A la izquierda de la escalera (14 page)

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Authors: Maria Halasi

Tags: #Infantil y juvenil

BOOK: A la izquierda de la escalera
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—Espumillón hay poco —comprobó la madre—. Mañana por la mañana podías comprar más. Y tres velitas y un paquete de bengalas.

—Date prisa —dijo la madre, cuando Susi se marchó al día siguiente—. Ya sabes que aún hay que atar los hilitos a los bombones.

¡Claro que se daría prisa! Ella sabía que les quedaban muchas cosas por hacer. Juntas limpiarían la casa, encenderían el fuego en la bonita estufa blanca, cocinarían y adornarían después el árbol de Navidad.

¿Le habría comprado su madre el cuarto de muñecas?

Ella había hecho un bordado para su madre. La señorita Magdi le llamaba: cubrebandejas. Todas las niñas de la clase habían hecho lo mismo. La verdad era que su madre jamás ponía nada sobre la bandeja; pero se alegraría. Quedó bastante bien. La señorita Magdi le puso un diez. Ahora sólo faltaba ya el papel de seda para hacer un bonito paquete y colocarlo debajo del árbol. Pediría el papel a la señora Oláh.

A la señora Oláh la conocían todos en el barrio. Vendía en un tenderete de la esquina. En primavera, antes de Pascuas, candelillas; en verano, frutas; en otoño, palomitas; en San Nicolás, varillas doradas y diablillos; en Navidad, adornos, velitas, bengalas… Todos suponían que la señora Oláh era gorda; pero nadie lo sabía con exactitud, ya que se cubría con tantas cosas, que era imposible adivinar dónde terminaban las mantas y bufandas y dónde empezaba la verdadera señora Oláh. También en verano se rodeaba la cintura con telas gruesas. Y siempre era simpática y llamaba a todos: «tesoro mío». Incluso a Karcsú. Y eso que éste le devolvió una vez las palomitas, añadiendo: «son tan viejas que hasta un hipopótamo se moriría al comerlas». La señora Oláh no las aceptó porque aseguraba que eran buenas. Pero, pronto, hicieron las paces. Karcsú en aquel momento merodeaba por el puesto de la señora Oláh.

—¡Hola! ¿Qué compras? —saludó a Susi.

Antes de que pudiera contestar, Karcsú continuó preocupado:

—Me han dado cincuenta florines para comprar adornos porque mi mamá no encuentra los del año pasado. Imagínate que ¡hasta las bombillas han desaparecido!

Al ver la cara de extrañeza de Susi, Karcsú empezó a explicarle que en su árbol de Navidad no había velitas, sino bombillas eléctricas. Susi censuró esto con decisión:

—¡Las velas huelen tan bien! ¡Tienen olor a Navidad! —dijo.

—¡Puede que sea así! —aceptó Karcsú. Y enseguida dijo a la señora Oláh—: Déme, por favor, veinte velitas.

A Susi no le gustaba meterse en los asuntos Personales de los demás; no obstante, aconsejó a Karcsú que diez serían suficientes. Pero Karcsú se aferraba a las veinte.

Compró un paquete de espumillón, uno de bengalas y tres velitas y pidió un poco de papel de seda. Sólo se quedó dudando durante un minuto sobre si comprar o no alambres para los bombones. La señora Oláh se los metía por los ojos:

—Con esto no hay que atar hilitos, tesoro mío Los pinchas y ya está. Cada paquete sólo cuesta un florín.

… No había qué atar… Si esto, justamente, era lo bueno de los bombones, que había que atarlos. Se podía entretener uno durante una hora, por lo menos.

Dejó los alambritos a la señora Oláh y a Karcsú, que elegía furioso entre los adornos. Buscaba una casita. El año anterior tenía, pero esta vez no encontraba nada parecido entre los adornos que vendía la señora Oláh. Susi se fue corriendo a su casa para que la madre no hiciera sola la limpieza.

La madre la esperaba radiante.

—¡Han traído la sorpresa! ¡Mira!

En el cuarto, al lado de la pared, había una gran caja marrón. Susi lo adivinó enseguida:

—¡El televisor!

Hacía ya un año que la madre ahorraba para comprarlo. Por las noches, cuando venían a casa, a menudo se quedaban delante del escaparate iluminado de la tienda de electrodomésticos. La madre calculaba, en voz alta, cuándo tendría el dinero suficiente para poder comprar un televisor pequeño.

Y, cuando reunió el dinero, siguió contando: cuánto faltaría para uno grande.

A Susi ya la aburría el escaparate. Y, a veces, hasta se enfadaba: calculando lo que les faltaba para comprar uno grande, llegaban tarde a casa, pero entonces se alegraba. Se quedarían en casa y lo mirarían… La madre seguía entusiasmada.

—Vendrá un técnico para ajustarlo. Pero no podrá hasta después de las fiestas. Pensaba ponerlo allí, en el rincón, como en casa de los doctores.

Susi se opuso enérgicamente. Insistía, con gran tenacidad, en que lo colocasen entre las dos ventanas.

—Pero ¡si allí está la radio, tontina! —argumentaba la madre.

—¡La quitaremos de allí! —y si la madre no llega a llamarle la atención severamente se hubiera lanzado enseguida a quitar la radio de su sitio.

Después, entre tanto trabajo, se olvidaron del televisor. Susi se puso el pequeño delantal rojo que le había cosido su madre, trepó sobre un taburete para quitar el polvo encima del armario, pasó el trapo por todos los cuadros… y hasta limpió el pez. Tocó con su dedo aquel ojo tan terriblemente grande y redondo, pero no le hizo nada. Cuando terminó en el cuarto, fue detrás de su madre a la cocina.

Después comieron juntas.

Susi comió tanto que su madre empezó a preocuparse por si se le estropeaba el estómago.

La madre fregaba y Susi secaba los cacharros. Limpiaron la cocina de gas. Susi fregó el suelo de la cocina, y le gustó tanto el trabajo que no lo podía dejar. Fregó también el cuarto de baño.

La madre se paró en la puerta del baño observando sus movimientos. Después le dijo:

—¡Cariño mío!

Susi sintió un nudo en la garganta. Se volvió aprisa hacia la bañera como si fuese a limpiarla pese a que ya lo había hecho antes. No quería que su madre se diese cuenta de que se le saltaban las lágrimas. Podía pensar que lloraba por el trabajo o que le pasaba algo. Pero no le pasaba nada. ¡Era todo tan maravilloso! ¡Tan, tan maravilloso que se le rompía a uno el corazón! ¡Pero, que su madre no dijese nada más! ¡Que no volviese a decir «Cariño mío», porque entonces ya no serviría de nada volverse hacia la bañera!

La madre dijo:

—Subo a casa de los Kutas por el árbol.

Susi tiró el agua sucia, limpió el cubo como lo había visto hacer a su madre y lo metió en el rincón.

Se lavó las manos y la cara. Se restregó con la toalla de lienzo áspero hasta enrojecer.

Le gustaban mucho las toallas de lienzo de la madre. Tenían un olor fresco a jabón. En casa de los Pitter aborrecía el lavarse las manos y la cara. Allí tenían toallas de felpa en el cuarto de baño. Todas olían mal.

La madre bajó con el árbol atado y lo apoyó en la puerta. Susi se puso a su lado para medirse. Eran casi iguales.

Quitaron la cuerda. Las pinochas les pincharon los brazos. La madre sacudió el árbol que se estiró como si despertara de un largo sueño y quisiera mover los brazos entumecidos.

—Costó treinta florines —dijo la madre—. Pero es un árbol muy bonito y los vale.

Susi preguntó de repente:

—¿Tú, cuánto tiempo tienes que coser para ganar treinta florines?

La madre empezó a pensar:

—Pues, a decir verdad… —pero se interrumpió—. ¡Ven, vamos a adornarlo!

En el cuarto hacía calor. La bonita estufa blanca desprendía mucho calor. Cleofás se encontraba muy satisfecho sobre la cama de Susi. Parecía estar más a gusto allí que sobre la fría estufa.

La madre fue a la cocina para coger del cajón de la máquina de coser un hilo grueso. Se trajo también las tijeras. Las dos se acomodaron en el sofá: la madre cortaba el hilo en trozos iguales y Susi los ataba de uno en uno a los bombones de Navidad.

Después, adornaron el árbol.

Pinochas, trocitos de hilo, los papeles de seda de donde habían sacado los adornos…, todo estaba por el suelo. Susi miró preocupada a su madre: ¿qué diría de este desorden?, pero sólo dijo:

—Ya barreremos al terminar.

El árbol quedó precioso. En la punta, el pico de plata. Estaba un poco inclinado, pero resultaba más bonito así. Extendiendo sus ramas adornadas y con su cabeza un poco inclinada, parecía alguien que entrara inesperadamente en la habitación.

Susi no se hartaba de mirarlo. Ya se conocía de memoria cada una de las ramas, no obstante a cada minuto le parecía que lo veía por primera vez.

Pusieron la mesa en el comedor. Nunca comían en el comedor. Sólo en Navidades y, una vez, en el cumpleaños de la madre, cuando tía Elisa y tío Carlos vinieron de visita. La madre cortó en lonchas la carne asada fría y Susi trajo la ensalada.

Cuando fue a la cocina por la ensalada, no había visto aún debajo del árbol esos dos paquetes… Los observaba con el rabillo del ojo. Parecían más pequeños que el cuarto de muñecas…

Mientras la madre se ocupaba del pan, ella colocó, rápidamente, el cubrebandejas. A mediodía lo había envuelto en el papel de seda de la señora Oláh y lo había escondido en la parte de abajo del armario, en la sandalia de verano de la madre.

Encendieron las velitas. Las tres nuevas y las cuatro antiguas. Apagaron la luz y la madre acercó la cerilla ardiendo a cada una de las bengalas.

Todo el árbol echaba chispas y llamas.

Todo desapareció de la habitación: el pez asqueroso, el paisaje nevado, Cleofás, los muebles… Sólo quedaba el enorme resplandor.

Susi cogió a su madre de la mano.

Se quedaron un rato callados. Después, la madre empezó a cantar el: «Ángel del cielo…» Tenía una voz muy fina, muy rara para cantar: como si no cantase ella, sino una extraña.

Hubiera sido mejor quedarse un poco más tiempo calladas…

El regalo de Susi eran unas botas marrones y un libro: «Los muchachos de la calle Pal». Las botas le venían un poco grandes.

Cuando la madre vio el cubrebandejas, dijo:

—¡Qué mañosa es mi hijita! —y le dio muchos besos.

Ya no le importaba el cuarto de muñecas. ¡Su madre estaba tan contenta con el bordado!

Otra vez comió Susi muchísimo en la cena. La madre le quitó la ensalada de delante. Dijo que tendría pesadillas por la noche.

La predicción de la madre no se cumplió. Cuando apagaron la luz y cerró los ojos, aspiró profundamente el olor del abeto y las velitas de Navidad. Entonces, también vio delante de sus ojos el árbol, ardiendo, resplandeciendo, chispeando…

¡Dios mío, qué día tan bonito!

Capítulo 12

SE QUEDARON mucho tiempo en la cama.

Cuando Susi se despertó, estuvo sin moverse durante un buen rato para que su madre no se enterase de que estaba despierta. Podía decirle que fuera a lavarse o algo parecido, y lo que ella quería era contemplar el árbol de Navidad. A decir verdad, aunque entonces también era maravilloso mirarlo, la noche anterior había sido aún más bonito. Parecía que el árbol de Navidad era más auténtico por la noche.

Susi tenía mucho cuidado de no hacer ruido con la cama y pensaba que los árboles de Navidad eran como las personas. La señorita Magdi, por ejemplo, era muy mona por las mañanas, bien vestida, con la cara limpia y con el pelo bien peinado o hacia atrás. ¡Pero por la noche! Una vez, venía con su madre del trabajo y se la encontró de frente. Todavía no llevaba abrigo y la señorita Magdi se había puesto un vestido escotado, de un tejido mezclado con hilos brillantes. Susi al principio no la reconoció. Se le caía de hombros como si estuviera colgado de una percha. ¡Y el pelo! Rizado con caracoles y ondas… Susi la miraba asustada. No le gustaba la señorita Magdi de por la noche. ¡De día era mucho mejor! Al parecer, a la señorita Magdi le pasaba justo lo contrario que al árbol de Navidad.

Un poco después se movió y le dijo a su madre que estaba en el sofá cama:

—¿Puedo cambiarme a tu cama?

—Me levanto enseguida —contestó ella.

—¿Por qué? —preguntó Susi.

La madre lo reconsideró y, después de un rato, dijo:

—Bueno, ¡ven!

Susi cogió su pequeña almohada y se pasó al sofá. Todavía no había terminado de colocarse, cuando la madre dijo:

—Pero no para mucho tiempo, ¿eh? Tenemos que levantarnos enseguida.

—¿Por qué? —preguntó Susi.

—Hay que recoger la casa, encender la estufa, guisar…

—Bueno, pero ¿podríamos esperar un poquito?

—Un poquito…

La madre cerró los ojos, pero Susi le sacudió el hombro:

—Tienes visita. Atiéndela —dijo apretando su cara contra la de su madre.

—¿Qué debo hacer con mi visita?

—Charlar con ella.

—¿Sobre qué?

Susi se quedó pensativa. En verdad, ¿de qué podría hablar con su madre?

—¿Quieres a la doctora? —preguntó después.

—Claro, ¡es una mujer tan buena!

—Yo digo que es malvada. Madrastra malvada.

La madre se echó a reír:

—¡No me digas! Y ¿de quién es madrastra?

—De su madre.

—Nadie puede ser la madrastra de su madre. Una mujer sólo puede ser madrastra de niños que no son suyos, sino de su marido. ¿Comprendes? —preguntó la madre.

Susi negó con la cabeza.

—No. Cualquiera puede ser la madrastra de otro si lo trata mal.

La madre se sentó en la cama. Ya no se reía.

—Pero ¿por qué piensas que trata mal a la abuela? ¡Si para Navidades me encargó hacerle una bata de glasé que cuesta a setenta y dos florines el metro!

—No se preocupa por ella.

—No digas tonterías. Esa bata le costó por lo menos cuatrocientos florines.

—Pero no la quiere.

—¿Por qué no la iba a querer?

Susi trepó hacia arriba para llegar a la altura del hombro de su madre.

—Tú me quieres, ¿verdad? —y se estrechó contra el brazo de su madre.

—Claro que te quiero —la madre abrazó a Susi por los hombros—. No tengo a nadie en el mundo más que a ti.

Susi apretó su nariz contra la cara de su madre.

—¿Verdad que tengo la nariz muy fría?

—Como un cachorro.

—Pero ¿me quieres?

—Te quiero.

La madre le dio para desayunar huevo pasado por agua. A Susi le encantaba, pero no sabía quitarle un trozo de cáscara de arriba. La madre se lo quitó y ella se comió el huevo con la cuchara. Tomó un té con limón, sorbiendo. Así estaba mejor. La madre no dijo nada.

Alguien golpeó la ventana de la cocina. Más que golpear era dar puñetazos. ¡Sólo podía ser Karcsú!

En efecto, era Karcsú.

—¡Buenos días! —dijo inclinándose ante la madre de Susi. A Susi ni la saludó. Sólo le dijo:

—¿Subes? Te enseñaré lo que me han regalado.

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