A la izquierda de la escalera (8 page)

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Authors: Maria Halasi

Tags: #Infantil y juvenil

BOOK: A la izquierda de la escalera
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—Bueno, ¿dónde vive?

—¡Déjame dormir!

Susi se acostó también. Seguía pensando en la fotografía de la caja de zapatos. Ya la miraría y se la llevaría. Le gustaría colgarla con una chincheta en la pared para poderla ver siempre que quisiera.

«Me gustaría… pero ¿dónde?»

Capítulo 6

LA SEÑORA POPPERMAN asomó la cabeza por la ventana y preguntó:

—¿Os habéis vuelto locos?

Los niños, naturalmente, no se dignaron responder. No sólo porque no existiera respuesta alguna para esa pregunta. Tampoco porque estuvieran absortos en el juego. Éste consistía en coger maderas del montón que había apilado al lado de la escalera y tirarlas a los escalones: al cuarto, al quinto, al sexto…, según los iba dirigiendo Pedrito Karcsú. Si no hacían caso a la señora Popperman, era porque ella no pintaba nada en la casa. Ni siquiera era portera.

La señora Popperman vivía en la planta baja. A la derecha de la escalera; en el lado opuesto estaba la bajada al sótano y al antiguo lavadero. Limpiaba y arreglaba corbatas y así lo anunciaba en un cartel en el portal y al lado de la puerta de su cocina. Trabajaba todo el día en casa, y lo hacía con tal afán, que casi siempre llevaba colgadas tres o cuatro corbatas del cuello. También entonces, cuando abrió la ventana para llamarles la atención, se le adelantaron las corbatas de entrañas desgarradas que llevaba colgando. De todas formas, sólo se dio cuenta de ello Kati Katona, que miró hacia ella al oír su voz, y, antes de apuntar al quinto escalón, lanzó una sonrisa a la señora y le gritó con alegría:

—¡Besos!

Los otros ni levantaron la vista. Susi y Karcsú, que vivían allí en la casa, y Soki, que vivía en la de enfrente, sabían perfectamente que la portera era la señora Mariska y que a la señora Popperman le gustaba llamar la atención.

La señora Mariska iba a trabajar por eso; durante el día la sustituía la señora Popperman. Así, muchas veces Pedrito Karcsú iba a su casa por la llave cuando la asistenta, la señora Teri, se marchaba al terminar su trabajo. Y algunas veces le gritaba, pero nadie hacía caso.

Kati acertó en el quinto escalón. Karcsú lanzó un grito y, en señal de reconocimiento, le dio un gran golpe en la espalda. Kati declaró con voz tajante, pero sin enfadarse:

—¡Bueno! Sabes que eso no me gusta.

¡Cómo no iba a saberlo si hacía ya media hora que se conocían!

Todo sucedió así. Después de la clase, Kati se puso al lado de Susi y le dijo:

—Hoy me voy a tu casa.

No lo preguntaba, no lo pedía; lo comunicaba.

Susi contestó con la mayor naturalidad del mundo:

—De acuerdo.

La madre trabajaba aquel día en casa de los señores Gombolyag, el único sitio adonde siempre iba a gusto con ella. Pero si las cosas surgían así, ¡qué se le iba a hacer! Llegaron a casa juntas. Karcsú estaba en el primer piso, delante de su puerta, dándole patadas a la verja. Pero, en cuanto las vio, enseguida se presentó en el patio.

—¡Hola! —dijo, mirando a Kati de pies a cabeza.

Su mirada se paró en la boina azul marino.

Los azules ojos de Kati estaban alegres y serenos.

Karcsú siguió:

—He inventado un juego. ¡Mirad! —y empezó a tirar los pedazos de las maderas de parqué que habían traído aquella mañana para un vecino del segundo piso. Las dos niñas se pusieron a jugar con él.

Un poco después llegó Soki. Lo seguía Eta, arrastrando sus zapatos por el suelo.

Susi se alegró mucho de ver a Eta. Enseguida la empezó a llamar Eva, pero pronto lo dejó, ya que Soki se había quedado con el nombre de Eta y ella desistió también del cambio de nombre.

Kati la miraba de forma extraña. Contempló durante un buen rato sus manos grandes y rojas, casi tapadas por las mangas deshilachadas del abrigo. No obstante la saludó y hasta le sonrió. Pero cuando le tocaba el turno de tirar las maderas a Eta, se apartaba exageradamente para dejarle sitio.

Fue Kati la primera en aburrirse del juego. Quitó cuidadosamente de sus manos los restos del serrín y dijo a Susi:

—Vosotros tenéis un lavadero ¿verdad?

Karcsú aguzó el oído rápidamente.

—¡Es un lavadero chupi! ¿Quieres verlo? —y ya iba balanceándose hacia el portal.

—Tenemos también un caracol —explicó enseguida Susi, que se sentía anfitriona en aquel momento.

—Teníamos —interrumpió Karcsú.

—¿Por qué? Si el lame está aquí —dijo Susi agachándose sobre el trapo de color plata que estaba en el suelo.

—¿Qué dices? ¿Qué lamé? —preguntó Karcsú con impaciencia—. ¡Ah, la plata! Me vuelves loco con esas palabras tan tontas. La plata está aquí, pero el caracol no.

—¿Qué le pasó? —preguntaba Susi con lástima.

—Lo subí porque pensaba que se iba a aburrir aquí. Mi madre lo descubrió sobre el sofá. ¡Puedes imaginártelo! Primero gritó como si hubiera visto una serpiente de cascabel y después lo tiró a la basura. ¡Tirar un caracol a la basura! ¿Has oído algo parecido?

A Susi le dio mucha pena, tanto del caracol como de Karcsú. Y eso que no se sorprendía. ¡Su madre hubiera hecho exactamente lo mismo!

Mientras tanto, Kati miraba a su alrededor con satisfacción. Descubrió un tronco de árbol, le quitó el polvo con sus guantes y se sentó sobre él. Eta se apoyó en el fogón en ruinas. Soki se subió al punto más alto y, al parecer, más seguro del mismo fogón. Karcsú colocó un gran leño, que había por allí tirado, al lado del tronco, es decir, al lado de Kati, y se acomodó sobre él. Susi estuvo un rato yendo y viniendo. Se quedó mirando la tela de plata y, después, se apoyó contra el fogón al lado de Eta. Kati fue la primera en empezar a hablar:

—Habría que hacer limpieza —sus ojos azules y risueños se fijaron en las telarañas grises y tupidas que colgaban de la pared.

Karcsú se quedó con la boca abierta del asombro. ¡Era increíble que hubiera alguien con semejante idea! Estaba a punto de decirle a Kati que jamás en su vida había oído tal tontería, pero, al mirarla, dijo algo completamente distinto:

—¡Qué gorrito más gracioso tienes!

Susi se quedó muy excitada por la idea de Kati. Enseguida le ofreció la vieja escoba de la señora Mariska y como recogedor, la tapa de una caja vieja. A continuación añadió:

—Y encenderemos el fuego.

Eta, emocionada, repitió las palabras:

—¡Encenderemos el fuego!

—¿Y no coseremos también unas cortinas? —gritó Karcsú.

—Claro que sí —asintió Kati con ironía. Y Karcsú se calló al instante.

Susi se quedó pensativa. Le parecía una buena idea. Teniendo en cuenta que taparía el cristal roto, no estaría mal. Porque la única y pequeña ventana del lavadero tenía el cristal roto. Pero una cortina…

Susi, en casa, siempre corría la cortina de la puerta de la cocina y se quedaba mirando hacia fuera. ¿Y qué miraba? Ni ella misma lo hubiera podido decir, ya que, cuando llegaba a casa con su madre, casi siempre estaba oscuro y, entonces, hasta Soki y Karcsú se habían ido a sus casas. No pasaba nadie por el patio, ni siquiera Cirmos, el gato de la casa. Sólo miraba hacia fuera. A la penumbra. Contemplaba la ventana iluminada de la señora Popperman, tras la cual flotaba ésta como una extraña sombra. Las corbatas colgadas del cuello se abrían y ondulaban como brazos abiertos. También veía la vivienda de la portera. La señora Mariska abría de cuando en cuando la puerta y sacaba la cabeza. Miraba hacia la escalera como si esperase a alguien. Pero nunca venía nadie. Después contemplaba el suelo de cerámica brillante, iluminado por la única lámpara del patio. Con su luz, algunos azulejos parecían más brillantes y los otros más descoloridos; había algunos que no se veían. Susi podía contemplar los azulejos durante mucho tiempo, pero su madre le decía siempre:

—Corre ya las cortinas, nos ven desde fuera.

Desde la ventana del lavadero podría mirar el patio cuanto quisiese. Aunque tuviese cortina. Karcsú seguro que no le sermonearía que dejase la cortina porque podrían verlos desde fuera.

No se opuso, pues, cuando Kati declaró que iba a traer la nueva cortina de ganchillo de su abuela.

—Ni siquiera lo notará —dijo Kati—. Las hace sólo para meterlas en una bolsa grande de plástico.

Después se le ocurrió a Kati que se podía traer todo lo que la abuela tenía en la bolsa de plástico. Aunque se enterase, incluso se alegraría porque así tendría sitio para las nuevas cosas de ganchillo. Siempre estaba haciendo ganchillo y, cuando acababa algo, lo metía en la bolsa de plástico. Tenía allí hasta un mantel terminado.

Soki miró a su alrededor y preguntó:

—Y, ¿dónde lo pondrás? ¿No ves que aquí no hay mesa?

¡El tonto de Soki! ¡Siempre hablaba sin pensar! Kati contestó al instante sonriendo:

—¿Dónde lo podríamos poner? Pues en la pared.

Karcsú se entusiasmó con la idea y explicó que poner un mantel sobre una mesa era una gran tontería. La mesa servía para comer o para hacer los deberes; y cada vez que se iba a hacer una de las dos cosas había que quitarlo. Así que ¿para qué cubrirla con un mantel?

Eta lo escuchaba con gran interés. Encogió sus manos grandes y rojas, cubriéndolas con las mangas deshilachadas de su abrigo. Entonces empezó a decir de nuevo:

—Y después encenderemos el fuego.

Karcsú bajaría la brocha que les había regalado el señor Kutas, junto con el florero.

—Lo colocaremos en el rincón. Quedará muy bien —dijo.

Susi se opuso ferozmente:

—¿Por qué hay que ponerlo todo en el rincón?

Su madre estaba ahorrando desde hacía meses para comprar un televisor. También había dicho que lo colocaría en el rincón, como los doctores.

—¡Lo colocaremos en el centro! —decidió Susi. Soki la apoyó enseguida, pero puso una condición: poder dibujar un tanque en la pared.

Dibujar en la pared animó tanto a todos que Karcsú asignó una pared para cada uno. Todos podrían dibujar en ellas lo que quisiesen. La pared de enfrente de la puerta se la concedió a Kati. Esa era, sin duda, la mejor pared, ya que estaba totalmente vacía. Él se quedó con la de la derecha, que era más pequeña, pero que también estaba vacía. La de enfrente sería para Soki. Allí estaba el fogón, pero el tonto de Soki podía contentarse con eso. La pared donde estaba la puerta quedaba para Susi. Pese a que la pequeña ventana le quitaba también algo de espacio, Susi lo aprobó satisfecha. Eta se quedaba sin nada. Pero no quería nada.

—Sólo que encendamos el fuego —dijo.

Susi echó un vistazo a su pared. Entre la puerta y la pared había un pequeño espacio. Allí colocaría la foto de su padre.

El día siguiente a la visita de la señora Kutas, había sacado la foto de la caja de zapatos. Era una fotografía del tamaño de una postal. En ella se veía un hombre joven, de ojos y pelo castaños. Era mucho más joven que el padre de Kati y más que el padre de cualquier compañero de clase. Susi lo miraba con extrañeza. No parecía un padre. Más bien parecía el hermano mayor de alguien. Después descubrió que tenía mucho pelo y la boca perfectamente arqueada. Susi decidió que era muy guapo. Metió la foto en el libro de lectura.

Al principio quería enseñársela a Kati, pero después cambió de opinión. Si Kati le preguntaba: «Y ¿dónde está ahora?», ¿qué podría contestar? Miró la foto en el recreo y también una vez en la clase de canto. Fingió buscar el cuaderno de música y, mientras, echó una mirada a su padre. Por la tarde guardó otra vez la foto en la caja de zapatos. Si su madre descubría que ella la había cogido, pondría el grito en el cielo y la escondería en otro sitio. Incluso podía llevársela de casa. En la caja de zapatos estaba bien guardada. Cuando encontrase un sitio mejor la sacaría de nuevo.

¡La colocaría allí! En la pared del lavadero, entre la puerta y la ventana.

De repente gritó Karcsú, como a quien le viene una idea genial:

—¡También tendremos un caracol!

Soki asintió.

—Un caracol guardián —dijo.

Susi le dirigió una mirada de satisfacción: por fin había tenido una idea práctica.

Al parecer, Soki tenía su día genial. Llevaría su colección de papelitos de bombones. Todos sabían que Soki coleccionaba los envoltorios de los bombones desde hacía por lo menos tres años.

Susi estaba meditando sobre si trasladar o no a Cleofás de su bonita estufa blanca hasta allí, cuando Kati empezó a decir con voz intranquila:

—¿Sabéis lo que falta?

—Cerillas —contestó Eta al instante.

—¿Para qué quieres tú cerillas? —preguntó Kati.

—Para encender el fuego —respondió Eta.

Kati hizo un ademán de impaciencia y repitió la pregunta:

—¿Sabéis qué? Un espejo.

Susi se quedó sin respiración. No había duda. En aquel momento Karcsú echaría de allí a la pobre Kati. Odiaba las cosas de niña.

Karcsú contestó con ligereza:

—¡Nada más sencillo! Desmontaré el espejo del recibidor. Cuatro tornillos y asunto concluido.

Kati, ya tranquila, sonrió a Pedro.

La idea le vino a Susi. Al principio, no se atrevía a manifestarla en voz alta, pero después se armó de valor. ¡Hay cosas que deben aclararse!

—Y ¿dónde haremos los deberes?

Karcsú hizo primero un ademán como queriendo expresar que eso no era ningún problema. Si alguien quería hacer sus deberes allí, podía tirarse al suelo. Pero, cuando vio que el problema preocupaba también a Kati, empezó a romperse la cabeza pensando alguna solución.

Soki opinó que podían colocar al lado del fogón el tronco donde Kati estaba sentada. Pero todos eran conscientes de que la solución no parecía del todo satisfactoria. Había que encontrar algo mejor. Fue Eta quien sugirió la idea a Pedro cuando dijo:

—Aquí hay madera. Se podría encender el fuego.

Karcsú reparó en la propuesta. Más aún. Se puso de pie y recorrió, balanceándose, todo el local. Encontró lo que buscaba: un listón de madera de unos cuarenta centímetros de longitud. Lo cogió del suelo triunfalmente.

—¿Lo veis? —gritó.

Todos lo veían, pero ninguno sabía lo que había que ver.

—Clavamos este listón en la pared. Ponemos encima los cuadernos, nos colocamos delante de él y hacemos los deberes.

Todos lo comprendieron al instante. Excepto Soki.

—Y ¿dónde nos sentamos? —preguntó.

—¡En ningún sitio! —chilló Pedro—. Estás todo el día sentado en el colegio y ¿quieres sentarte aquí también?

—Y ¿no se caerán los cuadernos?

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