A por el oro (26 page)

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Authors: Chris Cleave

Tags: #Relato

BOOK: A por el oro
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Ahí estaba, un picor en los ojos. Zoe lo ubicó y lo enlazó con los restantes puntos de referencia: las punzadas, los espasmos y los ahogos que experimentaba cuando pensaba demasiado en Kate. Parecía que había un patrón constante en su interior, algo así como una constelación de emociones inconexas que, cuando las veía en su totalidad, parecían formar la silueta de alguien que se preocupaba. Pero, por otro lado, tenías la facultad de poder unir las estrellas de la manera que te apeteciese. Algunos veían la figura de un oso, mientras otros veían un carro.

Zoe dudaba acerca de si, hasta cierto punto, podría ser una buena persona.

A medida que se agriaba la conversación de Kate con Jack, Zoe intentó tender la oreja.

—¿Qué pasa? Oh, no seas así. Solo pretendíamos divertirnos un poco…

Zoe observó cómo su rostro palidecía.

—Solo será una hora más o menos. Ah, que no podéis esperar tanto… Vale; ¡por Dios!, dile a Tom que lo sentimos. Sí, de acuerdo, no tendríamos que habernos escapado así.

Otro silencio.

—Solo es un maldito tatuaje, Jack. Son los anillos olímpicos, no me estoy tatuando el careto de Tony Blair.

Zoe observó la confusión que reflejaba el rostro de Kate, y se preguntó qué podría estar diciéndole Jack. Era raro en él ponerse como un capullo por algo así. Zoe lo conocía, y bastante bien.

En el otoño de 2002, todos tenían veintidós años. Jack había ganado varias carreras importantes, y Zoe vencía en todo en lo que participaba: modalidades de persecución, velocidad, contrarreloj… Aquella temporada, las demás chicas compitieron por la segunda plaza. Zoe participaba en tantas carreras que casi no necesitaba entrenar. Siguió así todo el verano, y se acostumbró a ver a Kate en el segundo escalón del podio, un poco por debajo de ella. Ahora que eran amigas, resultaba fácil bromear al respecto. «La próxima vez será», le decía cada vez, y se reían mientras tenían lugar las ceremonias de la entrega de medallas. Hasta que no perdió, Zoe no cayó en la cuenta de que aquello no tenía nada de divertido. En otoño, una semana antes de los Campeonatos Nacionales en Cardiff, Kate la derrotó en una carrera nocturna de velocidad en el velódromo de Manchester, evento que la televisión nacional emitió en directo en horario de máxima audiencia. Zoe no pudo soportar aquella sensación. Tom tuvo que empujarla para que saliera al podio a recoger su medalla de plata. Se vio obligada a quedarse en el segundo escalón, contemplando desde abajo la sonrisa radiante de Kate y sus delicados y pequeños pómulos. Esa visión le provocó un dolor cervical que le duró toda una semana.

Aquel año, los Nacionales fueron algo fuera de serie. El ciclismo empezaba a crecer, y el público estaba expectante. Las televisiones retransmitieron en directo todas las finales. Jack se impuso en velocidad. Zoe y Kate superaron todas las eliminatorias, de modo que debían enfrentarse en la final. Mientras Kate observaba cómo Jack subía al podio, Zoe buscó en la mochila del vencedor su propio teléfono y se autoenvió un mensaje con él. Más tarde, cuando estaban junto a la pista y se quitaban la ropa de calentamiento y se preparaban para la carrera, fingió que acababa de recibirlo.

Contuvo una exclamación y simuló estar aturdida.

—Oh…

Kate le posó una mano en el hombro.

—¿Qué pasa?

Zoe meneó la cabeza.

—Nada, nada, perdona…

Cogió el casco y las zapatillas y se dirigió a la salida, olvidando llevarse el móvil. No hizo falta más. En la línea de salida, Kate estaba destrozada. La final de velocidad se disputaba a la mejor de tres mangas, y Zoe ni siquiera necesitó correr la tercera. En el podio, en el escalón de la plata, Kate no cesaba de llorar.

A Zoe, aquello le sentó mucho peor de lo que había pensado. En la habitación del hotel donde se alojaban los tres, se pasó toda la tarde sentada en la cama, contemplando su medalla de oro en velocidad de los Campeonatos Nacionales, una medalla que habría deseado poder devolver.

Cuando caía la tarde, Jack llamó a su puerta. Estaba tembloroso. No era capaz de articular palabra..

—¿Está todavía aquí? —preguntó Zoe, con los ojos enrojecidos de tanto llorar.

Jack negó con un ademán.

—Se ha ido a casa.

—¿No has ido con ella?

—No me ha dejado. Necesito que la llames y le digas que tú misma te enviaste ese mensaje.

—¿No te ha creído?

Jack negó otra vez, de nuevo sin decir nada.

—Entonces, ¿por qué iba a creerme a mí? —dijo Zoe, al tiempo que hacía un gesto de impotencia con la mano.

Jack la miró fijamente largo rato, y ella observó la desesperación reflejada en su rostro cuando comprendió que tenía razón.

—¿Por qué eres así? —le preguntó por último.

Una vez más, el llanto se apoderó de Zoe. No podía parar de llorar. No le pidió que la consolara, y Jack tampoco se ofreció.

Fueron a dar un paseo por el puerto. Ella le dijo que lo sentía muchísimo, que no volvería a pasar. Era un día gris y frío. Las olas avanzaban como fantasmas. Por aquel entonces, Zoe llevaba el pelo más largo y el viento lo azotaba y lo revolvía. Las gaviotas sonaban cual ángeles que hubieran perdido su empleo. El aire sabía a salitre. Zoe arrojó al mar su medalla de flamante campeona nacional. Al caer, la cinta se enganchó en un rollo de cuerda azul de polipropileno que flotaba en el agua y permaneció allí colgada, con el oro destellando débilmente justo por debajo de la superficie gris. La observaron un buen rato, pero no se hundió.

Zoe regresó a Manchester doce horas más tarde, y a los quince minutos ya comenzó a entrenarse para Atenas. A menos de dos años de los Juegos, el trabajo tenía una intensidad revigorizante. Cada metro que empujaba la bici por la pista estaba un metro más cerca de la gloria. El sentido del destino le hacía sentir un cosquilleo en la piel, pero su mente estaba agitada y le costó un par de semanas comprender por qué. Se percató de que no podría concentrarse del todo en los entrenamientos en tanto no pidiera perdón a Kate y arreglase las cosas con ella. Ese conocimiento de que su propio bienestar estaba en cierto sentido vinculado al de otra persona era una sensación nueva para Zoe. Aquello constituyó una trampa inesperada. A medida que el sentimiento se intensificaba, crecía la debilidad en su cuerpo de un modo proporcional, hasta que apenas tuvo ya fuerzas para levantar una barra de la colchoneta. Su malestar aumentaba y comenzó a molestarse cada vez más con Kate; casi empezó a odiarla, la verdad, por el hecho de que le cayese tan bien.

La invitó a comer, sin ninguna intención de contarle nada sobre ella. Simplemente, había pensado hacer algo amable por Kate y pedirle perdón, pero sin saber cómo, sucedió: le contó la historia de la muerte de Adam, y acabó llorando en medio del The Lincoln —con gemidos auténticos y lágrimas que resbalaban por su rostro— mientras Kate la abrazaba y el pianista tocaba la canción
Dos chalados y muchas curvas
en
affrettando
, acelerando cada vez más al darse cuenta de que no conseguía animarla.

A partir de entonces, salió a entrenar con Kate a diario. Recuperó su fuerza al momento. Le sorprendió que fuese capaz de perdonarla por lo de Cardiff. Conforme el invierno avanzaba, su compañera de entrenamiento le preguntó unas cuantas veces si no había pensado en consultar a un psicólogo. Acabó por aceptar, más para demostrar que lamentaba lo que había hecho que porque pensara que podría ayudarla. Se comprometió a acudir una vez por semana. Kate la acompañaba a las sesiones y la dejaba en la puerta con una sonrisa y una caricia de ánimo en el brazo. Zoe se sentaba en una silla en vez de tumbarse en un diván —algo calculado a propósito mientras el psicólogo le hacía preguntas concisas y capciosas y luego se reclinaba en su propia silla, elegida cuidadosamente para que sus ojos quedaran a un nivel más bajo que los de su paciente.

El hombre creaba así un vacío de silencio en la estancia, vacío que, según se suponía, Zoe tenía que llenar con recuerdos. Como si cosas de esa índole se pudieran comentar en confianza. Como si hubieran cumplido su propósito, como los tanques de combustible agotados de un cohete, capaces de desprenderse y caer en silencio hacia la Tierra. No se tenía en cuenta la sospecha creciente de que sus recuerdos aún no habían acabado con ella; de que todavía guardaban combustible sin consumir; de que deshacerse de ellos ahora supondría reducir sus posibilidades de escape. Cuanto más refería acerca de Adam, más sentía la atracción de la gravedad.

Hablar la hacía sentirse vacía y débil, por mucho que el psicólogo insistiera en que le venía bien. Al final de cada sesión, el analista unía las puntas de los dedos y se tocaba el labio inferior mientras le exponía una recapitulación y le pedía humildemente su opinión sobre si su resumen era acertado. Zoe terminó por admitir que tenía un problema con la rabia, y que padecía una incapacidad para aceptar esas derrotas ocasionales que son una parte inevitable y sana de estar vivo.

Pero oírse a sí misma confesar que tenía un problema con la rabia no hacía sino enrabietarla más aún. Al reconocer que no era capaz de asimilar la derrota, solo conseguía sentirse derrotada. Después de cada consulta, Kate la esperaba a la puerta de la clínica y se iban a tomar un café. Entonces, Zoe se cuidaba de sonreír, pedir un chorro extra de sirope de avellana y sostener que se sentía muchísimo mejor.

Su rendimiento en los entrenamientos se resintió. Cuando se situaba en la línea de salida para las carreras de prueba con Kate, descubrió que no podía convocar la antigua rabia existente en lo más profundo de su ser y focalizarla en sus músculos. En lugar de la ira, ahora había un dolor silencioso, tan gélido y gris como el mar en noviembre, y perdía antes incluso de que sonara el silbato. Los días en los que veía a Kate más lejos de ella a cada vuelta, su mayor temor era el de que, en efecto, el psicólogo pudiese curarla.

Tom la hacía correr contra su amiga cada semana, y cuando dejó de ganar por completo, dejó de ir al psicólogo. Le dijo a Kate que había superado el bache, y esta se alegró por ella.

En el siguiente entrenamiento, superó a Kate por primera vez en un mes. Durante un par de semanas escuchó los pacientes mensajes que le dejaba el terapeuta en el contestador sugiriéndole que volviera a la terapia. Pasado un tiempo, el hombre dejó de llamarla.

Las cosas se intensificaron entre Kate y Jack. Zoe intentaba alegrarse mientras aquella le contaba sus planes: iban a comprarse una casa, e incluso habían llegado a pensar en casarse y tener hijos. Kate empezó a invitarla a pasar por su piso después de entrenar, y se acostumbró a charlar con la pareja mientras tomaban un té. Al principio se le hacía extraño con Jack, pero en cuanto se acostumbró descubrió que se sentía más suelta ante él, hasta el extremo de que ella y Kate se turnaban para tomarle el pelo a cuenta de la música que escuchaba. Y así, una mañana en que estaban los tres riéndose en torno a la mesa de la cocina, Jack reclinado en su silla, mientras Kate removía el té y ella imitaba el acento de Tom, Zoe se dijo para sus adentros: Esto es. Mi vida por fin ha comenzado, y estos son mis amigos.

A finales de marzo, Kate y Jack discutieron. Zoe no se enteró por ella. Solo percibió un enfriamiento en las bromas durante las sesiones de entrenamiento, y que de repente cesaron las invitaciones de la pareja para ir a su piso después de entrenar. Kate ponía excusas, diciendo que estaba cansada o que tenía otras citas, hasta que las cosas llegaron a un punto en que apenas hablaban fuera de la pista. Al principio, Zoe se preocupó, luego estuvo confusa y por último, desolada. No contestaban a sus mensajes en el contestador. Kate era su primera amiga —su única amiga—, y perderla le resultaba desorientador. Por primera vez en su vida, le costaba levantarse por las mañanas. Se sentaba en el borde de la cama, con la cabeza entre las manos, sintiéndose vacía.

Finalmente, se encontró con Jack en el velódromo y le preguntó sin ambages qué sucedía. Le contó que había roto con Kate. Estuvieron hablando, salió el tema de Zoe, y Jack cometió el error —ese fue el término que empleó— de admitir lo que había sentido por ella al principio. Discutieron; una discusión estúpida, porque todo aquello formaba parte del pasado. ¿Acaso no era estúpido? ¿No era triste remover aguas que ya hacía mucho tiempo que pasaron bajo un puente muy lejano?

Zoe hubo de reconocer que sí, que era muy triste tener una bronca por nada. Luego, regresó a su piso y se pasó media noche despierta pensando en los dos.

Una semana más tarde, Jack viajó solo a la concentración de primavera de la Federación Británica de Ciclismo en Gran Canaria. Kate se desplazó al día siguiente. Zoe ya estaba allí. Por la noche, a hora muy tardía, llamó a la puerta de Jack. Ambos se dijeron que no pasaba nada, pero sí pasaba. Aunque estaba a más de mil kilómetros de allí, cuanto más intentaban concentrarse el uno en el otro, más crecía la presencia de Kate en la habitación. Zoe la sintió —una primera sensación de malestar que se convirtió después en un desgarro innegable en su corazón—. Desnuda en la cama con él, mientras se recuperaba de la euforia de sus primeras horas juntos, vio en los ojos de Jack que él también sentía lo mismo.

—Lo siento —dijo él.

Zoe meneó la cabeza.

—No ocurre nada. Me voy.

La abrazó.

—No tienes por qué hacerlo. Quédate y durmamos, ¿vale?

Los dos fingieron dormir, tumbados espalda contra espalda, con los ojos abiertos fijos en la pared frontera hasta que una tenue luz grisácea comenzó a colarse bajo las persianas.

Zoe lo dejó allí, en la cama, recogió en silencio sus cosas y salió de puntillas de la habitación, conservando así la dignidad de pensar que, de no ser porque Jack estaba dormido, uno de los dos habría pronunciado unas palabras de despedida, ingrávidas y sensatas, que hubieran puesto un final feliz a toda esa terrible historia. Era importante dejar un espacio para la posibilidad de que tales palabras se pudieran haber dicho, que solo se requería que alguien las arrancase de las ramas bajas de aquel amanecer.

Se fue del hotel a la playa, dejó su ropa en la arena y se introdujo en el Atlántico mientras el sol asomaba entre las olas. Tres pelícanos en formación volaban bajo sobre las aguas; la silueta de las aves se recortaba a contraluz, mientras planeaban sin sonido. El horizonte aparecía radiante y liso. Los dedos de sus pies tocaban fondo. Contempló el mar y, al bañarse, quiso lavar lo sucedido por la noche. El agua era agradable y la brisa, tenue. Dejó de andar, se lanzó al mar y empezó a nadar a estilo libre.

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