—¿No esperamos al señor Pitter?
—Ha ido a la misión —contestó la señora.
Susi, mientras contemplaba los trocitos de chorizo, pensó en la suerte que tenía el señor Pitter. ¡Cuánto viajaba! Ya había estado en Debrecen, en Szeged y ahora estaba en Misión.
La señora Pitter trajo de la cocina un tazón de nata agria y dijo que quien quisiera que se sirviera, pero dejó el tazón al lado de Maruja, en el otro extremo de la mesa. Su madre dio las gracias, sin cogerlo, y se hundió sobre su plato. Maruja hizo mucho ruido con el tazón de la nata, tintineando con la cuchara dentro. Tres veces dejó caer densas albóndigas de nata en la sopa rojiza. Después lo colocó al lado de su plato, en el mismo sitio de donde antes lo había cogido.
La nata se derretía lentamente en la sopa y Maruja sorbía de felicidad. La madre increpó a Susi:
—¿Por qué no empiezas ya a comer?
Susi miraba hacia el tazón de nata. Si se levantase y alargase el brazo, lo podría alcanzar…
—¡Come ya! —dijo su madre de nuevo. Y Susi se comió la sopa de judías.
Después, la señora Pitter puso una fuente de pasteles salados sobre la mesa. La madre los elogió tanto como sólo solía hacer al hablar de las telas de abrigo. Y eso que los pasteles no eran nada buenos. A Susi le picaban en la garganta como si se estuviera tragando un cepillo de los zapatos. Naturalmente, no hizo comentario. Ni rechistó hasta haber acabado la cena. Entonces, se volvió hacia su madre diciendo:
—El sábado, después del colegio, habrá una fiesta en la clase. La señorita Magdi ha dicho que vengan todos los padres.
—¿Todos los padres? —miraba incrédula la madre.
—Todos los padres —aseguraba Susi. A los alumnos cuyos padres no vayan les pondrán un insuficiente.
—¿Un insuficiente? —preguntaba su madre con desconfianza.
Maruja se tragó rápidamente medio pastel para decir:
—¡No es posible!
—MIRA, ¡allí va Katona! ¡Vamos a asustarla! —gritó Soki a Susi.
¿Quién si no él podía pensar en una bobada semejante?
En primer lugar, Katona caminaba delante de ellos por Kórut, la enorme avenida: cientos de personas, millares de coches y millones de tranvías hacían ruido a su alrededor. Y no se iba a asustar porque Soki se pusiese a su lado y le hiciese: ¡Uuuh!
Y, en segundo lugar, Soki gritó tanto al hacer esta observación que Kati Katona se dio enseguida la vuelta.
Sonrió con sus grandes ojos azules. Los ojos de Kati sabían sonreír de tal modo que enternecían a cualquiera. Les preguntó:
—¿A dónde vais?
—A ninguna parte —contestó Soki.
—Entonces voy con vosotros —propuso Kati.
El «a ninguna parte» sería quizá para Soki. Porque Susi, realmente iba a casa de los doctores. A decir verdad, los doctores vivían en dirección opuesta, pero eso no significaba nada. Siempre se podía dar la vuelta. Su madre le había dicho que, al acabar la fiesta, se fuese enseguida a casa de los doctores. Pero la madre no podía saber cuándo terminaría la fiesta.
La fiesta terminó pronto. El sábado, la última clase era de gimnasia. La señorita Magdi les dijo el día anterior que no tendrían gimnasia ese sábado y que, en ese tiempo, celebrarían la fiesta. Una semana antes todos se habían informado del día de la fiesta, pero no sabían que sería a la hora de gimnasia. ¡Mejor!
La señorita Magdi había dicho algunas palabras de introducción sobre la celebración de la Revolución Socialista de Octubre. Dijo que esto había sucedido para que todos fuesen libres y que, desde entonces, en el país, todos los hombres eran iguales. Antes no era así y los pobres tenían que inclinarse ante los ricos. Susi recordó la expresión de la cara de su madre durante la cena, cuando preguntó: «¿No esperamos al señor Pitter?» ¡Y eso que su madre y ella no eran pobres! ¡Su abrigo de primavera era igual que el de Maruja Pitter! Y, dicho sea de paso, bastante feo.
La señorita Magdi dijo algunas cosas más. Mientras tanto, Susi miraba fijamente a Soki, que estaba dibujando otro tanque sobre un papel cuadriculado.
Después, Boglárka subió a la tarima y recitó una poesía. No era una poesía muy larga. La madre de Boglárka, que estaba en el último banco, no quitaba ojo a su hija y, sin voz, sólo con los labios, recitó con ella los versos.
Sólo asistieron seis padres en total. Por supuesto que allí también estaba el señor Ester. El señor Ester no faltaba nunca. Los acompañó a la excursión de Visegrad y jugó al balón, durante horas, con los chicos. También se presentó el señor Ester cuando se estropeó la pizarra y la arregló en un momento. Ya no chirriaba.
Y Julio Ester ni siquiera actuaba. Había pedido a la señorita Magdi recitar la poesía «Otoño», pero ella le había dicho que no era muy adecuada para la fiesta del siete de noviembre. Posiblemente, fue sólo una disculpa, ya que el modo de hablar de Julio Ester era absolutamente insoportable. ¡Como si el sonido «r» no existiese en el mundo! La señorita Clara, la profesora de gimnasia, tampoco pronunciaba la «r», pero, por lo menos, decía algo en su lugar. Julio se la tragaba entera.
Después de Boglárka, Solt Seregi recitó «El pequeño Blas». El comienzo fue un poco desastroso ya que se le cayó el lápiz, justo en el momento de salir. Se agachó para recogerlo y, cuando por fin salió de debajo del pupitre, ya zumbaba toda la clase: «Te toca a ti, Solt». Se puso al lado del pupitre de la señorita y comenzó con voz alta y clara: «Attila József: Canción de cuna».
Soki terminó el tanque. Dobló el papel y se lo envió a Susi.
Susi ni siquiera abrió el papel. Estaba absorta escuchando a Solt:
Duerme el abrigo en la silla,
y se adormece la herida.
Hoy, ya no se abrirá más…
Pensaba en la pequeña silla blanca que tenía su madre en la cocina. La madre la quería regalar, pero, tras los ruegos de Susi, decidió dejarla. El otro día había tirado encima el chándal viejo, que se le había quedado pequeño y que tenía una manga casi arrancada. Las dos piezas desgarradas cayeron una encima de la otra como dos que, siendo ancianos y enfermos, se pertenecieran uno al otro. Y seguramente se adormecieron…
… duerme bien, pequeño Blas.
El corazón de Susi se llenó de tristeza. Le ardían los ojos. ¿No sería que iba a empezar a llorar?… ¡Cómo se reirían de ella! ¡Por supuesto que no iba a llorar! En aquel poema no había motivo para llorar.
Cuando Solt volvió a su sitio, había tal silencio en la clase que pudo oírse el crujido del banco cuando se sentó.
Cantaron «La Internacional» y salió bien. ¡Bastante la habían ensayado! La señorita Magdi agradeció a los padres su presencia. Se levantaron. Recogieron sus cosas. Se pusieron en fila de a dos y bajaron por la escalera.
Delante del portal, Susi empujó un poco a su pareja, Boglárka, que se había quedado parada a su lado y se puso a caminar con Soki.
Soki iba con pasos firmes y recios. Susi un poco vacilante ya que no caminaban hacia casa de los doctores. Pero ¡si era aún muy pronto! La abuela estaría todavía con sus cacerolas en la cocina, lamentándose sin cesar por haberse retrasado otra vez con la comida.
Salieron al Kórut y entonces fue cuando vieron a Kati Katona caminar delante de ellos.
Soki aceptó, sin el menor entusiasmo, el que Kati se uniera a ellos. A la propuesta de: «Voy con vosotros» sólo contestó:
—¡Por mí…!
Y cuando Kati los llevó ante un escaparate de flores artificiales, incluso se arrepintió de haber contestado con tanta amabilidad. Tendría que haberle dicho: «Vete al diablo». Ahora le tocaba quedarse detrás de las dos chicas y escuchar su parloteo. Claro, que la culpa de todo la tenía Kati. A Susi nunca se le hubiera ocurrido pararse delante de un escaparate de flores artificiales.
—Mira qué margarita —se entusiasmó Kati—. Cuesta doce florines. Ya tengo tres.
—A mí me gusta más el nomeolvides —dijo Susi.
—¿Por qué? Es muy pequeña.
—Pero es azul y el color azul siempre es bonito.
—¡Ah! Es verdad que es azul. Y sólo cuesta diez florines.
—Cómprate mejor el nomeolvides.
—No. Prefiero la margarita. Tiene la cara como mi hermana pequeña. Imagínate. Tiene cinco años.
Susi miró a Kati con un poco de envidia. ¡Qué bueno debía de ser tener una hermana pequeña!
—Vive con la abuela en Vesprem —con esto terminó Kati el tema de su hermana. Aún echó una última mirada al escaparate lateral de la tienda, antes de seguir caminando.
A Soki se lo había tragado la tierra.
¿Dónde estaba el tonto de Soki?
Estaba parado, más adelante, junto al bordillo de la acera. Miraba a un coche con tanta fijeza como si fuese de chocolate.
—¡Mirad qué estupendo! —dijo, mientras ellas llegaban.
Kati ni siquiera miró hacia allí; pero Susi sí que le echó un vistazo. Lo contempló con indulgencia durante un rato y después dijo:
—Bueno, ¡vámonos!
Se pararon en la esquina. Los ojos grandes y azules de Kati sonreían de nuevo. Señaló hacia el cine:
—¡Vamos a entrar!
—No tengo ni un céntimo —protestaba Soki.
Kati ni le contestó. Sin decir palabra, comenzó a andar. Los otros dos la seguían.
La puerta se abrió sin que Kati apenas la tocara. Susi caminaba pegada a ella. En ese cine no había estado nunca. Sólo estuvo una vez en el cine pequeño.
Fue un domingo. La señora Kutas llamó a la puerta y dijo que tenía dos entradas para el cine pequeño y que si las querían. «Mi viejo empinó el codo otra vez y es difícil llevarlo a ningún sitio», les dijo. Añadió que las dos entradas costaban seis florines. La madre de Susi los pagó enseguida y se fue con Susi. La niña estaba muy contenta. No le gustó la película, porque no entendió casi nada: viejos con barba que se inclinaban por todas partes, una señora que tocaba el piano como la señora Pitter… y todos siempre muy tristes. Pero Susi estuvo todo el tiempo muy alegre. Su madre le prometió que volverían más veces.
«Tendría que venir aquí con mi madre», pensaba Susi, mientras miraba a su alrededor en el vestíbulo. Es, por lo menos, cinco veces más grande que el cine pequeño. Estaba lleno de carteles. Si empezabas a leerlos, cuando llegabas al último ya se había olvidado el primero.
Kati zigzagueaba con soltura entre las columnas y la gente que estaba esperando. Ellos iban tras ella y en perfecto orden.
—Subimos al primer piso —dijo Kati mirando hacia atrás.
Soki asintió con la cabeza totalmente indiferente, pero Susi aplaudió feliz. ¡Claro que subirían al primer piso! ¡Si el cine era tan grande que tenía hasta primer piso! Juntó sus pies y, así, subió saltando por la escalera.
Kati se detuvo pensativa. Se apoyó durante un momento en la barandilla y, después, les dijo:
—Esperad, que se me ha olvidado algo.
Naturalmente no la esperaron sino que fueron tras ella. Kati se metió entre un grupo de personas y el bolso de una señora gorda. La señora se puso furiosa, y estaba a punto de gritarle, cuando Kati se volvió y la miró con sus grandes ojos azules y sonrientes. La señora no dijo ni una palabra. Luego, Kati se coló por debajo de la barra de la caja, mientras miraba con amabilidad a un señor con cartera que quería sacar su entrada y que tuvo que detenerse, porque Kati había metido la cabeza por la ventanilla de la caja.
—¡Besos! —sonrió a la cajera—. Estoy aquí. Sólo quería saludarla. ¡Besos!
Y volvió zigzagueando hacia la escalera.
El piso de arriba estaba casi vacío. Kati lo examinó detenidamente. Le parecía lo normal y se puso enseguida a mirarse con satisfacción en un espejo que había sobre una columna. Se arregló la boina.
Llevaba, sobre su rubia y larga melena, una boina pequeñita, azul marino, que sólo cubría la parte superior de su cabeza. Susi miró la boina con total aprobación. Kati siempre se vestía con mucha gracia. Llevaba, sobre su bata del colegio, un cuello blanco, limpio y deslumbrante. O, si no, doblaba hacia afuera el cuello bien planchado de alguna blusa. Y siempre se colocaba algún adorno. Cualquier cosa: un gato, un elefante, una casita… Posiblemente ella era la única que llevaba también un peine. En su cartera siempre se encontraba uno, y si alguien se despeinaba mucho en la clase de gimnasia, le pedía a Kati Katona el peine.
Soki miraba a Kati con desagrado.
—Estás como una cabra —le dijo.
Kati sonrió a Soki y eso le puso aún más cerril. Después, con un gesto gentil, los condujo a una de las mesas.
—¡Sentaos! —dijo, señalando a los sillones.
Soki se sentó enseguida en uno de ellos. Susi miró primero a su alrededor. Había tres mesas en aquella planta. Sólo se veía a un viejo, con bata blanca y gorro de cuero, sentado en la última, en el rincón semioscuro. Seguramente era el vendedor de rosquillas porque delante de él, sobre la mesa, había una bandeja, llena hasta arriba y tapada con un paño blanco.
Susi, emocionada, se dejó caer lentamente en el sillón. Parecía que se sumergía en él.
—Es bonito, ¿verdad? —sonrió Kati.
Soki se encogió de hombros, pero se le notaba contento. Susi declaró entusiasmada:
—¡Estupendo! —pese a que había un muelle que realmente la molestaba.
—Es mi casa —seguía Kati—. Aquí puedo hacer hasta los deberes.
Esto era muy convincente. Cuando se hacían los deberes en un sitio, ese sitio no podía ser muy extraño.
—Aquí también recibo a las visitas. Ahora, vosotros sois mis visitas.
Susi dejó de mover las piernas. Se acordó de que su madre le había advertido que no se deben mover las piernas cuando se está de visita.
—¡Espera! —dijo Kati—. Os voy a ofrecer algo. A las visitas hay que ofrecerlas algo, ¿no?
Y corrió hacia el rosquillero.
Susi no vio exactamente lo que ocurrió porque el rincón estaba muy oscuro. Sólo se fijó en que Kati estaba de pie, se agachaba un poco y hablaba; el rosquillero contestaba y después destapaba la bandeja. Y ya volvía Kati con las rosquillas rotas en las manos. Las dejó en la mesa, delante de ellos.
—Siempre me da lo que se rompe —explicaba—. Me las regala. Totalmente gratis. Bueno, ¡comedlas!
Soki cogió el trozo más grande, y Kati también tomó uno. Susi, sin embargo, se quedó contemplando los restos de las rosquillas.
—¿A ti no te gustan? —preguntó Kati.
—¡Ya lo creo!
—¿Entonces?
Susi cogió el trozo más pequeño.
Apenas lo hubieron comido, Soki mostró un gran entusiasmo. Había descubierto un cartel en el que había un tanque pintado.