A la izquierda de la escalera (22 page)

Read A la izquierda de la escalera Online

Authors: Maria Halasi

Tags: #Infantil y juvenil

BOOK: A la izquierda de la escalera
6.78Mb size Format: txt, pdf, ePub

Su madre escuchaba, entusiasmada, la perorata. Y eso disgustaba aún más a Susi. Se le ocurrió que habría que llenar la pared del cuarto con letreros de: «¡No tires basura!», «Se prohíbe pisar el césped», «Tose y estornuda en tu pañuelo». A la señora Fehér, seguramente le gustaría la idea. Naturalmente, no se lo dijo. Más que nada porque su madre le preguntó:

—Cariño, ¿te gustaría que te comprase un pupitre tan bonito como éste?

Susi sabía que su madre lo preguntaba por cariño. Y que llevaba el mismo abrigo de invierno desde que la niña tenía uso de razón. La señora Ovillo le había dicho ya entre risas: «Rosita, si la veo también el año que viene con ese horror, yo misma le haré uno nuevo». Sin embargo, si pudiera a ella le compraría el pupitre en ese momento… Susi contestó pese a todo:

—No lo quiero.

Por la cara de su madre notó que le había sentado muy mal esa respuesta. Pero ¿qué podía hacer? No quería el «pupitre según señora Fehér» porque tendría que sentarse en él como los niños Fehér y porque su madre, en casa, se haría eco del sermón de la señora Fehér sobre las relaciones niño, pupitre y orden. ¡No!

La madre no dijo nada, pero la señora Fehér empezó:

—Es terrible lo desagradecidos que son estos niños de hoy. ¿Cuándo me hubiese atrevido yo a contestar así a mi madre?

Susi se sonó haciendo mucho ruido. Cuando uno se suena así, durante ese tiempo no puede oír nada. Ella no tuvo la culpa de que Jorge empezara a reírse. Su madre dijo con mucha tristeza:

—¡Siempre me tengo que avergonzar de ti!

Así que rechazó el pupitre. «Pero un estante como éste sí que le gustaría», pensaba Susi, mirando a la abuela que ya arreglaba el estante del centro.

Pondría allí a la muñeca que sabía dormir, a Cleofás y sus libros, que guardaba en la parte baja del armario junto a las sandalias de verano de su madre. Y si tuviera un estante, con el tiempo, también tendría vasos de colores y jarros de cerámica como la abuela. Si no exactamente vasos y jarros, al menos cosas que fuesen suyas y sólo suyas. Y podría quitarlas y ponerlas y contemplarlas y ordenarlas…

¿Cuándo?

¿Por la noche? Entonces, comían de prisa, se lavaban de prisa y se acostaban de prisa.

¡Qué estupendo sería que su madre trabajase en esa cooperativa! Cuando estuvo allí con Kati, la amable señora Bernat hasta había dicho que los sábados terminaban a la una. Y seguramente, su madre tendría también vacaciones. Esto no lo dijo la señora Bernat; pero todos tenían vacaciones y, entonces, iban al lago Balaton. Susi todavía no había visto el Balaton. Ni había ido nunca de viaje a ningún sitio porque su madre trabajaba también todo el verano. Decía que si descansaba no se lo pagaban.

Pero su madre no quería ir a esa cooperativa. Tampoco sirvió de nada el que la señorita Magdi hablase con ella. Si hubiera servido, su madre ya hubiese dicho algo. Pero no había dicho ni una palabra.

Susi pensaba que quizá la señorita no le había dicho nada. Pero, el otro día, antes del recreo, la llamó y le preguntó:

—¿Hay alguna novedad?

—Ninguna —contestó Susi. Y la cara blanca de goma de borrar de la señorita se torció en un gesto.

Los paquetitos de papel de seda y de periódico, que había sobre la cama, se terminaron y la abuela sacó un libro del armario. Antes de ponerlo en el estante de abajo, se lo enseñó a Susi.

—El libro de las setas —dijo—. Algún día lo miraremos juntas. Están todas aquí: el níscalo, el champiñón y todas. Ya lo verás —y puso el libro en el estante.

Susi la ayudó a barrer y a colocar la cama en su sitio. Cuando habían terminado, se presentó de nuevo su madre en la cocina.

—¿No tienes hambre? —le preguntó.

—No.

—¿No tienes frío?

¿Cómo se le había ocurrido esa idea? En casa de los doctores había calefacción central y la cocina era igual de caliente que cualquier habitación.

—Hoy nos vamos a casa más temprano. ¿Quieres?

—Sííí —respondió Susi con una sonrisa de felicidad.

—¡Ay, ese jabalí! —dijo la madre, quejándose entonces a la abuela—. Si le cae en el pie, se lo destroza. Todavía no he podido recuperarme. ¿Qué sería de mí si a esta niña le ocurriese algo?

—Bueno, Rosita, tiene que olvidarlo ya —contestó la abuela—. Mire mi nueva estantería.

—Ven —dijo Susi, corriendo hacia ella. Se la llevó detrás de la cortina de percal—. Es muy bonita, ¿verdad?

—Sí —asintió enseguida su madre.

—Sobre mi cama, también cabría una —dijo Susi.

—Claro —dijo su madre, riéndose—. Y siempre estaría desordenada.

Susi no contestó.

—Echarías todo encima…

Susi se agachó a recoger un trocito de papel de seda que se había quedado allí.

—Ni se vería de tantos cachivaches… —la madre empezó, entonces, a contemplar seriamente la estantería y, después, preguntó a la abuela:

—¿Cuánto ha costado?

—Doscientos cuarenta.

—Los vale —aprobó la madre con la cabeza. De nuevo se dirigió a Susi.

—Así que ¿te gustaría una así?

—Sí.

—Pues, si me prometes no tenerla siempre revuelta…

Susi se le echó al cuello, riendo gozosa.

—Si me ayudas ahora —dijo su madre— y me mojas el trapo de planchar, podremos estar a las cinco en casa.

¡Cómo no! ¿Dónde estaba el trapo…?

* * *

AL DÍA siguiente, al salir del colegio, subió de nuevo a casa de los doctores. Su madre estaba, como siempre, junto a la máquina de coser. Levantó los ojos y toda su cara rezumaba sonrisas. Hasta la bata gris sonreía también y, con ello, se había vuelto menos gris.

¿Qué le habría pasado?

—Cariño —le dijo—, no te quites el abrigo. Corre y tráeme de la mercería cinco botones de color marrón oscuro para este vestido.

Su madre apartó el vestido y se levantó.

—Te buscaré un trozo de tela y te la llevas.

Buscaba en el costurero de los doctores.

—Y también un botón para muestra. Éste de nácar servirá —dijo. Y sacó uno, que colocó sobre la mesa al lado del trozo de tela.

—Pero no vayas a traer botones de nácar, sino marrón oscuro. Que sean del mismo tamaño que éste de nácar.

Susi lo comprendía perfectamente, pero su madre seguía explicando:

—La tela es un poco más clara, pero los botones han de ser marrón oscuro. ¿Comprendes? ¿No lo olvidarás? Marrón oscuro. ¿Te lo apunto?

¿Por qué habría de apuntarlo? Si se había podido aprender de memoria todo el largo poema de «Juan el Paladín», ¿cómo iba a olvidarse de esa palabra?

Susi puso cara de desesperación. ¡Qué suerte tenía Kati! ¡Kati podía resolver todo con tanta facilidad…! Los mayores también lo reconocían. La señorita Magdi siempre la enviaba a ella por el café. En la misma calle del colegio había una cafetería. Kati iba allí por el café de la señorita Magdi. Dejaban chorrear el café, gota a gota, en el vaso (para que fuese más concentrado) y después lo tapaban con una servilleta. Kati se lo llevaba a la señorita Magdi con tanta habilidad que no se le caía ni una sola gota. La señora que hacía el café siempre le daba un terrón de azúcar.

¿Pero ella?

Su madre le explicó, otra vez, que debía traerlos marrón oscuro. Otro día le dijo la señora Pitter: «Tú, pequeña torpe», y mandaron a Maruja a la tienda por una cremallera de veinte centímetros por si acaso ella se confundía.

¿Por qué? ¿Cuándo se había equivocado? Sólo una vez y en casa de los Pitter. En vez de corchetes, había traído clipes para sujetar papeles. Pero es que la tienda estaba completamente vacía cuando ella entró. Le preguntaron tres dependientes a la vez: que qué deseaba, que si hacía frío y que por qué no salía a la lluvia a ver si crecía un poco. No era de extrañar que se confundiera. Después, mandaron a Maruja, que trajo victoriosa los corchetes.

Su madre calculaba en voz alta cuánto podría costar un botón de color marrón oscuro.

—Más o menos, cinco florines —dijo decidida. Y contó en la mano de Susi tres billetes de diez florines por si acaso eran a seis florines o más.

Susi quería irse ya, pero su madre le dijo:

—Cuando vuelvas te diré algo.

Y de nuevo sonreía con tanto brillo que la bata gris se quedó también más bonita.

Susi corrió por las escaleras como si se deslizase por la nieve. Entró jadeando en la mercería, compró de prisa los botones y corrió a casa. Ni Kati hubiera podido hacerlo más rápido, ni hubiera podido traer los botones más bonitos. Los cinco eran del mismo color marrón oscuro y justo del tamaño del de nácar.

—Está bien —dijo su madre al coger los botones. Y con su sonrisa radiante a nadie—: De parte de la señora Bernat de la cooperativa, que eres una niña muy ágil y avispada…

Other books

The Proposition by Helen Cooper
Aces High by Kay Hooper
The Sleeping Night by Samuel, Barbara
Valley of the Dead by Kim Paffenroth
Generation Loss by Elizabeth Hand