien vestido y serio, que te deje su asiento si no quiere ver hasta dónde puede llegar tu coprolalia. Detrás de ti hay una chica sentada. Lo sabes porque ves su mano crispada sobre la barra que te martiriza. Se pasean por tu mente pensamientos oscuros. Miras el techo del vagón. Del asidero horizontal cuelgan diez o más manos. Hay manos de mujer y manos de hombre; manos con anillos y relojes, pulseras, sortijas; y manos sin anillos ni relojes, sin pulseras ni sortijas; hay manos fuertes y manos delicadas; manos de obrero y manos de anuncio de jabón. Sólo falta una mano negra para tener todo el abanico de manos. Te gustaría sacarle una fotografía a esa barra y titularla
Sin título
. (Que piense un poco la gente, ¿no?) Sale una voz masculina del altavoz y luego una femenina. Ambas están distorsionadas y demasiado altas. No te has enterado de nada. Clavas la vista en unos inmensos ojos azules. Cuando ellos te ven, retiras la mirada. Odias hacer eso. Te gustaría poder mirar unos ojos hasta saciarte, pero siempre te descubren y tienes que batirte en retirada. Se abren las puertas y sale mucha gente, entre ellos la chica (tenías razón) que estaba sentada a tu espalda. Es fea, gorda, maquillada burdamente y vestida como un decorado de gala televisiva; pero hay que reconocer que tiene unas manos preciosas. Ocupas el asiento que ha dejado libre sin cerciorarte de si en el vagón te acompaña algún viejo, embarazada o persona con muletas. Colocas en tu regazo la mochila y dejas caer las manos sobre ella. Delante de ti hay un chico leyendo
La casa de los espíritus
. Lleva vaqueros azules y jersey gris de cuello redondo. Odias esos jerséis. No te pondrías uno ni aunque te prometieran que la facultad iba a igualar en calidad a Harvard. Lleva bajo el brazo una carpeta forrada con tíckets de metro. Eso te recuerda que has perdido tu abono transporte. Y piensas: ¿qué hice yo ayer con mi abono transporte? Y piensas: ¿qué haré yo mañana sin mi abono transporte? Sigues mirando la carpeta multicolor del chico que tienes delante y se te ocurre proponer a Ágata Ruiz de la Prada un vestido a base de tíckets de metro: así nadie perdería su abono transporte, que vale una pasta. Sientes un fuerte movimiento del agua en tu cabeza y eres incapaz de detectar su causa, pues llevas un buen rato inmóvil, sentado. Pero tampoco hay nadie que agite la Tierra como una maraca y ahí tienes a la marea subiendo y bajando. De nuevo enuncias el problema: piensas demasiado. Y sueñas que en vez de ser un hombre eres un delfín sin más inteligencia que la suficiente para tener conciencia de ti mismo. Nadas sin rumbo concertado, visitando paraísos submarinos y tarareando las canciones de moda en el océano. Pero un barco de científicos franceses está muy interesado en tus tarareos, que suponen mensajes cifrados, y te capturan para analizar lo que dices. En la piscina de un laboratorio no encuentras muchas ganas de canturrear las melodías más populares del mundo acuático, de modo que los científicos franceses te venden a un zoo y acabas dando brincos a través de aros de colores por un mísero pescado sujeto en las alturas. Y piensas: es cierto, pienso demasiado. Sacas el pañuelo del bolsillo delantero y te limpias someramente la nariz; te da vergüenza llamar la atención con una limpieza a fondo. Hay un nuevo cambio en el pasaje que trae a tu vera una chica joven, en vaqueros y con rebeca de pico ceñida. Su melena castaña sirve de orla a un rostro blanquísimo donde una boca encendida navega lujuriosa bajo dos farallones de caoba y brillo. Y piensas: tu cuerpo es una rosa cubierta de rosas. Y piensas: tengo que apuntar esta frase y encabezar con ella un poema. Tus ojos toman el control de sí mismos y peregrinan por su cuerpo admirando y adivinando cada forma. Pero no quieres desaprovechar una nueva erección, de modo que tiranizas tus pupilas y las obligas a leer un libro, el primero que saques de tu mochila. Y lees: «Una vez que has entregado el alma, lo demás sigue con absoluta certeza, incluso en pleno caos. Desde el principio no hubo otra cosa que el caos: era un fluido que me envolvía, que aspiraba por las branquias...» Dejas el libro porque te está haciendo pensar en otros libros y en otros tiempos y sientes vértigo ante el abismo de la memoria, ante la veta venenosa de las ideas y las conclusiones, y prefieres volver a mirar las curvas de la ninfa subterránea que seguir los tortuosos caminos de Val. Afortunadamente, la chica se dio la vuelta mientras tú leías y ahora puedes alucinar con la contemplación de un hermoso trasero, alto y frutal, que empieza a ejercer un peligroso influjo sobre tus manos. La voz distorsionada anuncia una nueva estación y observas con perplejidad e impotencia cómo la belleza underground, ninfa alternativa, abandona el vagón de metro para salir a la calle y mostrar sus encantos a la ciudad toda. La sigues con la mirada y calibras la posibilidad de seguirla con el resto del cuerpo. Pero ya las puertas se están cerrando y has de conformarte con ver su culo en las escaleras, ascendiendo a las alturas. Miras tu reloj y, aunque no te enteras de la hora que es, adoptas la actitud de estar llegando tarde a algún sitio. El vagón se ha vaciado de mujeres maduras que limpian de ocho a nueve y de tipos con corbata y ya sólo quedáis los estudiantes, ese colectivo nebuloso y dinámico. Ves tu reflejo en la ventana de enfrente y no puedes decir que te sientas orgulloso de él. Bajas la vista y te encuentras con una cara conocida. No, no es una presentadora de televisión ni un actor de cine arruinado. Es algo peor: un compañero de clase, no sabes si de este año, del anterior o del que viene. A ti todos los compañeros de clase te parecen iguales. Sientes la tentación de saludarle afectuosamente y entablar charla sobre el luctuoso notición de la mañana y el cambio de líder en la primera división. Pero al instante te das cuenta de que no sabes quién es el nuevo líder de la cosa futbolística y de que, además, no recuerdas nada en absoluto acerca del atentado: ni siquiera sabes en qué país ha sido. Por otra parte, el compañero te suena de las primeras filas, y los de las primeras filas son gilipollas. A su lado hay una chica menuda, bonita de cara y anodina de cuerpo, que se mira los zapatos medio sonriendo. Tiene una mirada de las que a ti te gustan, unos ojos sinceros y redondos que parecen haber sobrevivido al sexo (tú sabes que el sexo es lo que mata la infancia) y viste ropa que bien pudieras calificar de pudibunda si no fuera porque tanto el jersey como el pantalón muestran la dejadez del que se ha puesto algo porque algo hay que ponerse. Y piensas: esta chica me comprendería. El tren se detiene. Ésta es tu parada, vuestra parada, la de los universitarios. Dejas que todo el mundo abandone el vagón y sales el último, colocándote la mochila verde y remendada sobre los hombros. Delante de ti, por las escaleras mecánicas, asciende un beso: el chico y la chica que habías escrutado por separado resulta que se lo montan juntos. Y piensas: no comprendo a esta chica. Apartas la vista y te quedas mirando la punta de tus zapatos mientras los escalones automáticos te suben
... tu madre dice saluda a papá y él dice hola tu madre dice venga hijo saluda a papá pero tú sigues mirando al suelo y pensando ése no es mi padre y él dice te gusta nuestra casa y dice te gusta Cuenca y dice te gusta el pueblo y tu madre dice contesta hijo contesta pero no hay nada que pueda apartar tus ojos del suelo él dice no me quiere y tu madre dice te querrá y él dice no no lo hará lo sabe y tu madre dice cómo lo va a saber nadie se lo ha dicho y él dice tu padre se lo dijo y ella no digas tonterías nadie se lo ha contado tú dices abuela quiero irme a casa y ella dice por qué y tú dices quiero irme a casa y ella dice nos quedaremos todo el fin de semana y tú dices por qué no vino el abuelo y ella dice tenía que hacer y tú dices los abuelos no tienen que hacer y ella dice pues tu abuelo sí y tú piensas me miente todos me mienten y dices qué tenía que hacer el abuelo y ella dice no me lo dijo y tú piensas me mienten todos me mienten y piensas se creen que no sé nada que no sé nada porque soy pequeño y miras por la ventana y el paisaje de este pueblo te recuerda el paisaje de tu pueblo y piensas qué estará haciendo el abuelo y subes escaleras y abres puertas y ves una cuna y te asomas y dentro hay un bebé con los ojos muy grandes y muy abiertos y tú piensas es ella y piensas te odio y pones tus dedos sobre su cara y le tocas los labios babeantes y la diminuta nariz y los carrillos hinchados y rojos y la niña rompe a llorar y tú te asustas porque no quieres que te regañen y le tapas la boca pero oyes pasos tronando en la escalera y entra él y te grita qué haces y te grita suelta a mi hija y levanta la mano y entra mamá y mamá le grita no no le pegues y él dice estaba ahogando a la niña y ella dice no me lo creo y dice no quieres al niño y te dice baja abajo con la abuela y tú dices sí mamá y no bajas abajo con la abuela sino que te quedas detrás de la puerta y él dice no puede quedarse aquí y ella por qué no es mi hijo y él exacto es tu hijo pero ella es mi hija comprenderás que quiera protegerla y ella protegerla pero de qué estás hablando es un niño no un asesino y él dice no es un niño normal está desequilibrado y dice tus padres no lo han criado como es debido y dice en la escuela no tiene más que problemas y ella dice por eso quiero que venga aquí conmigo su madre y contigo y él dice no puede venir no tenemos dinero y ella dice eso es una excusa miserable y tú piensas en Miquel en Miquel tu abuelo dice qué hiciste y tú dices nada tu abuelo dice qué hizo y tu abuela dice no hizo nada ésa es la verdad
... Caes al suelo y algunos te miran, pero nadie te ayuda. Te levantas y te sacudes con la mano las rodilleras manchadas y te frotas el codo derecho, que te duele un poco. Miras hacia la salida y ves gente y más gente con sus mochilas de colores y sus carpetas y sus zapatos y sus zapatillas y su cabello largo y andrógino y sus pitillos en la boca y piensas: qué hago yo aquí. Estás estorbando a la nueva riada de estudiantes que suben la escalera mecánica (o, mejor dicho, que son subidos por la escalera mecánica) y decides apartarte en beneficio de tu salud. Estás medio atontado por la caída y es que la brea que llevas en la cabeza no para de golpearte la frente. Por momentos crees que vas a ir de nuevo al suelo. Te analizas en una décima de segundo y sólo eres capaz de comparar tu estado con el de un enfermo terminal o con el de un campo de fútbol después de un concierto de Michael Jackson. Te duele la cabeza, te duele el oído derecho y un codo, estás muerto de sueño, no quieres ir a clase, hace frío, tienes hambre, huele a gris. Resoplas y frunces los labios. Tú querías estudiar, querías conocer otra forma de vida, alejarte de tu abuelo. Pero la ciudad te da asco, la detestas, desearías una guerra nuclear que acabase con ellas y distribuyera la población en aldeas. Empiezas a andar con resignación hacia la salida. Te equivocas de torniquete y te clavas la barra en el muslo de la pierna derecha: te cagas en lo más alto para tus adentros. Miras con rabia el artilugio y se te pasa por la cabeza la idea de volver a tu pecera, donde las cosas no están tan ordenadas pero al menos no agreden. Resuelves ir a clase pensando que, sea cual sea el sitio donde te halles, la mala suerte irá contigo. Sabes que no hay nada que hacer. Huir no es la solución. Te sientes condenado a la desdicha y no piensas hacer nada al respecto. Si algo detestas es la ilusión; porque la ilusión es un amigo reciente que acaba por traicionarte. Sólo quieres una miseria estable y real que te dé un puesto en el mundo y un puñado de derechos. Lo demás corre de tu cuenta. Sabes cómo sobrevivir a esta situación aunque todos crean que es imposible. Tú sueñas con el Día, ese momento en que se desatarán los nudos, ese tiempo que está por venir, que ya está, tiene que estar viniendo. Tienes que pensar de este modo para poder levantarte cada día, y abandonar la pecera, y es que ayer y hoy dependen de un día lejanísimo en que tus heridas cicatrizarán, un día que probablemente no exista, pero al que tú haces existir, como al pájaro de tu trozo de cielo.