A por el oro (16 page)

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Authors: Chris Cleave

Tags: #Relato

BOOK: A por el oro
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Cerró los párpados con fuerza y dejó que toda la furia contenida asomara a la superficie. Ahí afloraba la profunda rabia que sentía contra ella misma. Empezó a crecer en su interior, cada vez más deprisa, hasta que supo que o se montaba en la bicicleta inmediatamente y transformaba aquella ira en movimiento, o surgiría de su garganta en forma de un grito que daría lugar a que la apartaran del grupo.

—Vamos —musitó con los ojos cerrados—. Vamos, vamos, vamos…

Dejó que la condujeran hasta la línea de salida. Alguien llevó su bicicleta hasta allí. Su cuerpo temblaba por la descarga de adrenalina. Estaba sola en su línea de salida. Los demás integrantes del programa deseaban que ganara Jack y se encontraban reunidos junto a él en la línea de salida, en el extremo opuesto de la pista. A Zoe no le importaba. Pero no había nadie para sujetar su bicicleta mientras daban la salida. Tom pidió un voluntario, pero nadie se ofreció. Al final, el propio Tom se acercó para sostenerle la máquina.

Tocó su brazo, pero ella se lo sacudió de encima.

—Escucha, Zoe —dijo con calma el entrenador—. Vamos a plantear unas expectativas razonables. Intenta que no te alcance en las diez primeras vueltas. Si consigues aguantar hasta las cuatro últimas, tú y yo lo consideraremos una victoria, ¿vale?

—Va… le —consiguió articular.

Tom gritó que se prepararan para la cuenta atrás, y las chicas se emocionaron al otro lado de la pista y comenzaron a gritar: «¡Duro, Jack!», «¡Patéale el culo, Jack!». Eran todo muslos y rostros relucientes. Zoe observó al otro lado del velódromo y vio que su rival la estaba mirando, burlón.

Apartó la mirada. Tom empezó a desgranar la cuenta atrás.

Diez segundos para la salida. Zoe miró fijamente la línea que tenía por delante de su rueda en la pista. Una delgada franja negra que te traía de regreso al mismo punto. Inspiró hondo, tomando oxígeno para su sangre, concentrándose. Contempló la línea curva negra que hacía que la gravedad orbitase alrededor del eje de su furia, concitó a todos sus demonios y los juntó en un punto caliente de energía infinita en el centro de su ser. Se estremeció ante su fuerza. Lo mantuvo al límite del control mientras la cuenta atrás finalizaba. La ira absoluta de su energía podría matarla si tuviera que contenerla durante unos pocos segundos más. Luchó por retenerla. La velocidad pugnaba desesperada por nacer. Durante los tres últimos e imposibles segundos la aguantó, centrándose entre la carrera y el mundo real, bajo las órdenes del juez de salida. Sus labios se movían: rezaba para que sonara el silbato.

Sintió que el pitido recorría su columna vertebral. El sonido se conectaba directamente con la vida que había concentrado en un vengativo punto incandescente. El silbato puso esa vida en movimiento. Antes de que su cerebro hubiera oído el disparo, ya pedaleaba. Solo recuperó la conciencia cuando ya llevaba recorridos veinte metros de pista. Tuvo entonces el primer y último pensamiento bien elaborado: «Oh, fíjate, estoy corriendo».

La técnica se apoderaba de ella. Todo el entrenamiento que había codificado en su cuerpo comenzaba a hacerse con el control. Al entrar en la primera curva cerrada, se sentó en el sillín. Quitó las manos de las palancas de frenos, apoyó los codos en el manillar y adoptó una postura aerodinámica. En su cerebro se arremolinaban frases al buen tuntún. Frases como: «Joder, joder, joder, voy a perder», «Zapatillas, necesito un nuevo par de zapatillas». Tarareaba: «
Her name is Rio and she dances on the sand»
[4]
. En ese momento su corazón iba a ciento cuarenta pulsaciones por minuto y su proceso digestivo se detenía para ahorrar energía. La ira se transformaba en calor muscular, y este, en velocidad. Su cerebro decía: «Indio, estaño, antimonio, telurio». Su cerebro decía: «He visto cosas que vosotros no creeríais». Cuando llegó a la segunda curva seguía en línea ascendente, cogiendo su ritmo, y su corazón ya latía a ciento cincuenta, su mente estaba adormecida y los bordes de su visión comenzaban a difuminarse. Se debía a que su cuerpo cortaba el suministro de sangre a los sistemas prescindibles. Su cerebro soltó una última perorata y luego se apagó, sumiéndose en el silencio: «Gran bosque de Burnham. ¡Fuera! ¡Fuera!» Su ritmo cardíaco llegó a ciento setenta. Unos gemidos involuntarios escaparon de su cuerpo. En la sexta vuelta, su corazón iba a ciento noventa. No podía pensar, ni siquiera recordar su nombre, y casi estaba ciega. Entonces, sucedió algo sorprendente.

Una paz muy lenta la fue invadiendo. Todos los amargos julios de rabia se habían convertido en velocidad. Estaba vacía. No sentía ningún dolor. El aire silbaba en sus oídos. Escuchaba atentamente. Esa música silenciosa era lo único que existía. Era el sonido del universo que se mostraba clemente. Finalmente, no era nadie.

Esos eran los momentos.

Pero, de repente, las cosas empezaron a ir mal. Con lentitud, primero como un susurro y luego como un rugido inconfundible, oyó las ruedas de Jack a su espalda, y el sonido irregular de su respiración. A ocho vueltas de la meta, la estaba alcanzando. Zoe iba a su máximo, y él también. Sencillamente, él era más rápido. No se podía luchar contra eso.

Que otro ser humano te persiga es algo muy íntimo. Nunca antes la habían alcanzado. Podía oír cada jadeo que brotaba de los pulmones de Jack. Escuchaba el temblor en su respiración cada vez que llegaba al tope de su ritmo de pedalada. Oía el susurro del flujo de aire a su alrededor y cómo cambiaba de tono cuando él se apoyaba con más fuerza en el manillar de su máquina. Su visión se reducía ahora a un único túnel verde y brillante envuelto en una bruma negra, como si estuviera corriendo con un faro tintado. Dentro de los límites de la carrera, lejos de la oscuridad, solo estaban su respiración y la de Jack, acercándose. En algún punto ahí fuera, otros seres humanos coreaban el nombre de Jack. La oscuridad se llenó de alucinaciones. Vio pasar altos troncos de hayas. Vio sombras verdes y moteadas y una carretera asfaltada con una curva a izquierdas por delante. Escuchó las risas de un niño entre el ruido del rebufo del aire, y pedaleó más fuerte, esperando que su corazón reventara y así no tener que oír más.

Entonces, Jack le dijo algo. No tenía que gritar, porque estaba ya demasiado cerca. Dijo: «Lo siento, Zoe».

Lo sentía… Ella sabía que era el único tipo de disculpa que significaba algo. Con los dos a doscientas pulsaciones por minuto, mientras la paz del agotamiento se adueñaba de ella, comprendió el esfuerzo que le habría supuesto a Jack pronunciar la frase. Era consciente de cuánto le habría costado.

Simplemente, podría haberlo aceptado. Podría haber relajado el ritmo, estirado la musculatura de las piernas durante un par de vueltas lentas y haberlo dejado estar. Quería hacerlo. Pero una especie de rabia ciega, cifrada por los años y automatizada en sus miembros, la mantuvo forzando el ritmo hasta el punto de desvanecerse. Lo entregó todo. Estaba perdiendo la conciencia. Su manillar dio un bandazo y luego, un giro.

Hubo un golpe.

Al principio no supo quién se había caído, si ella o Jack.

Su visión comenzó a brillar. Los colores regresaron. Seguía sobre la bici, pedaleando.

Más tarde, cuando Tom le explicó lo sucedido, le dijo que nunca antes había visto a alguien darse un golpe tan fuerte contra las barreras interiores. Por lo visto, Jack hizo la tijera con su rueda trasera. El médico de guardia le echó un vistazo y lo dejó inconsciente con una inyección allí mismo, en la pista. Le colocaron un corsé para trasladarlo.

Más adelante hubo una investigación y preguntaron a Zoe por qué no había parado de correr. Les dijo que debía de estar en estado de shock. En realidad, no quería que nadie viera su rostro. No quería quitarse el casco, porque el visor ocultaba sus ojos, y necesitaba recuperar la compostura. De poder haber seguido pedaleando a toda pastilla, hasta el infinito, lo habría hecho. En lugar de eso, dio veinte vueltas lentas intentando no mirar a Jack, que permanecía tumbado inconsciente. Cuando al fin se lo llevaron, bajó hasta el centro del velódromo para enfriar dando pedales en las bicicletas estáticas que había allí.

Su objetivo era reducir su ritmo cardíaco de ciento sesenta a ochenta en lapsos de diez pulsaciones por minuto, empleando dos minutos en cada salto. Cuando iba por ciento cuarenta, algunas de las chicas se acercaron y la miraron de reojo. Se limitó a encogerse de hombros. No había hecho sino competir duro. Entonces se acercó Kate, llorosa y temblando.

—Perdona, Zoe, pero has podido matarlo.

Ya había bajado a ciento treinta pulsaciones por minuto.

—Yo solo he seguido mi línea, nada más.

—No, te cruzaste delante de él. Ha tenido que dar un bandazo para no chocar contigo. No le quedaba otra opción.

—No tenía intención de chocar con Jack. Solo estaba intentando no perder.

Kate la miró fijamente, y luego gimió; fue un solo gemido, agudo y amargo.

—¡Vamos, Zoe! Solo era una maldita carrera de bicicletas.

Zoe no podía mirarla a los ojos. El cortante filo de la amargura se abrió camino de regreso a ella, expulsando la paz que le proporcionase la carrera. Se resistió, pero volvía la confusión. Bajó la mirada y meneó la cabeza lentamente.

—Lo sé. Lo siento, no sé lo que me pasa.

Kate la contempló durante un buen rato, y luego se acercó y le tocó el brazo.

—Igual deberías hablar con alguien. ¿Sabes? Con un especialista.

—Sí.

—¿Tienes a alguien que te acompañe?

—Sí, claro que sí. Por supuesto.

Kate le apretó el brazo.

—¿Quién?

Zoe miró el monitor de su ritmo cardíaco.

—Un montón de gente.

—Nadie, ¿verdad?

No lo reconozcas, fue lo primero que pensó Zoe. No muestres más debilidad. Vas a estar años compitiendo con esta tía. No le des ni un centímetro. Invéntate una familia. Invéntate un novio. Invéntate un pekinés, pero no le confieses que estás sola.

—Mira, Kate —murmuró por último—, eres una persona mucho más agradable que yo. Dejémoslo así.

—Por favor… Solo intento decir que podemos ir juntas a ver a alguien, si quieres. Mira, vamos a estar compitiendo mucho tiempo, ¿no? Entonces, preferiría que fuéramos amigas.

Trece años más tarde, en su apartamento del piso cuarenta y seis, Zoe se esforzaba en controlar el temblor de sus manos mientras se preparaba su tercer café doble.

«Deberías hablar con alguien.» Eso decían todos cuando se preocupaban por ti.

La gente feliz creía en un «alguien». Esa era la diferencia entre ella y Kate, precisamente esa. Esperando compañía, la gente como Kate caminaba siempre dejando un cuidadoso espacio a su lado. Incluso en sus peores momentos, eran capaces de imaginarse la posibilidad de alguien. Un alguien mágico que volvería a recomponerlos a base de palabras. Ese alguien tendría que saber escuchar, y tendría que comprenderte muy bien, y tú no tendrías que haberlo matado a los diez años.

Zoe sorbió el café, enjuagó la taza y fue al baño a darse la segunda ducha de la mañana. Dejó que el agua se llevara el recuerdo del médico residente y de su agente, y el recuerdo del choque con Jack. Cuando todo hubo desaparecido y se encontró sola de nuevo, lloró. Sin ruido. Parecía algo mecánico: las lágrimas se desbordaban debido a un simple aumento de presión. Era casi silencioso, solo lágrimas mezclándose con el agua de la ducha. Salió todo. Para sofocar el dolor que sentía en su cuerpo, practicó el discurso que pronunciaría en Londres tras ganar la medalla de oro: «Ya sabéis, estoy muy contenta de haber dado hoy lo mejor de mí misma para no defraudar a mis compañeros del equipo. Debo decir que ha sido impresionante los ánimos que me han dado todos, y también los fans. Ha sido genial ver todas esas banderas británicas. Gracias, chicos».

203 de Barrington Street, Clayton, Manchester Este

Jack cogió a Sophie en brazos para llevarla al piso de abajo, asiéndola con cuidado para no aplastar su catéter. Ya en la puerta del cuarto, se detuvo.

—¿Estás segura de que no puedo convencerte para que te vistas, chiquitina?

Sophie sonrió y le dio una patadita.

—¡No!

—Entonces, ¿te vas a pasar toda la vida con ese pijama?

Jack sintió, aunque no pudo verlo, el gesto de consentimiento de Sophie contra su hombro.

—¿En pijama? ¿En serio? ¿Incluso cuando vuelvas al colegio? ¿También el día de tu boda?

Sophie asintió de nuevo.

—¿Incluso cuando subas al podio de los Juegos Olímpicos para escuchar el Dios salve a la Reina?

—No voy a ser deportista, acuérdate. Seré una Jedi.

—Ay, lo había olvidado. Lo siento.

—Más lo vas a sentir.

—¿Eso es una amenaza?

—Es una promesa.

Jack se rio y luego hizo una mueca de dolor cuando la pequeña le golpeó en el parietal.

—¡Eh! —exclamó—. Pensaba que eras una pobre niñita.

Le dio un apretón, lo justo para hacerla retorcerse de risa, pero no tan fuerte como para provocar que sus glóbulos blancos siguieran con su comportamiento poco correcto. Uno aprendía hasta dónde podía apretar.

Llevó a Sophie abajo y la sentó en la mesa de la cocina. Kate ya estaba allí, y preparaba un té en la gran tetera de cristal marrón. Lo revolvió, lo llevó a la mesa y lo tapó con cuidado con el cubreteteras de la Union Jack. El vapor salía por el pitón y formaba suaves volutas en el tejido de la luz de abril. Kate llevaba un
culotte
y una camiseta blanca que se le subió por encima del trasero cuando se inclinó para verter la infusión. Jack se rio.

—¿Qué pasa?

—Eres la mujer viva más sexy que todavía usa un cubreteteras.

Kate le pegó en las manos.

—Malditos escoceses… Nunca os cansáis.

—Solo porque vosotros sois fáciles de invadir.

—¡Para! —bufó, y se revolvió intentando soltarse de su abrazo.

Jack la besó en el cuello, la soltó y guiñó el ojo a su hija. Kate fue a la habitación contigua a doblar ropa y Jack enchufó su teléfono a la cadena de música. Sonaron los Proclaimers tocando 500 miles, porque era la canción preferida de Sophie y porque, ¿qué otra forma había de empezar un día como aquel, con horas de duro entrenamiento por delante y ese puro sol naciente de la tonalidad de las promesas infantiles?

Sophie comenzó a cantar la letra. A Jack le encantaba que a la niña le gustasen los Proclaimers, esos fieros hombrecitos de Leith con sus vaqueros baratos, sus mejores camisas de domingo metidas por dentro del pantalón, sus horribles gafas y sus espantosos peinados. Si aún tocaban en concierto, igual llevaba a Sophie a verlos algún día, cuando estuviese mejor, para que pudiera verlos en directo. El uno con la guitarra acústica y el otro a pelo, berreando esa canción como si estuvieran disparando balas de metal a las entrañas del mismísimo diablo. Sonó el estribillo y Jack cogió a Sophie y empezó a dar vueltas por la cocina con ella.

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