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Authors: Chris Cleave

Tags: #Relato

A por el oro (23 page)

BOOK: A por el oro
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La miró fijamente.

—¿Qué pasa? —inquirió Zoe de nuevo—. Solo digo que ese fue el motivo por el que vine en primer lugar. Pero me quedé porque me gustas, así que no te estreses tanto. Pero amar es… ya sabes. No te ofendas, pero para mí es un poco rápido. Me gustas, en serio, pero amar…

Jack se frotó los ojos.

—¿Estás aquí para desmoralizar a Kate?

Ella meneó la cabeza.

—¿La morfina te está alelando, o qué? Sí, vine para desmoralizarla. Me quedé por ti.

Jack se pasó las manos por el pelo.

—¿Cuándo pensabas contármelo?

Ella se rio nerviosa y dijo:

—Oh, pensaba que lo habías pillado.

—No, pues claro que no lo he… pillado. Mi cabeza no funciona así, Zoe. Nadie es tan retorcido.

Zoe luchó por mantener la sonrisa.

—Lo siento. Pienso demasiado en la competición, seguramente. A ver, si eso…

Jack tenía que esforzarse para que su voz siguiera siendo un susurro y no llegara a las camas vecinas.

—Eso es una puta mierda, ¡eso es lo que es!

Zoe se controló también para no alzar la voz.

—Lo que es una puta mierda es que le digas a alguien que lo amas cuando ni lo conoces. Yo hago lo que quiero, ¿vale?

—Oh, muy bien. Entonces, ¿cuánto tiempo piensas quedarte conmigo? ¿Hasta que estés segura de que Kate no va a volver?

La chica bajó la mirada al suelo, entristecida.

—No seas cabrón, Jack.

Se miraron en silencio. Lentamente, Jack dejó que su cabeza se hundiera en la almohada.

Zoe cogió su mano y él dejó que lo hiciera sin corresponder a su presión.

—Me gustas —insistió ella—; me gustas más de lo que pensé en un principio. Quiero creer de verdad en que podemos estar juntos.

Él suspiró.

—Bueno, tú también me gustas.

—Me hizo gracia conocer a tus padres, ¿sabes? Ver de dónde vienes.

Jack la miró con dureza.

—¿Los has conocido?

—Cuando vinieron a visitarte. ¿No te acuerdas?

Negó con la cabeza.

—¿Mi padre intentó ligar contigo?

—Estaba cabreado conmigo por haber sido la causante de tu caída. Me agarró por los brazos y me zarandeó.

Jack soltó un gruñido.

—No pasó nada —aclaró Zoe con una sonrisa—. A ver, en cuanto notó mi masa muscular, esperó el momento idóneo para parar.

—Lo siento.

—No, no; oye, me cayó bien. Me gustaron los dos. Forman una unidad.

—Querrás decir que
Ma
repite todo lo que dice Pa.

Ella le apretó la mano.

—Acabarás por casarte con alguien así.

—No.

—Sí lo harás. Te casarás con una santa que se dedique a recoger lo que tú vayas dejando tirado.

—No quiero acabar como mis padres —murmuró Jack, meneando la cabeza.

—Todo el mundo dice lo mismo.

—¿Y tú no?

Zoe miró otra vez al suelo.

—Nunca tuve familia. Mi padre se marchó de casa, y mamá se suicidó cuando yo tenía doce años. Estuve en una familia de acogida. —Alzó los ojos y vio que Jack la miraba fijamente—. ¿Qué? Son cosas que pasan. ¿Algún problema?

Jack levantó las manos.

—No, ninguno.

—No, venga, ¿qué pasa?

—Es que lo que acabas de contar impresiona bastante, eso es todo.

—¿Te impresiona…? —dijo Zoe, mirándolo con fijeza.

—Sí, a ver… —se excusó, extendiendo los brazos.

Ella se rio, y Jack pudo ver de nuevo un destello amargo en sus ojos.

—Acabas de decirme que me amas. Perdona por impresionarte…

Echó la silla hacia atrás y se levantó. Jack alargó el brazo para asirla de la muñeca, pero ella soltó su mano.

—¿Te vas?

Se le escapaba una lágrima y se la secó.

—No puedo quedarme.

Jack la vio alejarse, y cada paso que daba por la sala dejaba un dolor que sabía que habría de mitigar con morfina.

Al día siguiente, cuando comenzaron las horas de visita, permaneció con la mirada clavada en las puertas al fondo de la sala. Luego, aguardó a diario, pero Zoe nunca volvió a acudir al hospital.

Un par de semanas después, cuando todavía seguía medio atontado por los analgésicos, los médicos le dieron el alta y lo derivaron a un programa de fisioterapia intensiva. Se sentó en una silla de ruedas del NHS en la recepción del hospital y sacó su teléfono para llamar a sus padres y que pasaran a recogerlo. Se detuvo a mirar un concurso que daban en el televisor que había en una repisa sobre el mostrador de recepción.

Lo pensó mejor y marcó otro número. Ella contestó, sin aliento.

—¿Diga?

Parecía que hubiera estado corriendo.

—Soy yo.

Hubo un largo silencio.

—Había borrado tu número.

—Yo hubiera hecho lo mismo.

—Claro.

—Te hice daño.

—No pasa nada. Mira, estoy corriendo, así que…

—Kate, por favor, quiero darte una explicación. Estaba bajo los efectos del golpe. No me acordé de ti hasta más tarde.

—Pero sí te acordaste de Zoe.

—Al principio, tampoco. Y luego, ella no dejó que me olvidase.

Otra larga pausa. De fondo, se oía el ruido del tráfico.

—¿Estás bien? —le preguntó Kate.

—No lo sé. Hasta hace poco era el ciclista más rápido de la galaxia, y ahora estoy en una silla de ruedas con… espera, que miro en los bolsillos… nueve libras con cuarenta peniques, una llave Allen de cuatro milímetros y tres paracetamoles. Me tendrán que operar otra vez la pierna. Tengo fisuras en las vértebras. El médico piensa que solo hay un cincuenta por ciento de posibilidades de que pueda volver a correr.

—Mierda. Lo siento.

—No te preocupes. He ganado apuestas como esa sin despeinarme.

Kate se rio.

—¿Te han dicho los médicos si se puede hacer algo con tu ego?

—No, me temo que es algo secundario. Eso es imposible de operar.

—Tú sí que eres imposible.

Jack sonrió.

—Y tú, ¿estás bien?

—Me pasé una semana odiándome a mí misma —confesó tras un suspiro—; luego, otra semana odiando a Zoe, y por fin, una más odiándote a ti. Ahora me toca a mí otra vez.

—Parece que he llamado en el momento adecuado.

—Déjalo. ¿Sigues viéndola?

—No.

—¿Ha pasado algo entre vosotros?

—Nada bueno.

—¿Por eso te has decidido a llamarme?

—Bueno, eres la única inglesa que conozco que no ha intentado matarme.

Kate volvió a reírse.

—¿Y qué te hace pensar que no lo intentaré?

—Me equivoqué. Me dejé engañar, y lo siento. Solo llamaba para decírtelo. Y para desearte suerte y aconsejarte que tengas cuidado con Zoe. Es buena chica, pero puede hacer cosas muy poco recomendables con tal de ganar.

—Gracias —le contestó Kate tras una pausa.

—Genial. Bueno, nos vemos, ¿de acuerdo? Supongo que te veré en las pistas.

—Sí. Ponte bueno, ¿vale? Y gracias. Gracias por llamar.

Kate colgó y él se quedó sentado en la silla de ruedas en la recepción del hospital. Agarró las llantas cromadas de las ruedas, aplicó algo de fuerza y se preguntó cómo sería competir en uno de esos cacharros. Seguro que no estaba mal. Te entraban ganas de hacerte con una de esas sillas chulas, con posición aerodinámica y un par de ruedecillas por delante como los coches de Fórmula 1. Luego, podrías hacerla pedazos. Retuvo la imagen en la memoria demasiado tiempo, y el subidón de morfina empezó a desvanecerse. Contempló su teléfono, pensando en la voz de Kate, y una tristeza vacía inundó su pecho. Su pierna fracturada palpitaba, apoyada en el reposapiés de la silla.

Por primera vez en su vida, se sintió vulnerable. Se hundió en la ajada tapicería de escay de la silla, y sus ojos intentaron enfocar la imagen de la televisión. Un par de concursantes se afanaban en adivinar los precios de distintos productos. Los observó e intentó aprender, por si sus lesiones acabaran con su carrera deportiva.

Su teléfono sonó.

—Oye —dijo Kate—, ¿dónde estás?

—Estoy en el hospital. Armándome de valor para llamar a mis viejos y pedirles que vengan a buscarme.

Tras una breve pausa, ella añadió:

—No te muevas de ahí.

Algo menos de dos horas más tarde, apareció en la recepción, todavía con la ropa de deporte.

—Soy una idiota por venir —dijo, sonriendo con timidez—. Me he detenido dos veces en la M6 y estuve a punto de dar la vuelta.

—Estás genial.

La chica se encogió de hombros.

—Pues tú estás hecho una pena…

No hablaron mucho. Escucharon Radio 2 en la autopista hacia el norte en el viejo Golf que le había prestado una amiga. Al pasar por Preston salió el sol, y en la radio sonó el grupo
The The
con la canción
Uncertain Smile
. Jack alargó el brazo y puso la mano sobre la rodilla de Kate. Esta la cogió sin ningún dramatismo y se la devolvió con cuidado, sin apartar los ojos de la carretera. Le gustaba cómo conducía, muy cerca del volante, con las manos juntas en su parte superior, frunciendo el ceño mientras miraba por el parabrisas como si estuviera navegando por encima de algo más complicado que una cinta de asfalto llana y recta con los carriles bien señalados, poblada por coches que guardaban unas distancias equidistantes de seguridad y circulaban a velocidades que prácticamente eran la misma que la suya.

Más adelante se enteró de que Kate tenía un problema visual, pero no quería que la viese con gafas.

En aquel momento, Jack comentó:

—Conduces como una abuelita.

De nuevo la respuesta, tras una ligerísima pausa:

—Una abuelita no te dejaría subir en su coche.

Cuando pararon a tomar café en una estación de servicio, Kate tuvo que sacar la silla de ruedas del maletero y montarla. Jack se dirigió al servicio adaptado y situó la silla en paralelo junto al alto retrete de porcelana, girándose para ponerse en posición. Luego, se bajó los pantalones y se aupó. Orinó sentado, agarrado a las barreras de seguridad cromadas para mantener el equilibrio e intentando no pensar en todos los culos purulentos que se habrían posado encima de donde estaba ahora el suyo. Cuando regresó al aparcamiento, una rueda de la silla pisó un excremento de perro y se la restregó por la mano derecha. Ya en el coche, se sentó a limpiarse con una toallita que le dio Kate, mientras ella le explicaba que no podía prometerle nada. Fue un largo discurso. Tuvo la impresión de que lo había estado practicando por el carril central de la autopista durante todo el trayecto hasta el hospital.

Su piso solo tenía una pequeña habitación que daba a las aguas marrones de la bahía, y disponía de un sofá cama. Como él era el afectado por una lesión espinal, durmió en la cama y ella en un colchón inflable que dispuso en el suelo. Durante el día, Kate se iba al gimnasio, mientras Jack hacía sus ejercicios de fisioterapia y se leía las revistas de ciclismo que había en la casa. No tenía tele. Por las tardes, su anfitriona entrenaba con la bicicleta de carretera y volvía a casa tarde. Él cocinaba pasta, aupándose en la silla de ruedas para usar el fregadero y la cocina.

Un par de veces por semana, Kate lo llevaba a su cita con el fisio en Manchester, y cada mañana le sostenía la cabeza y el cuello mientras hacía sus ejercicios abdominales en el suelo. La primera vez que fue capaz de levantarse de la silla y mantener el equilibrio sin ayuda, ella estaba allí para presenciarlo, y también estuvo para cogerlo de la mano y ayudarle a sentarse de nuevo cuando el dolor de espalda se hizo insoportable.

Aquella época estuvo repleta de destellos de avance seguidos de recaídas. Al segundo mes, un día decidió ir andando desde el piso a la tienda de la esquina, y luego se tuvo que pasar dos días enteros tumbado en la cama con espasmos dorsales. La segunda noche con dolores, Kate se metió en su cama y, aunque todavía no lo besaba, durmió abrazada a él y con el rostro pegado a su cuello. A la mañana siguiente, sin embargo, no comentaron nada y comenzaron el día igual que los demás, cuidándose de desviar la mirada cuando el otro se vestía.

Fue surgiendo la felicidad entre ambos. Consideraron normal que, el primer día que fue capaz de andar un trecho largo, Jack se acercara hasta el gimnasio donde ella se ejercitaba. A ambos les pareció natural que lo besara en el coche, ya de regreso al piso. Compartieron la cama, y el colchón inflable acabó apoyado contra la pared. Aquella primera noche les pareció en exceso dramático, o en exceso definitivo, quitarle el tapón. Al día siguiente, ella volvió tarde, y Jack se aburrió en casa, mirando de reojo al colchón, pero deshincharlo de forma unilateral podía resultar atrevido. El tercer día, mientras el convaleciente estaba fuera dando una vuelta a la manzana, Kate llegó a poner las manos sobre el tapón. Lo que estaba sucediendo entre ella y Jack era demasiado bonito para no ser cierto. No quería gafarlo. Al finalizar aquella semana, ya habían dejado de preocuparse por el colchón. Además, su parte superior resultaba útil para colgar la ropa de entrenamiento cuando la sacaba de la lavadora. Estuvo un mes apoyado en la pared, perdiendo aire lentamente a medida que el vínculo entre ambos se hacía más fuerte, hasta que estuvo tan flácido que ya no servía ni de tendedero. Entonces, Kate se ocupó de él con pragmatismo, una vez olvidadas sus cualidades talismánicas. Lo echó en el suelo, quitó el tapón y arrolló el cuerpo de látex para expulsar el aire restante. La habitación que Jack y ella ahora compartían sin problemas se llenó del aire incierto que había soplado en el colchón la noche en que él llegó.

La primera vez que Zoe llamó a Jack fue al cabo de cuatro meses, cuando Kate estaba disputando los Campeonatos Nacionales y él se encontraba dando uno de los largos, lentos y dolorosos paseos que marcaron el comienzo de su rehabilitación sobre la bici. Se lo tomaba con calma, sin forzar demasiado. Su móvil sonó cuando estaba en mitad de una larga cuesta en el valle de Duddon, y agradeció tener una excusa para echar pie a tierra y ver quién era.

Cuando vio el número de Zoe, su dedo se detuvo vacilante sobre el botón verde. Era un día luminoso con una fresca brisa, y a lo lejos, unas nubes soltaban columnas de lluvia. En el ambiente olía a ovejas y helechos mojados. Se hallaba en un lugar hermoso. Se sentía contento de estar de nuevo sobre el sillín y disfrutando del paisaje. Podía haber ignorado la llamada sin dificultad. En todo caso, lo sucedido con Zoe parecía muy lejano en el tiempo y la distancia. No le haría daño hablar un poco.

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