A la izquierda de la escalera (7 page)

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Authors: Maria Halasi

Tags: #Infantil y juvenil

BOOK: A la izquierda de la escalera
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—¡Qué estupendo tener tanto dinero!

Susi no envidiaba a Kati por su dinero. Ni siquiera le parecía eso estupendo. Mejor le hubiera dicho:

—Cierra los ojos, los quiero acariciar.

Pero esas cosas no se podían decir. Soki, seguramente, se hubiera echado a reír. Claro que Soki no le importaba, pero…

Entró en el portal de su casa. Ya no pensaba en los doctores, ni en el disgusto de su madre, ni en nada. Tan sólo en que por fin se podría sentar en algún sitio. Se sentaría en la puerta de su casa y allí esperaría a su madre. Tampoco tenía llave porque había quedado en ir a buscarla.

Tras la puerta de la cocina se veía luz. ¡Dios mío, ya estaba en casa!

Susi cogió el picaporte y abrió un poquito la puerta. A través de esa estrecha abertura intentó deslizarse hasta la cocina.

Su madre, que estaba al lado de la cocina de gas, al instante ya se encontraba ante Susi. La cogió por los hombros y la zarandeó:

—¿Dónde has estado, maldita? No sabía a dónde acudir. ¿A la policía?

Susi tiró la cartera y se cubrió la cara con las manos. Pero su madre no la abofeteó. Sólo la sacudía repitiendo continuamente:

—No sabía a dónde acudir…

Sentía lástima de su madre, de su voz desesperada, de la aburrida bata gris que formaba parte de ella como su pelo o sus pies, de su voz ronca, de sus ojos velados. Le hubiera gustado acurrucarse junto a ella, fundirse en la bata gris y murmurarle al oído:

—No te enfades…

La madre añadió con la voz desesperada:

—Estaba tan nerviosa que dejé a los doctores. No sé cuándo podré terminar las fundas…

Susi se desprendió de las manos de su madre. Cogió su cartera y corrió a su cuarto.

Durante un rato no pasó nada. Tiró el abrigo a la cama. Puso la cartera en la mesa, sobre el tapete de ganchillo, encima de la cabeza redonda y rizada de un angelito. Después abrió la cartera de un tirón y sacó el último tanque de Soki. Verdaderamente parecía un tanque. Aunque Soki le había dibujado unas manchas con lápiz negro y le recordaban a una jirafa que había en la portada de un libro antiguo.

Al pensar en la jirafa, a Susi se le encogió el estómago. Aunque su madre le llevase pasta con nata agria de la que ella preparaba, no podría pasar un solo bocado.

De repente sintió algo raro. Primero una sensación y después una imagen. Ella sentada en el regazo de un hombre. La diminuta Susi se perdía entre los brazos que la rodeaban. Estaban hojeando el libro de la jirafa. Después desapareció la imagen. La madre entró para reñirla y para sacar del armario un trapo de cocina limpio. Luego salió.

Guardó de nuevo en el libro de lectura el tanque dibujado en el papel cuadriculado. Siempre guardaba el último tanque hasta que Soki le pintaba uno nuevo. Una vez, a principios de aquel curso, se le acumularon tantos tanques que incluso su madre se dio cuenta cuando Susi dejó su libro de lectura en la mesa de los Pitter.

—¿Qué son esos papeles? —miró desde la máquina. ¡Tenía que mirar justo en aquel momento! Y eso que a veces se pasaba una hora sin levantar la cabeza.

No tuvo más remedio que enseñárselos.

—¿Qué son esos garabatos? —preguntaba su madre, mientras daba vueltas a los papeles. Por fin se quedó con uno cogido al revés. Susi se puso detrás de ella y le dio la vuelta al dibujo.

—Está bien, ¿no? —preguntó, inclinándose sobre ella.

—¡Tira inmediatamente esas porquerías! —le ordenó su madre. Y todo el trabajo de Soki pereció en el acto. Por lo menos había veinte dibujos.

Desde entonces sólo se quedaba con un tanque. Cuando recibía uno nuevo, tiraba el antiguo.

Sacó de la cartera su cuaderno de matemáticas y su estuche. Durante un tiempo contempló el dibujo multicolor de la caja de madera. Estaba ensimismada. Como si estuviera acumulando fuerzas para vencer nuevas dificultades. Después abrió el estuche y sacó la pluma estilográfica nueva. Todavía no se había acostumbrado a escribir con ella A sus compañeros les había parecido una pluma estupenda. Era de color rojo oscuro con rayas azules. Cuando su madre le dio el dinero se fue enseguida a la tienda. Eligió primero una negra con el borde de oro. Cuando estaba en la puerta, se dio cuenta de que se parecía mucho a la del doctor, aunque la de él no tenía borde de oro. La había atendido una chica muy simpática con gafas y pidió que le dejase elegir otra. La de las gafas sacó de nuevo el estuche de terciopelo donde estaban las plumas y lo puso delante de Susi. Otra vez tocó con su dedo índice cada una de las plumas antes de coger una blanca. Tenía el color de un botón de nácar.

—Esa es más barata —advirtió la de las gafas—. Cuesta sólo treinta y seis florines.

«Si es más barata no la quiero», pensó Susi. Y dejó la pluma de color de nácar en la caja. «Mi madre me ha dado cincuenta florines. Este dinero tengo que gastarlo en la pluma».

Se interesó por una de color morado. La dependienta la desenroscó para enseñársela. Susi puso cara de experta, igual que el señor Kutas cuando su madre le condujo a la cocina para que la pintase. La simpática dependienta de gafas no se impacientaba, y Susi estaba radiante de felicidad. Era una sensación maravillosa la de poder escoger, porque compraría la que más le gustase. No sería como la del doctor ni tampoco como la de Maruja Pitter. Esta sería una pluma de Susi.

Se inclinó por la pluma de color rojo oscuro con rayas azules porque, además de ser de color rojo oscuro con rayas azules, costaba cuarenta y nueve florines y sesenta fillers.

Ya en la esquina, empezó a dudar de nuevo y volvió corriendo. Pero no se atrevió a entrar. Se quedó delante del escaparate, meditando sobre si hubiese sido mejor comprar la azul.

Pero hasta Julio Ester había declarado que la pluma era maravillosa. Lo dijo así: «mahavillosa», ya que Julio Ester jamás en su vida había conseguido pronunciar la «r». Enseguida la probó sobre la pared y emitió su opinión de experto ante la clase: «sobhe la pahed sólo se puede eschibih con plumas de phimeha calidad».

Susi no estaba aún convencida de que hubiera elegido bien. En cualquier caso, la sacó cariñosamente del estuche y la desenroscó con mimo. ¡No iba a estar a mal con todo el mundo!

Empezó a resolver el problema de matemáticas que les había puesto por la mañana la señorita Magdi. La madre seguramente entraría otra vez y era mejor que la viera haciendo el problema. Quizá se apiadara de ella y no continuara la regañina. ¿Hay alguien que sea más digno de lástima que quien debe resolver un problema de matemáticas?

Susi había acertado. La madre entró de nuevo. Primero sólo puso el abrigo en su sitio con cara enfadada y sin decir palabra, ya que el desorden era lo que la ponía más nerviosa. Después se dirigió a Susi ya con voz mucho más suave:

—Bueno, pero ¿dónde has estado?

—Hemos estado visitando al padre de Katona. Su mujer tiene una bata de nailon muy bonita ¿sabes? ¡Con flores!

La madre la miró poniendo una cara como si Susi hubiera hablado en chino. Después de observarla fijamente durante un minuto dijo:

—Te ha crecido mucho el pelo. Tendrás que cortártelo. Te daré dinero para que vayas el lunes a la barbería. ¿Quién es Katona?

—Una compañera de clase.

—Y ¿para qué has ido tú a ver a su padre?

—Pues… me fui con ella… Katona es mi amiga…

—¿Tu amiga…? —La madre preguntaba esto extrañada, como si jamás hubiese oído esa palabra. Después dijo tan sólo—: Hace frío aquí. Ven a la cocina. He encendido el horno de gas. ¿No tienes hambre?

Salió sin esperar la respuesta y, mientras Susi llegaba a la cocina, le preparó una tortilla francesa y la puso encima de la mesa.

A Susi le gustaba mucho la tortilla que hacía su madre. No estaba dura ni blanda y le había puesto un trozo de pimiento encima. Casi no se notaba el sabor del pimiento; pero su color rojo resultaba tan apetitoso sobre el montón amarillo…

—¿Tú no comes? —preguntó Susi. Porque ¡hubiese resultado tan agradable el que su madre se hubiese sentado a su lado con otro plato!

—Yo he comido ya en casa de los doctores. Me calentaron el resto de la col rellena. La abuela sabe hacer la mejor col rellena del mundo. Supongo que le debe de poner también un poco de carne ahumada. Bueno. ¡Come! ¿Qué estás mirando?

Susi se puso a comer. Hasta aquel momento no se dio cuenta del hambre que tenía. Incluso limpió el plato con un trozo de pan. Lo cogió entre dos dedos y lo pasó por el plato con gran deleite. En esa ocasión la madre no la reprendió. ¡Si hiciese eso en casa de los Pitter! Y eso que Maruja siempre lo hacía y su madre solamente le preguntaba: «¿Te gusta, hijita?» ¡Qué gorda es Maruja Pitter!

Cuando la madre puso un vaso de agua para Susi, llamaron a la puerta. Era la señora Kutas.

La madre le ofreció asiento, pero la señora Kutas contestó en voz muy alta que no se sentaba y que sólo entraba un momento para pedir prestado un trozo de tiza.

—¿Sabe, Rosita? Estoy haciendo una camisa a mi viejo para que no se manche de cal cuando trabaja…

Susi escuchaba asombrada cuánto se podía hablar de una camisa.

Mientras tanto la madre ofreció otras tres veces asiento a la señora Kutas. Por fin se sentó, pero no sin declarar con voz amenazadora que había venido sólo un momento y que se sentaba mientras le buscaban una tiza. Posiblemente no tuvieran, ya que la madre de Susi había dejado todas las cosas de costura en casa de los doctores; tenía allí «trabajo urgente» y al día siguiente tendría que volver. De paso, la madre recomendó a Susi que hiciera los deberes porque estarían todo el día en casa de los doctores y era mejor que los terminase antes.

Susi puso el cuaderno en un rincón de la mesa de la cocina y sacó de nuevo la pluma. Pero no fue capaz de concentrarse en el problema.

—Tal vez tenga un trozo de tiza… —dijo la madre empezando a buscar. Levantó el tapete bordado de la máquina de coser (la máquina estaba en el rincón de la cocina) y sacó el cajón. Buscó entre un montón de hilos de colores, pero no encontró la tiza.

La señora Kutas seguía hablando de la camisa de algodón.

La madre trajo la sopera. Aquella sopera le gustaba mucho a Susi. Y eso que no tenía nada de extraordinario. Ni siquiera la había visto con sopa. Cuando a veces su madre guisaba, lo servía directamente de la cazuela al plato. Pero cuando Susi se quedaba sola en casa, corría enseguida hacia la sopera. Dentro había de todo: recibos doblados, restos de goma de borrar del tamaño de un guisante, postales antiguas, gemelos rotos, llaves de todo tipo y tamaño que posiblemente jamás habían abierto nada… Hasta clavos para colgar cuadros, con cabeza brillante, se podían encontrar allí. A Susi le gustaban las llaves. Sus favoritas eran tres llaves diminutas. Las metía en las cerraduras y le encantaba que se hundieran.

Tampoco había tiza en la sopera.

La madre también se sentó y le contó a la señora Kutas lo de la col rellena y toda la historia de la abuela doctora: que tenía una pequeña casa en las afueras y la había vendido para venir a casa de su hija. No era una casa grande ni bonita. Tenía la cocina y una habitación. Claro, no le habían dado mucho por ella (la madre conocía hasta la suma que había percibido). Todo el dinero lo habían metido en el banco, ya que la doctora no había aceptado ni un céntimo de su madre.

—Es una mujer muy buena —aseguraba la madre, cruzándose la bata gris con las manos.

Susi pensaba en el rincón de la cocina donde dormía la abuela y no estaba tan segura de que no existiera mujer mejor que la doctora. Estaba mirando el problema de matemáticas, pero sus pensamientos giraban alrededor de la casita de la abuela. ¿Cómo habría sido? ¿Cómo sería el antiguo lavadero de su casa? La casa estaría amueblada y bien barrida. Y seguramente haría calor y olería bien a comida en la cocina ya que a la abuela le gustaba mucho cocinar.

La señora Kutas se levantó.

—Entonces, Rosita —empezó lamentándose—, ¿no va a poder darme un trozo de tiza?

—Miraré dentro —dijo la madre. Se levantó y entró en la habitación. La señora Kutas la siguió de inmediato, dejando la puerta abierta.

Susi estaba atenta y a través de los leves ruidos seguía los movimientos de su madre con exactitud.

Abrió el armario. Sólo la parte de los estantes. La puerta del ropero crujía cuando se abría del todo. Entonces hacía un ruido como: ñec.

Silencio. ¿Qué podría estar haciendo su madre?

Susi se concentraba con todas sus energías. Entonces se le ocurrió algo. Una vez, cuando su madre colocaba papeles limpios en el armario, había visto que en el estante más alto, donde colocaba las toallas de felpa (que nunca usaban porque su madre ponía toallas de tela en el cuarto de baño), había, detrás de las toallas, una caja de zapatos. Cuando la madre vació todo en la mesa y Susi, por distraerse, levantó la tapa de la caja, su madre le dio un golpecito diciendo: «¡Quita la mano de ahí!» Después, Susi se olvidó por completo de la caja.

Percibía el ruido que hacía su madre al revolver las cosas. Poco después pudo oír la voz de la señora Kutas:

—¿Quién es éste de la foto? ¿No será su marido, Rosita?

La madre contestó:

—Sss… —y a pesar de que continuó hablando en voz baja, Susi pudo oír el comienzo de la frase—; En primavera hará siete años que se fue…

Aún murmuraron un rato dentro, pero Susi no entendió nada. Ni siquiera les prestaba ya atención. Se quedó mirando la página cuadriculada del cuaderno. La miraba tan fijamente que los cuadros empezaron a bailar. Al principio se movían de derecha a izquierda. Después, como si hubieran enloquecido, empezaron a agitarse de un lado a otro del papel.

Los pensamientos de Susi comenzaron a moverse con la misma velocidad en su mente.

«Siete años que se fue… el marido de su madre…, su marido…, mi padre. Papá…, papaíto…, mi papaíto…»

Cuando se preparaban para acostarse, Susi se dirigió a su madre:

—¿Dónde está mi papá?

Al contestar, la madre miró hacia la pared.

—Se marchó. ¡Acuéstate!

—¿No va a volver?

—No. ¡Prepárate el agua!

—¿Dónde vive?

—No lo sé.

—¿Vive aquí en Budapest?

—Vive muy lejos.

—¿Tú sabes dónde?

—¡Desnúdate ya! ¿Cuántas veces tengo que decírtelo?

—¿Lo sabes?

—No lo sé ni me importa —la madre se desnudó muy de prisa y se metió en la cama. Susi se quedó parada en el centro de la habitación, al lado de la mesa.

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