A punta de espada (36 page)

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Authors: Ellen Kushner

BOOK: A punta de espada
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—¿Puedo hacer una pregunta? —dijo una voz nueva, ligeramente familiar. Richard miró al orador y descubrió por qué: un hombre con el pelo negro como el carbón y un parche en el ojo se había puesto de pie. También él vestía de terciopelo azul, y lucía un bonito dragón en el pecho. Era Ferris, el que había venido con la duquesa a pedirle que matara a Halliday—. Maese De Vier. —Lord Ferris se presentó cortésmente—: Soy el Canciller del Dragón del Consejo de los Lores. También yo he oído en diversos lugares hasta qué punto se puede confiar en vos... en diversos lugares, señor. —Tenía la cabeza torcida para clavar su ojo sano en Richard; su ojo elocuente. Richard asintió, para indicar que comprendía la referencia a su encuentro.

—¿Vais a soltar un discurso, milord Dragón? —preguntó el duque de Karleigh en voz baja pero imponente.

Ferris le dirigió una sonrisa afectuosa.

—Si os place. Es lo que pasa por ser un buen chico y esperar mi turno. —Los demás nobles rieron, rompiendo la tensión y permitiendo que continuara—: Y creo, maese De Vier, que en vista de vuestra reputación tal vez estemos haciéndoos un flaco servicio. Pues vuestro estilo denota que sois no sólo un hombre de honor, sino también de sentido común. Si matasteis a lord Horn, tuvisteis que hacerlo por algún motivo. Podría ser un motivo que a todos nos interese escuchar. La muerte de un noble concierne a todos nuestros honores, ya sea en un duelo formal o no. —Al final de la mesa, Halliday asintió—. Ahora bien, es sabido que el tribunal civil acostumbra a valerse de métodos menos amables que los nuestros...

El noble joven y viejo al mismo tiempo preguntó secamente:

—¿Sugieres que torturemos a De Vier, Ferris?

Lord Ferris volvió la cabeza para mirarlo.

—Milord de Arlen —dijo complacientemente—, en absoluto. Aunque, de hecho, no es mala idea. Algo formal, e inofensivo, para mantener intacto su honor.

Richard se sentía como si estuviera peleando con los ojos vendados. Las palabras eran engañosas; uno debía guiarse por el tono y la inferencia, y por el puro sentido de la intención. Acordándose del estilo de Ferris en la taberna, Richard pensó que el noble estaba diciendo que sabía lo que había pasado con Horn. En ese caso, amenazaba con desvelarlo... ¿a menos que qué? ¿A menos que Richard le asegurara que no iba a revelar el complot contra Halliday? Pero, ¿cómo podría asegurárselo delante de todos?

—Ferris —interrumpió Halliday—, Arlen; debo pediros seriedad. ¿IV verdad queréis que esa propuesta conste en acta?

—Os ruego perdón —dijo un tanto altaneramente Ferris—. Creo que deberíamos considerarla antes de entregar a De Vier para que muera a manos del tribunal civil. Comprendo que una medida de este tipo prolongaría este interrogatorio... más tiempo, quizá, del que a algunos les gustaría dedicarle. Pero quisiera que conste que tiendo mi propia mano al espadachín para recibir de él cualquier posible respuesta. En la intimidad de este tribunal, el honor de cualquier noble está a salvo, y sus motivos pueden seguir siendo exclusivamente suyos. Eso no puedo garantizárselo a De Vier. Pero le daré cualquier otra cosa que pida.

Ése era el mensaje, lo más claro posible: lo que puedan hacerme no es nada comparado con lo que te pueden hacer a ti. Utilízame. Pero Ferris no saldría al frente y cargaría con la muerte de Horn. Quería que Richard dijera su nombre delante de todos ellos, destruyendo así la reputación del espadachín entre los nobles del país. Si lo hacía, Richard se vería obligado a buscar el patronazgo de Ferris. El asunto de Halliday, al parecer, seguía en pie.

Richard se quedó sentado y pensando, y por una vez nadie se levantó para dar un discurso. Podía oír los secos arañazos de los escribanos. Ferris le prometía inmunidad, protección y privacidad en el asunto de Horn. Era todo cuanto podía esperar. Pero era sólo el juego de Horn repetido: salvar la vida de Alec o salvar la propia; demostrar que no podía proteger lo que era suyo o demostrar que se le podía comprar con la moneda adecuada. Empero, Ferris había hecho la oferta; su mano estaba «tendida al espadachín». Si Richard se negaba a aceptarla, Ferris podría encargarse de que la ley cayera sobre él con todo su peso, siquiera para garantizar su silencio. La idea de la tortura honorable era ingeniosa... aunque demasiado dulce y empalagosa, como uno de los prodigios que servían en sus banquetes, la jaula de caña de azúcar con el pájaro de mazapán dentro. Eligiera lo que eligiese, lo tenían: no había más esperanza posible.

Richard se levantó.

—El espadachín os lo agradece —dijo—. ¿Puedo hacer una pregunta al noble tribunal?

—Sin duda.

—Nobles señores, me gustaría...

Pero sus palabras se perdieron en una súbita conmoción procedente de la antecámara. Gritos, el tañido del metal y el arrastrar de pies resonaron entre las dos puertas de roble. Toda la atención se apartó de Richard, como aves asustadas que levantan el vuelo de un tendedero. Halliday hizo un gesto con la cabeza a Chris Nevilleson, que abrió la puerta de la sala.

Los guardias retenían a un hombre elegantemente vestido, intentando impedirle la entrada. Se diría que quisiera entrar a gatas, puesto que parecía no tanto que intentara escapar como llegar al suelo. Cuando se abrió la puerta el cautivo se enderezó de golpe. Unos ojos verdes traspasaron la habitación para clavarse en el Canciller de la Creciente.

—Se me ha caído —dijo el intruso.

Richard tira la pesada silla al suelo de una patada para crear una distracción. Como cabía esperar, alguien gritó, y en medio del alboroto podría llegar hasta Alec, desarmar a uno de los guardias y salir con él de allí... Cayó en la cuenta entonces de que Alec ni siquiera le había dirigido la mirada. Alec seguía hablando con lord Halliday.

—No sé qué les dais de comer, pero son terriblemente nerviosos, ¿no? Es un trabajo tenso, supongo.

Otros dos guardias habían aparecido para enderezar la silla de Richard y sentarlo en ella. Estiró el cuello, embelesado, contemplando al joven noble del umbral. Alec tenía el pelo cortado y lavado de modo que le rodeaba la cabeza como un suave gorro. Iba vestido con encajes y oro, tan espléndido como siempre se lo había imaginado Richard. Se esforzaba incluso por no andar con aire gacho, probablemente porque le molestaba haberse vuelto tan tieso, recto y preciso.

—Si no estuvieran tan ansiosos por convertir en budín de arroz a todo el mundo, no se me habría caído, y a lo mejor nos podríamos ahorrar todo esto.

Lord Christopher se apresuró a adelantarse y cogió el objeto en cuestión, un medallón de oro en una cadena.

—Oh, hola —dijo Alec—. Nevilleson. Una vez tiré a tu hermana al estanque de los peces. ¿Qué tal está?

Lord Christopher lo miró a la cara y contuvo el aliento.

—¡Campion! Dijeron... ¡Pensaba que habías muerto!

—Bueno, pues no —dijo Alec—. Todavía no, al menos. ¿Me das eso, por favor?

Halliday asintió, y los guardias lo soltaron.

—¿Veis? —Alec se adelantó, enseñando en alto el medallón—. Tremontaine. Es mi sello. Y mi pase. Me envía la duquesa. ¿Puedo sentarme?

La sala entera estaba observándolo mientras se dirigía al asiento vacío entre lord Arlen y el duque de Karleigh. Asintió cortésmente a los escribanos y se presentó:

—Lord David Alexander Tielman (I, E, una L) Campion, de Campion y Tremontaine. —Agitó una mano con una floritura—. Está todo en los libros de heráldica, lo podéis mirar luego.

Hasta Richard pudo ver la feroz mirada que dirigía lord Ferris al recién llegado. Pensó que si Ferris reconocía a Alec de la Ribera, habría problemas. Pero Alec se limitó a captar la mirada y sonreír a Ferris con privado y malsano placer. A continuación se dirigió a los nobles reunidos.

—Siento llegar tarde. Es exasperante: nadie parecía dispuesto a decirme dónde ibais a reuniros. Deberías dejar instrucciones sobre estas cosas, de verdad. He visto más del Palacio de Justicia de lo que tiene derecho cualquiera. Estoy molido. Espero que sea pronto la hora de comer. Y ahora, ¿podemos ir al grano, señores?

Todos lo miraban fijamente ahora, hasta Basil Halliday. Sólo lord Arlen parecía divertido. Arlen dijo:

—Querréis leer las notas primero, lord David. Me temo que hemos empezado sin vos.

Alec lo miró con el viento, como se dice, momentáneamente expulsado de sus velas. La opinión que tenía Richard del noble desconocido mejoró varios puntos. Todavía estaba demasiado asombrado como para hacer algo más que disfrutar de la actuación de Alec. Así que Alec era pariente de la guapa mujer con la barca del cisne, después de todo. La admirable duquesa con el estupendo juego de chocolate había enviado a su joven allegado a su juicio. ¿Quizá Alec —o, por lo visto, «lord David»—iba a reclamar el patronazgo de la muerte de Horn? No era algo tan descabellado. La idea del elegante joven noble de lengua mordaz y espantosos modales ejerciendo de su patrono hizo que Richard sintiera un ligero escalofrío. Gran parte del irritante comportamiento de Alec se debía al simple temor y cierto azoramiento. Planeara lo que planease hacer aquí, Richard esperaba que estuviera a la altura. Ya había silenciado a Ferris, por lo menos.

Alec terminó de leer las notas y las dejó encima de la mesa con un brusco cabeceo. La lectura parecía haberle dado el tiempo necesario para recuperar el nervio.

—Tengo varias cosas que añadir —dijo—, y no todas ellas son adecuadas para este interrogatorio. Tremontaine ha soportado varias ofensas en este caso, y es nuestro deseo presentarlas ante el Consejo de los Lores en pleno. No puedo ser más específico ahora sin predisponer el caso. Asimismo, como algunos de vosotros sabéis —aquí miró ligeramente a lord Christopher—, me interesan los libros antiguos. Algunos de ellos contienen, de hecho, algunos datos útiles. En uno he encontrado una antigua costumbre legal llamada el triple desafio. Nunca se ha rescindido oficialmente, aunque ha caído en desuso. Sé que el cumplimiento de las antiguas costumbres es algo que respetan enormemente algunos caballeros —y la mirada que lanzó a lord Karleigh fue menos ligera—, y espero que al llevar a De Vier a la cámara ante todos los lores del estado reunidos, podríamos exigir a su patrono que se levantara llamándolo tres veces.

—Suena muy dramático —dijo Halliday—. ¿Estáis seguro de que será realmente eficaz?

Alec se encogió de hombros.

—Será, como decís, un buen espectáculo. Y no querréis castigar al hombre equivocado.

—Pero —dijo suavemente lord Montague—, ¿podemos convocar a la nobleza entera de la ciudad para que asistan a un buen espectáculo?

La barbilla de Alec se levantó peligrosamente.

—Debéis de estar bromeando. Pagarían por ver algo así. Dos reales por cabeza, y sin derecho a sentarse. Que voten el arancel de tierras mientras estén todos reunidos. Se cancelarán todas las partidas de naipes.

Basil Halliday estuvo a punto de deshonrar su cargo riéndose irremediablemente por lo bajo.

—Tiene razón.

—¿Y eso —dijo Karleigh, contento de tener por fin algo con lo mostrarse en desacuerdo—es lo que opináis de la dignidad del Consejo, milord? Pero al final, se aprobó la moción.

Capítulo 26

Dos días después, el alcaide del fuerte estaba empezando a cansarse de perder a las damas.

—La suerte del principiante —dijo Richard de Vier—. Y además, no estamos apostando en serio. Venga, sólo otra partida.

—No —suspiró el alcaide—, haría mejor en ir a ver quién quiere veros esta vez. Es que esta gente no se da cuenta, las órdenes son órdenes, no cambian de una hora para otra. Pero una cosa os digo, podría jubilarme y mudarme al campo con los sobornos que me ofrecen.

—Estoy de moda —dijo Richard—; es normal.

La celda estaba llena de flores, como su palco en el teatro. Los obsequios de comida y vino tenían que ser rechazados por si estuvieran envenenados, pero las camisas limpias, los ramos y los pañuelos se comprobaban en busca de mensajes secretos y se aceptaban graciosamente. Quizá fuera de mal gusto hacer un héroe de Richard de Vier con lord Horn apenas frío en su tumba; pero los nobles de la ciudad siempre se habían sentido intrigados por el espadachín. Ahora la opinión popular era que el verdadero asesino de Horn, el patrono de Richard, se descubriría pronto en el inminente Consejo. Aun la casa vacía de Horn estaba de moda; la gente pasaba frente a ella varias veces, buscando el muro que había escalado De Vier y la habitación donde había ocurrido todo. Y el joven David Campion, el instigador del emocionante proceso, era objeto de insistentes búsquedas en el hogar de la duquesa de Tremontaine... aunque él nunca estaba en casa.

***

Alec pasaba gran parte del tiempo tendido de espaldas en una habitación en penumbra, leyendo. La duquesa le enviaba bandejas con platos exquisitos a intervalos regulares, que él se levantaba para degustar. No le permitía vino suficiente. De noche deambulaba por la casa, visitando la biblioteca y leyendo cosas al azar, tomando apuntes y tirándolos luego. Encontró una de las primeras copias de la obra prohibida
Sobre las causas de la naturaleza
y la leyó dos veces sin ver ni una sola palabra. Lo único que le impedía volver corriendo a la Ribera era el hecho de que Richard no estaba allí.

Tampoco la duquesa estaba en casa para lord Ferris. Las cartas que él le enviaba llegaban a su destinataria, pero no recibían respuesta. Una vez, la encontró en un lugar público donde sabía que estaría. Se mostró encantadora pero no seductora. Sus ojos y sus palabras no contenían sus acostumbrados dobles sentidos, y respondía sucintamente a los de él. Ferris quería gritarle, golpearla, cerrar los dedos alrededor de su cuello como el tallo de una flor; pero había personas delante, no se atrevía a iniciar una pelea sin motivo. Sus rasgos delicados y su piel clara lo empujaban a un frenesí que no había experimentado en los muchos meses pasados con ella. Quería acariciar el satén tirante sobre sus costillas, apoyar las manos en la curva de su cintura y apretar su cuerpo ligero como una pluma contra el suyo. Se sentía como un pordiosero asomado a la verja de un parque, impotente e irremediablemente desdichado. Sabía lo que había hecho para ofenderla; pero no entendía como podía haberlo descubierto. Aunque así fuera, no podía seguir soportando que ella resintiese su independencia. Ya hacía tres años que era su voluntarioso aprendiz. Ella le había enseñado lo que era el amor, y la política. Gracias a ella se había convertido en lo que era. Y él le había servido bien, defendiendo sus opiniones en el Consejo mientras ella se quedaba sentada en el centro de la ciudad, delicada anfitriona a la que todos adoraban y de la que todos sabían que no le interesaba la política...

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