—¿Dónde lo pongo? —preguntó a la madre.
—En el rincón —señaló.
—No, ¡en el rincón, no! ¡Entre las dos ventanas! —dijo Susi, mezclándose en el asunto.
El técnico, un chico joven con cara de caballo, esperó un rato mientras la madre explicaba a Susi, con paciencia, que quedaría más bonito en el rincón. Pero, después, preguntó con voz baja, pero amenazadora:
—¿Dónde lo pongo, por fin?
—¡En el rincón!
—¡Entre las ventanas!
La madre estaba más sorprendida que enfadada. ¡Su apacible niña!
La niña apacible se dio la vuelta, entró en la cocina, sacó del armario su taza del bambi y la tiro al suelo, con tanta fuerza que los trozos saltaron en todas direcciones. La madre se presentó enseguida en la cocina y le dijo, entre dientes:
—¡Tienes suerte de que no estemos solas!
El televisor, con todo, se quedó en el rincón, y Susi tuvo que recoger las piezas rotas. Hasta debajo de la pequeña silla vieja había un trozo. ¡Justo la oreja del bambi!
El técnico estiró alambres, dio vueltas a botones y de repente, la pantalla opaca empezó a vivir. Crecieron en ella cumbres nevadas, estrechos caminos de montaña y un helicóptero con un piloto de cara muy simpática.
El técnico de cara de caballo puso cara de triunfo.
—¡Mira! —dijo la madre a Susi.
Susi contemplaba, apoyándose en la puerta, cómo el piloto de cara simpática volaba con su aparato sobre los pequeños caminos de montaña. Hubiera llegado a familiarizarse con él si la madre no le hubiera dicho:
—¡Ni te lo mereces!
Susi dejó al piloto de cara simpática y fue a la cocina. Metió la mano en la sopera. Al principio, no pensaba en nada. Después, sacó las llaves. Cogió la silla pequeña para poder alcanzar la parte de arriba del armario, subió y metió las llaves en la cerradura. La madre vio lo que hacía cuando salió a acompañar al técnico. Le dijo:
—¡Pero si no está cerrada!
Después del técnico, la madre también salió por la puerta para llamar a los señores Kutas. Al cabo de unos minutos, ya venían. El señor Kutas agarraba el cuello de una botella.
—¡Para que no se nos seque la garganta! —tronaba.
Susi oía cómo arrastraban las sillas en el cuarto. Después, la madre le gritó:
—¡Trae tres vasos!
Susi se deslizó de la silla pequeña y devolvió las llaves a la sopera. Puso tres vasos sobre una bandeja y los llevó dentro.
El señor Kutas vertía de la botella el vino de un color rojo muy bonito. Mientras tanto, una chica rubia anunciaba en la pantalla que, a continuación proyectarían la película americana titulada: «Él suspiro». Nadie le prestaba atención. Chocaron los vasos. El señor Kutas alzó su vaso hacia Susi, diciendo:
—¡No hay muchas mujeres como tu madre! —Después, dirigiéndose a su madre, preguntó—: ¿Costó seis mil ochocientos? ¡Bonita suma!
—¡Cuántos litros de vino se podrían comprar con eso! ¿Verdad, viejo? —dijo riendo la señora Kutas.
La madre también reía y bebía. El señor Kutas se llenó de nuevo el vaso. Se acomodaban en los asientos, charlaban y se olvidaron totalmente de la existencia de Susi.
Ella se subió al sofá. Sentó sobre sus rodillas a Cleofás, y pensó: «¿Lo ves?» Pero no le dijo nada. Cleofás la comprendía. Su vacía cara de pelota de tenis se llenó de compasión.
Empezó la película. Los mayores quedaron en silencio. Una chica muy esbelta, de boca sinuosa y con vestido anticuado, se encontró con un chico. Pasearon y corretearon, alegrándose mutuamente durante un rato. Pero, de repente, la chica de boca sinuosa empezó a ser muy antipática. Dejó al chico y fue a casa. En casa, se tiró sobre su cama y lloraba desesperadamente, lamentándose: ¿por qué había sido tan antipática con el chico? Verdaderamente: ¿por qué era tan antipática?
Igual que Soki. ¡Qué antipático estuvo el día anterior! Merodeaba en el patio, y Susi lo vio desde la ventana. Se puso de prisa la parte de arriba del chándal y salió con él. Soki le preguntó enseguida:
—¿Quieres papeles de bombones de Navidad?
Susi respondió que ella no los coleccionaba y que sería mejor que los guardase junto con los otros. Servirían para el lavadero.
—Son de color rosa —dijo Soki para animarla.
Susi se encogió de hombros. Con el gesto expresaba que no le interesaban los papeles de los bombones de Navidad. En eso, Soki la empujó contra la pared y gritó:
—¡Tonta! —y subió a todo correr hasta el primero, a casa de Karcsú.
Susi acariciaba el gran botón de nácar de la barriga de Cleofás. Echó una mirada a la chica esbelta de boca sinuosa para ver si seguía berreando sobre la cama. Pero ya no berreaba. Entonces bailaba con otro chico. La mirada de Susi regresó de la chica de boca sinuosa hasta la cabeza de pelota de Cleofás. Empezó de nuevo a decirle sin hablar:
«A ti también te llevaré conmigo al lavadero. Vamos a dormir juntos en la cama de papeles de bombones de Navidad. El tonto de Soki traerá todos sus papeles de bombones y haremos con ellos una cama junto a la pared. Será una cama blanda de plata y de color rosa. De la pared colgarán los tapetes de ganchillo que hizo la abuela de Kati».
Cubrirán toda la pared y también el techo. Y es que les van a gustar tanto a las arañas que seguirán tejiéndolos hasta que no quede ni un palmo vacío.
Y el lavadero estará siempre lleno de niños: estará allí Karcsú, Eta, Kati, Soki… y Julio Ester, y Blas, y toda la clase. Y también la clase de Karcsú, y todos los niños de la calle. Y vamos a alborotar, y vamos a cocinar, y siempre va a haber olor a cebolla frita.
«Y jamás estaremos solos…».
* * *
TENÍA ya muchas ganas de escribir a su padre. Pero Kati tenía razón, debía enviarle a la vez una foto para que pudiese ver en qué niña se había convertido Susi.
¿En qué niña?
En el recreo le pidió a Kati el espejo y se miró detenidamente en él. No tenía el pelo bonito ya que no era rubio y largo como el de Kati, sino liso, negro y corto. Cuando su madre la mandaba a la barbería, le asomaba un poco el lóbulo de la oreja hasta que pasaban dos semanas y, gracias a Dios, ya no se veía. Pero, al cabo de un mes, volvía a verse porque su madre la mandaba otra vez a la barbería.
¡A Susi siempre le entraban escalofríos cuando tenía que ir a la barbería! Cuando era más pequeña, la llevaba la madre porque, ya en el umbral, empezaba a chillar de tal manera que salían de las tiendas vecinas para ver lo que pasaba. Iba al establecimiento que estaba en la casa de Soki. Allí afeitaban y cortaban el pelo sólo a los hombres. No estaría mal ir alguna vez adonde trabajaba la madre de Kati. ¡Allí era todo tan bonito y tan colorido! Y allí, probablemente no le harían daño al cortarle el pelo. Y es que Susi tenía sus razones para odiar al barbero. Cuando chasqueaba alrededor de su cabeza con las tijeras y sacaba la maquinilla para quitarle los pelitos del cuello, ¡era horrible! Primero, tocaba su piel con el hierro frío; después, la máquina le picaba, le pinchaba, le hacía cosquillas, le tiraba… Susi movía la cabeza y el barbero le ponía la enorme y pesada mano sobre ella para que se quedase quieta. ¡Eso era lo que más aborrecía!
Susi seguía mirándose en el espejo. Ahora tenía el pelo bien. Le tapaba las orejas. Tenía que hacerse la foto antes de que la madre la mandase al barbero.
Tenía los ojos marrones y un pequeño lunar negro en la cara, debajo del ojo derecho. Kati, que entendía mucho de esas cosas, había dicho que eso era lo más bonito de ella. Y era verdad, ¡ese lunar era muy gracioso!
¡Sólo que era muy bajita! En la clase estaba en el segundo banco. Por su estatura podría sentarse también en el primero, pero la señorita Magdi ponía en el primer banco a los niños más alborotadores para poder vigilarlos mejor. En la fila de gimnasia, sólo Ibolya Páfrány era más baja que ella, pero Páfrány tenía los pies más grandes. Usaba zapatos del treinta, mientras que los suyos eran del veintinueve.
Fuese cual fuese su aspecto, tenía que hacerse una foto.
Kati prometió que, al salir del colegio, irían al fotógrafo que ella conocía, y cuando Susi dijo que se había olvidado de llevar dinero y que, además sólo tenía los diez florines que le había dado el señor Pitter, que no sabía si serían suficientes, Kati hizo un ademán:
—¡Mira! ¡Cincuenta florines! —sacó un pequeño monedero rojo y se los enseñó—. ¡Sólo mi papá ya me ha dado treinta!
Mientras iban al fotógrafo, Kati no dejaba de hablar. Hablaba de su hermanita y de Vesprem.
—Es muy rica. Siempre se me echaba a los brazos y tenía que contarle cuentos. Por la noche no se dormía si no me acostaba a su lado. Se me abrazaba y se apretaba contra mí. ¿Sabes? Me llegaba justo hasta aquí —y Kati, en medio de la Avenida, mostró cómo abrazaba a su hermanita. Abrazaba el fresco aire de enero, pero Susi enseguida se imaginó a la hermanita apretada contra Kati.
Susi quería entrar rápidamente a la tienda, pero Kati no la dejó.
—Vamos a mirar primero las fotos —dijo, cogiéndola del brazo.
La foto más llamativa del escaparate era la de una chica bailando ballet, estirándose hacia arriba.
—¿Sabes bailar?
—No —confesó Susi. Ni siquiera sabía bailar el twist, a pesar de que eso sí que lo sabía toda la clase, excepto Clara Kiss, que llevaba unas gafas muy gruesas, era gorda y siempre se caía de las espalderas.
En otra foto, otra chica se estaba pintando los labios. Kati dirigió una mirada furtiva a la boca de Susi y siguió contemplando el escaparate. Las fotos de boda no le interesaban, pero le gustó mucho la de una chica en pantalones. Posaba con las manos en los bolsillos y las piernas abiertas, mirando con descaro hacia el rincón izquierdo de la foto.
—¿Tienes pantalones? —preguntó Kati.
—Chándal —contestó Susi sin voz porque sentía que, aunque tuviese unos pantalones tan preciosos como los de la chica de la foto, tampoco podría poner una cara tan descarada.
—Bueno —dijo Kati preocupada—, entonces, entremos ya —y se fue directamente hacia un señor calvo y con bata azul.
—¡Besos! —le saludó en el tono en que se saluda a los antiguos conocidos.
—Buenos días —contestó el fotógrafo fríamente.
—¿Verdad que se acuerda usted de mí? —continuaba Kati—. El año pasado estuve una vez aquí con mi abuela.
—Vienen muchos… —dijo el señor hoscamente.
—Llevaba un lazo de color azul claro en el pelo. Un lazo grande. Y me puse mi vestido de cuadros…
—Es posible… ¿Qué queréis? —preguntó mirando ahora a Susi.
—Mi amiga quiere hacerse una fotografía.
—¿De carné?
—¡No! Nosotras no tenemos abono de tranvía. Vivimos al lado del colegio.
—¿Entonces?
—Una foto normal.
—¿No ha venido vuestra madre?
—No —dijo Kati, negando con la cabeza—. Nuestra madre no tiene que hacerse ninguna fotografía.
El fotógrafo puso cara de perro y después preguntó:
—¿Tenéis dinero?
—¡Claro que tenemos! —contestó Kati con pundonor.
—Es que hay que pagar por adelantado.
Kati sacó el monedero rojo:
—Cincuenta florines —dijo alzándolo.
—Entonces venid —y se encaminó hacia el estudio.
Justamente salían de allí un señor con bigote y una señora con pañuelo en la cabeza. Detrás de ellos, una chica también con bata azul. Kati sonrió a la desconocida de bata azul. Ella le devolvió la sonrisa. Susi también recibió un destello de la misma. Pensó que hubiera sido mucho mejor dirigirse a ella. Al parecer, no siempre era ventajoso lo de tener conocidos…
El fotógrafo casi calvo se dirigió a ellas malhumorado:
—¿Tres fotografías?
—No, gracias; sólo una —dijo entonces Susi.
—Se suelen hacer tres —insistía el otro—. Así se puede elegir la mejor para encargar copias.
—Nosotras no queremos copias —puntualizó Susi. No fuese que la pobre Kati se gastase todo su dinero en esas fotografías.
Kati explicó al fotógrafo con voz lisonjera:
—Es que, ¿sabe usted?, el papá de Susi se ha ido de viaje al extranjero y queremos mandarle una fotografía.
—¿De medio cuerpo o de cuerpo entero?
—De cuerpo entero —dijo Kati—. Para que su papá vea lo mayor que es.
—Mejor de medio cuerpo —protestó Susi. Para que su papá no viese lo pequeña que era.
—¿Usted que opina? —sonrió Kati en la cara del fotógrafo.
—A mí me da igual —contestó éste. Y empezó a colocar las lámparas.
Las dos niñas discutieron el asunto a fondo. Por fin, naturalmente, venció Kati. Se quedaron con la foto de cuerpo entero. Y en buen momento porque el de la bata azul ya preguntaba:
—Bueno. ¿Qué?
El señor hosco miró a Susi de pies a cabeza. La miró como se mira a una mesa o a una silla.
—¡Quítate el abrigo! —ordenó.
Susi se quedó con la bata del colegio.
—Eso también —dijo señalando la bata con un poco de desprecio. Y eso que la bata del colegio estaba limpísima. Recién lavada, planchada y con el cuello blanco almidonado. Su madre la había hecho durante las vacaciones.
Debajo de la bata llevaba la falda a cuadros y el jersey rojo. El arisco señor la examinó de nuevo. Probablemente quedó satisfecho porque dejó allí a Susi. Acercó una mampara blanca de la pared, encendió los focos e invitó a Susi a colocarse delante de la mampara blanca. Un poco inclinado, con una postura incómoda, dirigía a Susi desde detrás de la máquina.
—Pon la pierna derecha más cerca de la izquierda. ¡No tanto! Así, ahora está bien. No pongas las manos tan rígidas.
Susi pensaba que el fotógrafo le estaba quitando, uno por uno, todos los miembros de su cuerpo. Sus piernas se convirtieron en cosas extrañas; ya no le pertenecían, sólo había que cuidar que entre sus zapatos hubiese una distancia de diez centímetros.
También la despojó de su cuello, al decirle que lo estirase un poco hacia delante. Después le tocó el turno a la cabeza; el fotógrafo salió de detrás de su máquina para retorcerla personalmente. La movió como si fuese un objeto. Dejó la boca para el final-tenía que mojársela con saliva.
Pulsó el dispositivo. Susi aún se quedó allí medio minuto más rígida. Después, recogió sus miembros y se alejó de la mampara. Mientras se ponía el uniforme, y el abrigo, Kati le dijo con expresión insatisfecha:
—¡Lástima que no sepas bailar!
Pagaron veinticuatro florines y recibieron un resguardo para recoger la foto el lunes siguiente.