Kate estaba que se subía por las paredes del apartamento. Una tarde, tras dos semanas de descanso, se rindió. Se puso el impermeable, salió con su bicicleta de entrenamiento en pleno temporal y se dirigió a las colinas del Distrito de los Picos. Con cada pedalada que daba se sentía mejor. La lluvia le azotaba el rostro y abría la boca para gozar de su sabor agreste. Pasó por Glossop y subió el Paso de la Serpiente, con sus rampas largas y empinadas, mientras las ráfagas de viento le azotaban la cara, y saboreó el ardor de sus piernas. La carretera mojada ascendía entre los páramos musgosos y los pinos bajos. Se conocía cada curva de memoria. Aquel era el único gran ascenso en el típico circuito que recorrían todos los ciclistas una vez por semana en su entrenamiento: salir de Manchester, un paseo por los Picos, y de regreso a casa. Se ajustó al ritmo de la subida, se puso en pie sobre la bici cuando la carretera se empinaba, para volver a sentarse en el sillín cuando la pendiente se suavizaba un poco.
Avistó la cima del paso a doscientos metros, y se fijó en que otro ciclista coronaba desde la vertiente opuesta. En lo alto, sin la protección de las laderas, hacía más viento y el desconocido dio bandazos por la carretera cuando comenzó a descender, a toda velocidad sobre el asfalto mojado, sin casco y con los ojos cegados por la lluvia; su impermeable amarillo batía debido a las ráfagas de viento.
—¡Zoe! —gritó cuando el otro ciclista pasó como un rayo a su lado.
Se detuvo, sin aliento, y vio que Zoe frenaba en seco cincuenta metros más abajo. Luego, dio la vuelta y pedaleó cuesta arriba hasta ella, sonriendo.
Casi se arrepintió de haberla llamado. Quizá era una estúpida al intentar ser amable. No es que hubiera perdonado a Zoe, pero la adrenalina descargada en el ascenso la volvía atrevida, y quizá el par de semanas de aislamiento la habían hecho propensa a buscar la compañía de cualquier persona.
Devolvió la sonrisa a Zoe mientras esta se le acercaba.
—¿Qué haces aquí arriba? —gritó la recién llegada entre el rugido del viento.
Kate seguía sin aliento.
—Dos semanas tirada en casa… Me estaba volviendo loca. ¿Y tú?
Zoe se rio.
—Yo he venido todos los días. No se lo cuentes a Tom. Soy un submarino nuclear. Si las turbinas dejan de funcionar, me fundo y me llevo a la civilización conmigo.
Kate volvió a sonreír.
—¿Vas para casa?
La otra asintió.
—Bien, a no ser que te apetezca algo de compañía.
Kate se sorbió la nariz y se secó la lluvia de la cara con la palma del guante. Miró el cuentakilómetros de su manillar y dijo:
—Voy a hacer otros cuarenta y cinco, quizá cincuenta.
Zoe estudió el cielo para cruzar esta información con la fuerza del viento y el peso de las nubes de lluvia.
—¿Con un café calentito de por medio?
Kate titubeó, y luego se rio.
—Vale; si te empeñas…
Subieron hasta la cima juntas y después recorrieron a toda velocidad los seis kilómetros de bajada hasta la Posada del Paso de la Serpiente. Dejaron las bicis fuera y se sentaron al lado de la chimenea. Al principio no hablaron. Pusieron a secar sus zapatillas y se quitaron los impermeables, que soltaron vapor mientras las brasas relumbraban.
Zoe sostuvo el café con ambas manos para calentárselas, y la observó por encima del borde de la taza.
—¿Qué? —la interpeló al fin Kate.
—Lo siento. Siento mucho lo de las llamadas.
Kate la miró muy seria.
—¿Va a convertirse en una costumbre?
—No, se acabó —respondió, bajando los ojos al suelo—. Ya lo he superado.
—Vale, entonces.
Se quitó los guantes y los extendió sobre la rejilla de latón de la chimenea. Crepitaron mientras el agua de su interior se evaporaba.
—¿Estás segura? ¿Me perdonas?
Kate sonrió, consciente de que también se quitaba un peso de encima.
—Claro.
Zoe alzó su taza de café.
—¿Un brindis?
Kate volvió a sonreír ante el pelo enmarañado de su interlocutora y su gesto esperanzado. Por primera vez, pensó que Zoe podría ser simpática.
—Pero no con café —dijo—. ¡Vamos a tomarnos una copa de vino!
Zoe parecía asustada.
—¿Vino?
—Sí. Es una bebida que elaboran los franceses con uvas. Puede ser tinto o blanco.
Zoe frunció el ceño, e intentó comprobar cómo sonaba la palabra en sus labios:
—Vino…
—Oh, vamos —dijo Kate—. La temporada ha acabado, vive un poco.
Fue a la barra antes de que la adrenalina de la subida la abandonase y pidió dos copas de Pinot Grigio. No había bebido en un pub desde que cumplió los dieciséis, y le extrañó el tamaño de las copas que le dio el camarero, pues había casi media pinta de vino en cada una de ellas. Hurgó en el bolsillo de la espalda de su chaleco en busca de dinero, pagó con un billete mojado de veinte libras y le sorprendió el escaso cambio que recibió.
De regreso junto a la chimenea, pasó una copa a Zoe y se sentó.
—¡Salud! —brindó.
—¡Salud!
Chocaron las copas. Zoe olisqueó el vino, lo miró escéptica, y luego vació de un trago todo el contenido. Se llevó las manos a la boca, estremeciéndose.
—Guau…, Dios. Puaj.
Buscó en el bolsillo de su impermeable y sacó un gel energético con cafeína. Rasgó el envase, sorbió el gel, se lo tragó y puso cara de asco.
—Dios mío… —gimió—. Saben más ricos cuando estás encima de la bici, ¿verdad?
Kate se rio.
—La gente suele preferir pedir en la barra algo para picar.
—La gente no suele meterse ciento treinta kilómetros con este ventarrón —replicó Zoe—. Me comería hasta la barra.
Se levantó y fue a buscar comida. Kate permaneció sentada mirando el fuego; sintió que el calor devolvía la vida a los dedos de sus manos y sus pies mientras sorbía el vino y disfrutaba del desacostumbrado calor que le proporcionaba la bebida. Eran las únicas personas en el pub, y en la calle, la tormenta arreciaba. El agua corría a raudales por los cristales de las ventanas y el viento embestía con violentas ráfagas que ahogaban la música de Robbie Williams que sonaba en la máquina de discos.
Zoe volvió de la barra con una bandeja de bocadillos y otras dos copas de vino. Kate la miró, sorprendida.
—¿Qué pasa? Le he pedido que los haga con pan integral.
—Ya sabes a lo que me refiero.
—Claro, pero ¿quién va a querer salir ahí fuera ahora? —contestó Zoe señalando hacia la ventana con un gesto de la cabeza—. Está cayendo agua helada del cielo. Nunca debí haberme mudado al norte…
Con una risita burlona, Kate indicó:
—Esto es el sur, bonita. Deberías irte a vivir a los Lagos. Allí la lluvia cae directamente del Ártico.
—Yo soy de Surrey —precisó Zoe, después de beber un trago de vino con el meñique extendido—. Allí la lluvia cae en botellas de Evian.
Kate se rio y apuró su primera copa de vino para seguirle el ritmo.
—Esto no es una carrera, ¿sabes? —dijo su amiga mirándola fijamente.
Percibió cierto desafío en sus ojos, y se bebió su segunda copa de golpe, sin pensárselo demasiado. Zoe hizo lo mismo, y las dos posaron sus copas en la mesa al mismo tiempo.
—¡Foto-finish! —exclamó Zoe—. El público enloquece.
—Creo que has ganado por los pelos —dijo Kate, aunque pensaba lo contrario.
Permanecieron sentadas, contemplando la chimenea. Al rato, Zoe preguntó:
—¿Qué se siente?
—¿Qué se siente, cuándo?
—Al crecer en los Lagos.
—No sé… Humedad.
—¿Tienes hermanos?
Negó con la cabeza.
—Yo tampoco. Hija única. ¿Eras feliz?
Kate meditó la respuesta. Era una pregunta nada sencilla de contestar, y le asustó un poco que Zoe se la hubiera planteado.
—¿Por qué? —preguntó por fin.
Zoe levantó una mano.
—Perdona. Soy una bocazas.
—Tranquila, no pasa nada.
El primer chispazo del vino comenzaba a disiparse. El calor del fuego creaba un creciente campo gravitacional, fuera el viento ululaba, y Kate empezó a lamentar aquella segunda copa. Debía pensar en volver a casa junto a Jack. Se lo imaginó tumbado en el sofá. Se vio a sí misma llegar bajo la lluvia, calada hasta los huesos, dejando que él la calentara. Jack la cogería entre sus brazos, le ayudaría a quitarse el equipo y… bueno. Resultaba agradable tener a alguien esperándote en casa.
Zoe se comía un bocadillo. Suspiró, dejó la corteza e indicó con la cabeza las dos copas vacías.
—¿Al mejor de tres?
Kate sonrió.
—Deberíamos volver. En un par de horas anochecerá.
—Podemos pedir un taxi y meter las bicis en el maletero.
Titubeó ante la proposición, pensando en Jack.
—Mira, creo que será mejor que me marche.
Pronunció la frase con un tono demasiado formal, y un leve rayito de desesperación en los ojos de Zoe hizo desear haber sabido encontrar un modo más suave de decirlo.
—Pues claro —se apresuró a asentir Zoe—. Solo estaba bromeando.
—Oh, vale —dijo Kate, con la mirada fija en el suelo y una sonrisita de escarnio consigo misma que esperó que bastase para dejarla como si fuera ella quien se había puesto en evidencia.
Zoe empezó a recoger sus guantes y el impermeable.
—¿Vas para casa? —preguntó.
—Sí. ¿Y tú?
—Voy a casa de mi novio.
—Genial —dijo Kate, pensando en el camino de vuelta—. ¿Está en la ciudad?
—No —contestó Zoe, señalando hacia el sur—. Está por allí.
Fuera, después de la calidez de la chimenea, el viento y la lluvia parecían incluso más fuertes. Zoe se encaminó hacia la izquierda; Kate, hacia la derecha. Hasta media hora más tarde, mientras descendía las colinas y las primeras luces de Glossop teñían de rojo la lluvia con el resplandor del sodio de las farolas recién encendidas, Kate no se dio cuenta de que no había nada en la dirección indicada por Zoe. Nada en ochenta kilómetros, salvo el inhóspito puerto azotado por la lluvia, con sus rampas mojadas y negras contra el disco gris del sol poniente. Se preguntó si realmente habría un novio, o bien, si Zoe seguiría al aire libre con aquel tiempo, corriendo en un circuito solitario desde el agonizante calor del alcohol hacia las fauces de la noche acechante.
Cuanto mejor te caía Zoe, más costaba saber cómo te hacía sentir. En los vestuarios, Kate dejó que sus ojos se apartaran de los de ella en el espejo, mientras Zoe le peinaba el pelo. Se miró a sí misma. Odiaba esos espejos con sus desagradables lámparas halógenas: solo te mostraban la verdad. Su rostro había envejecido en los últimos meses, eso era innegable. Consiguió mantener su aspecto de veinteañera más allá de su fecha de caducidad, y ahora la vida había escogido este año, de entre todos, para cobrarse su deuda. El espejo no admitía la posibilidad de un tiempo en el que fue radiante, en que a Jack le resultaba realmente difícil elegir entre Zoe y ella. Ahora parecía una madre de verdad, mientras Zoe aún semejaba una modelo. Intentó no sentir rencor. A fin de cuentas, ser madre había sido elección suya. Nadie la obligó a serlo.
Y ahí estaba ella, con treinta y dos años y aparentándolos, y ahí estaba Zoe, preguntándole si la acompañaba a hacerse un tatuaje. El tiempo clavaba sus garras en su nuca con los pases afilados y persistentes del peine. Su amiga la contemplaba en el espejo, en espera de su respuesta con la misma desesperación, casi perfectamente disimulada, de aquel día lluvioso junto a la chimenea en que salieron a entrenar, el día en que se hicieron amigas. El silencio se instaló entre ambas y el momento de confusión persistió.
—Bueno, ¡qué leches, Zoe! —exclamó Kate de repente—. Te acompaño a ese estudio de tatuaje.
Zoe telefoneó a su agente, que envió a un fotógrafo al estudio de tatuaje. Llegó pasados unos cuarenta minutos, a bordo de una Vespa. Era joven y consciente de sus encantos. Zoe necesitaba unas buenas fotos, así que sonrió con deseos de cooperar. Kate también sonrió, y el
paparazzo
hizo las fotos mientras los tatuadores trabajaban.
Zoe se estaba dibujando en el antebrazo una triple X bajo unos anillos olímpicos del tamaño de monedas de cincuenta peniques.
En la silla que tenía a su lado, Kate se hacía unos anillos pequeños, del tamaño de monedas de cinco peniques, justo donde Zoe sabía que se los tatuaría: en la parte superior del omóplato, fáciles de ocultar bajo una camiseta.
Cuando acabó la sesión de fotos, Zoe firmó un autógrafo en la camiseta del joven con un rotulador. Se lo pasó a Kate para que firmara también, pero el fotógrafo ya se había dado la vuelta para irse. Zoe captó el gesto de dolor en el rostro de su amiga, que se recompuso en el acto. Sintió lástima por ella. Algo se estremeció entre sus costillas, y dejó que la sensación creciera por unos momentos. Le tranquilizaba saber que aún era capaz de sentir algo, que seguía teniendo corazón.
Poco después, Kate parecía haberlo superado. Telefoneó a Jack, y le confesó entre risitas lo que estaban haciendo.
—¡Estamos a la vuelta de la esquina del velódromo! ¡Nos estamos haciendo unos tatus!
Susurró esa última palabra, alargando la «u» en una jocosa exhalación de maravilla ante su propio atrevimiento.
A veces, Zoe se preguntaba si Kate iba a crecer algún día. La escuchó al teléfono. Había cierta indecisión —casi timidez— en su voz, en el modo en que contaba al hombre con quien llevaba ocho años casada la noticia de que se había puesto un poco de tinta en la piel. ¡Era Jack, por Dios! Jack…Como si él tuviera derecho a juzgarla…
Suspiró. La aguja zumbaba por su brazo, haciéndole daño cuando se acercaba a la muñeca, pero no tanto como, por ejemplo, un sprint sobre la bici. No sabía qué hacer por Kate. Sí, era la culpable de que su amiga hubiese perdido la confianza en sí misma, pero ese hecho no significaba que supiera cómo devolvérsela. Era más sencillo creer que Kate no había sufrido demasiado por eso; que no era consciente de lo injusto que fue todo para ella. Era más sencillo esperar que Kate no viera lo cansada que empezaba a parecer comparada con Zoe, o que no se fijase en lo mucho que la ralentizaba cargar con el peso de Sophie.
Si se pensaba, el tema era más bien puñetero. Si Kate realmente comprendía lo que le había pasado —lo que seguía pasándole—, entonces, el hecho de que no rompiese a llorar hacía que fuese Zoe quien sintiera deseos de hacerlo.