A la izquierda de la escalera (19 page)

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Authors: Maria Halasi

Tags: #Infantil y juvenil

BOOK: A la izquierda de la escalera
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—No lo sé —respondió Susi. De ningún modo quería decir que la señorita Magdi también estaba enterada de lo de la cooperativa.

Después, la preocupación de su madre se redujo sólo a cómo dejar un mediodía a la señora Ovillo, estando como estaban en plena temporada y cuando ni se las podía ver entre las montañas de jerséis que tenían que terminar.

De la llave no quería saber nada.

—Después del colegio te vienes enseguida conmigo. ¿Comprendes? —dijo como advertencia.

Susi asintió, pese a que sabía que eso sería imposible. ¡Ya lo habían acordado el día anterior!

* * *

DESPUÉS de la última clase iba a casa con Kati. Entonces, Susi ya ni se acordaba de que su madre la esperaba en casa de los Ovillo. Desde el recreo, no pudo pensar más que en el lavadero. En el recreo Kati le dijo que fuera a su pupitre.

—Mira —dijo, sacando del mismo su cartera. De la cartera salió la bolsa de plástico en la que su abuela guardaba el ganchillo. Realmente, había allí un montón de labores y hasta trozos amarillos de algo tejido. Susi los colocó sobre el pupitre y enseguida comprobó que se trataba de la espalda y las dos mangas de un jersey.

—No importa —contestó Kati—; son bonitos. Y volvió a meter todo con dificultad en la bolsa de plástico, la bolsa en la cartera y la cartera en el pupitre. Susi comprendió entonces por qué había sacado la pobre Kati un uno en la clase de lectura, cuando la señorita Magdi se dio cuenta de que no tenía el libro.

—Lo olvidé en casa —dijo Kati, cosa que ya entonces Susi no pudo creer. Kati jamás olvidaba nada en casa. El motivo, pudo ahora comprobar, era simplemente que el libro no cabía en la cartera. ¿Por qué no lo llevó en la mano? ¡Kati era demasiado exquisita para eso!

Así pues, se dirigían juntos al antiguo lavadero. Susi también llevaba consigo lo que definitivamente destinaba al lavadero: la foto de su padre. Sólo Soki se había dejado en casa su colección de envoltorios de bombones de Navidad. Por eso salió corriendo, de repente, con los brazos extendidos y zumbando como un avión. Cuando ya las había dejado atrás, les gritó, dejando de zumbar por un instante:

—¡Enseguida voy! —y embistió contra la cesta de una señora.

Karcsú ya las esperaba en el patio, sentado en las escaleras del vestíbulo del lavadero. Su cara parecía terriblemente excitada. Susi intuyó enseguida que habría ocurrido algo muy importante.

—¡Mirad! —dijo Karcsú. Y las hizo entrar en el lavadero.

Kati se quedó en la puerta emocionada. Lo notó inmediatamente. Apoyado en el ruinoso fogón estaba el espejo del recibidor de los Karcsú. Delante los cuatro tornillos preparados, por los cuales se veía que Pedro había hecho un buen trabajo. Bueno, pero innecesario, porque con dos tornillos hubiera bastado. Las esquinas de arriba del espejo se habían roto.

—¡Ay! —dijo Kati, volando hacia el espejo. Y se agachó delante de él para comprobar si se había puesto bien la boina. ¡Por supuesto que se la había puesto bien! Karcsú le retorció enseguida el rabillo de la boina.

—Bajaré también la brocha —propuso Karcsú.

Las dos niñas inclinaron sus cabezas.

—Bueno, ¿venís? —dijo Pedro con una naturalidad tal que parecía que durante años no hubieran tratado más que de esto. Por supuesto que subirían con él por la brecha.

La pared del recibidor de los Karcsú parecía chillar. Se apreciaba claramente el hueco del espejo y, en sus cuatro esquinas, se abrían cuatro agujeros bien grandes. Susi los miró preocupada, pero Karcsú trotó enseguida hacia su cuarto.

—¿Llevamos también el florero? —preguntó a Kati al llegar, con dificultad, a la parte de arriba del armario.

—Claro —contestó Kati—. ¿Dónde pondríamos si no la brocha?

Pedro daba vueltas, pensativo, al florero de cerámica multicolor.

—Pero éste es feísimo. Mejor llevemos un frasco de confitura.

Susi lo aprobó, entusiasmada, desde el sofá de Pedro en donde se había dejado caer.

Los tres fueron a la despensa. Mejor dicho, sólo Karcsú porque únicamente él cabía. Las dos niñas se quedaron en la puerta.

—¿Vale éste de pepinos? —y bajó del estante un gran frasco. Convinieron en que sí. Un frasco grande se puede utilizar para varias cosas. Para muchas más que un frasco pequeño.

Susi contemplaba los estantes con ojos desorbitados. Entre los frascos vacíos, había casi una docena que estaban llenos de mermeladas o confituras.

—¡Pero si tenéis mermelada! —dijo sorprendida.

—La hace la señora Teri —contestó Karcsú—. ¿Quieres?

—Bajemos un frasco al lavadero —dijo Susi, abrazando fuertemente un frasco con mermelada de albaricoque.

Cuando llegaron abajo ya les esperaban Soki y Eta. Eta arrastraba sus botas y Soki tiraba de una gran caja de cartón marrón. En la caja, estaba escrito con letras negras: «Remite: Sra. de Bela Keserü, Valle de Solt. Contenido: nueces». También Eta descifró la inscripción y observaba con gran interés cómo abría Soki la tapa de la caja. No apareció ninguna alegría en su rostro cuando descubrió que estaba repleto de envoltorios de bombones.

Susi se quedó perpleja. Nunca hubiera pensado que el bobo de Soki pudiera ser tan ordenado. Guardaba cada papelito cuidadosamente planchado.

Soki, por el momento, dejó la caja en un rincón del lavadero, al lado de las carteras de Susi y Kati. Después dijo a Eta que se fuese con él y ambos se marcharon corriendo. Karcsú los miró diciendo:

—Apuesto a que se le ha ocurrido una idea tonta.

La gran perspicacia de Karcsú se descubrió al cabo de diez minutos. Eta y Soki aparecieron en la puerta del lavadero sudando y jadeando. Arrastraban un pupitre.

«Mira, éste también tiene pupitre», pensaba Susi asombrada. Pero no pudo dedicar mucho tiempo al descubrimiento porque Karcsú puso el gritó en el cielo.

—¿Y esto para qué, imbécil? —gritó lleno de rabia, dando una patada al pupitre.

—Los deberes… —balbuceaba Soki.

—¿Te has vuelto loco? ¿Un pupitre aquí? —chilló indignado y, después de dar algunos bufidos de rabia, les ordenó que se volviesen a llevar el pupitre, o que lo rompiesen en pedazos, o que se lo tragasen; pero ¡que no lo dejasen allí ni un minuto más! Después, metiendo la mano en el bolsillo hasta el codo, pescó un trozo de carbón. En la pared de enfrente del fogón, que se había reservado para sí mismo cuando repartió las paredes, escribió: LEY. Y abajo: No se deben traer de casa pupitres ni otras cosas serias.

Kati sacaba poco a poco los encajes y la labor de punto amarilla. Karcsú sacó un puñado de clavos de su bolsillo y, cogiendo un pedazo de ladrillo, procuró clavarlos en la pared de Kati. Era difícil. El revoque se desconchaba y la pared seguía rechazando los clavos. Cuando logró colocar las piezas amarillas, estaba ya totalmente agotado. Los grandes y preciosos tapetes de ganchillo ni los extendió. Solamente clavó dos clavos y los colgó de ellos. Pero, aun así, quedaba realmente bonito.

Soki clavó la foto del padre de Susi con una escarpia en la pared. Allí donde Susi pensaba: entre la puerta y la ventana y a la altura de su cara.

Eta recogió los trozos de madera que había por el suelo y los amontonó delante del fogón.

—Encenderemos el fuego —se dijo a sí misma. A nadie más lo hubiera podido decir. Todos estaban terriblemente ocupados. Soki también sufrió lo suyo con el retrato del padre de Susi. Al final quedó en su sitio, pero la escarpia atravesaba su frente por lo que no se podía apreciar tan bien su bonito pelo ondulado.

Kati sacó del bolsillo de su bata del colegio el nomeolvides. Lo había comprado el día anterior, para celebrar la fecha, cuando decidieron que aquel día se trasladarían al lavadero. Estaba un poco arrugado. Arregló hábilmente sus pétalos y, después, se quedó largo tiempo pensando en dónde colocarlo. Corrió al fogón ruinoso, quitó de él el polvo y los cascotes, colocó dos ladrillos uno junto al otro y apretó el tallo del nomeolvides entre ellos. La pequeña flor azul asomaba la cabeza por entre los ladrillos del fogón desmantelado como si todo esto le pareciese una broma.

Susi metió la brocha en el frasco de pepinillos, con el mango hacia abajo, como se debe, y lo colocó al lado de la pared. Después miró a su alrededor, buscando un sitio donde poner la despensa para la mermelada de albaricoque que habían traído de casa de Karcsú. Cogió dos trozos de madera de delante del fogón. Soki encontró una tabla que colocaron, sobre los trozos de madera, debajo de la ventana. Quedó como un estante y, encima de éste, colocaron la mermelada. Eta siempre estaba detrás de ellos. Cuando terminaron, llegó el turno a los papelitos de bombones.

Soki vació el contenido de la caja en el centro del lavadero. Todos lo rodearon. ¡Eran tan bonitos aquellos papeles multicolores y relucientes! Karcsú se sentó encima del montón de envoltorios.

—¡Magnífico! —dijo con reconocimiento—. Éste será nuestro asiento.

Todos lo probaron. Se acurrucaron amontonados sobre la pila de papelitos, apoyándose cada uno contra la espalda del otro.

Todos, excepto Eta. Eta, al principio, sólo contemplaba el frasco de mermelada. Después, lo cogió en la mano y le dio vueltas hasta que, por fin, le quitó lentamente el celofán. Entonces se dieron cuenta todos de lo que estaba haciendo.

A Susi le hubiera gustado que dejase la despensa en paz, pero no dijo nada. Eta metió el dedo en la mermelada, lo sacó y lo chupó. Volvió a meterlo, esta vez ya un poco doblado, para coger más mermelada y lo chupó de nuevo. Su cara se quedó sucia. Sorbía ruidosamente. Kati la observaba, poniendo una cara como cuando pegan a alguien sin que se sepa por qué.

Eta levantó la mirada y deslizó confusa el frasco hasta su barriga. Sus grandes manos rojas quedaron también manchadas de mermelada. Nadie dijo nada. Sólo se oía el murmullo de los envoltorios de los bombones de Navidad cuando alguno de ellos se movía.

—Karcsú dio, de repente, un grito:

—¡Chicos, vamos a jugar al escondite!

Se levantaron tan de prisa que parecía que estaban esperando exactamente esa llamada. Un montón de papelitos voló por el aire tras ellos. Soki procuró alcanzarlos con cara de susto; pero, después, los dejó revolotear cuando Karcsú gritó de nuevo:

—¡Soki se queda!

Aún no llevarían una hora jugando, cuando apareció la señora Popperman, con sus corbatas, en la puerta. Primero les dijo:

—Me vuelven loca vuestros gritos. ¿No podéis jugar más silenciosos?

¡Claro que no podían! Eso no era una clase de matemáticas donde uno se alegra si no tiene que hablar. Karcsú había localizado a Eta, que también jugaba con ellos después de haber vaciado el frasco de mermelada, y que se había escondido entre los ladrillos del fogón. Y, cuando Karcsú la descubrió, tuvo, naturalmente, que soltar un grito. ¿Iban a explicar todo eso a la señora Popperman? ¡Qué va!

La señora miró el lavadero y batió palmas:

—¡Dios mío!, ¿qué estáis haciendo?

Karcsú se inclinó, cortésmente, delante de la señora de las corbatas.

—¡Buenas tardes! —la saludó, señalando de este modo que la visita, por su parte, había concluido. Y, en efecto, la señora los dejó. Cuando llegó delante de su puerta, aún seguía moviendo la boca. Susi no sabía si la señora Popperman estaba hablando para sí misma o los estaba regañando en voz alta sin que se pudiera entender una sola palabra por los chillidos que Kati y Karcsú daban a coro:

—¡Tonto Soki! ¡Tonto Soki!

Y lo rodeaban bailando, cosa que él soportaba con una sonrisa de indiferencia.

Susi se dio cuenta de que Eta no había devuelto el frasco de mermelada al estante, sino que lo había dejado en el fogón. Enseguida lo cogió y lo devolvió a su sitio. Al fin y al cabo, ¡en una despensa también puede haber frascos de mermelada vacíos!

Kati se cansó de Soki. Además, recordó que el espejo todavía no estaba colocado. Junto con Karcsú, lo llevó hasta su pared. Pedro procuró sujetarlo con dos tornillos por donde no se había roto. Pero la asquerosa pared no quiso aceptar los tornillos. Pedro probó entonces con clavos corrientes. Fue pura suerte el que Soki estuviera a su lado y pudiese coger el espejo al vuelo. Kati resolvió el asunto:

—¡Que se vaya al diablo! —dijo con ternura a Pedro—. No hace falta colgarlo. Así, apoyado, estará bien.

Kati se puso delante del espejo. Se podía ver justamente desde la cintura para abajo…

—¡Estupendo! —dijo alegremente—. La abuela también tiene un espejo en el recibidor en el que sólo me veo la cabeza. Aquí sólo me veo los pies. Me miraré la cabeza en casa y los pies aquí. —Y con esto se agachó para estirar sus calcetines de cuadros azules. ¡Hay que ver qué útil era un espejo así! ¡Podía ver enseguida que sus calcetines se habían bajado!

Susi también estaba satisfecha con el espejo, la despensa, el nomeolvides y los brillantes y coloridos papelitos de bombones amontonados en el centro del lavadero, y el retrato de su padre en la pared, y todo… Fue hacia la puerta y volvió, corriendo. Luego, se abrazó al cuello de Kati y la besó en las mejillas. Se quedaron un rato abrazadas. Después dijo Susi:

—¿Verdad que es maravilloso?

Capítulo 17

LA MADRE de Susi se decidió, al fin, y fue a visitar a la señorita Magdi. Susi la vio, por casualidad, desde el cuarto piso. En el recreo de las once; estaba con Soki colgada de la barandilla de la escalera, cuando éste miró hacia abajo y dijo:

—¡Mira, ahí va tu madre!

Era verdad. Vio cómo, en el primer piso, su madre estrechaba la mano de la señorita Magdi. Después, dio la vuelta y bajó por las escaleras. Por un instante, Susi pudo ver también la cara de su madre porque pasó muy cerca de la barandilla con la cabeza levantada. Sentía como si una mano agarrara y apretase su corazón. Su cara estaba triste y parecía tan cansada como si hubiera estado llevando un pesado saco durante horas.

Eran muy contadas las veces en que Susi había pensado que su madre también podía estar triste o alegre, que le podía doler algo o que se cansaría en el trabajo. La madre se ponía la bata gris y se sentaba en cuartos extraños, al lado de máquinas de coser extrañas; y entre voces ajenas, cazuelas ajenas y frases ajenas, hasta convertirse ella también en un poco ajena.

Pero ¿por qué no estaba en casa? Y ¿por qué no intercambiaban frases conocidas que no oyera nadie y que ya se hubieran dicho muchas veces? Por ejemplo: «Cariño, ¿has comprado el pan?» o «Susi ven a ayudarme a pelar patatas». Y comer en una mesa conocida con platos propios las comidas de siempre. Los guisos de su madre…

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