Read A través del espejo y lo que Alicia encontró allí Online
Authors: Lewis Carroll
—¡No tiene ni idea de matemáticas! —sentenciaron enfáticamente ambas reinas a la vez.
—¿Sabe usted sumar acaso? —dijo Alicia, volviéndose súbitamente hacia la Reina blanca, pues no le gustaba nada tanta crítica.
A la Reina se le cortó la respiración y cerró los ojos:
—Sé sumar —aclaró—si me das el tiempo suficiente... Pero no sé restar de ninguna manera.
—¿Supongo que sabrás tu A B C? —intimó la Reina roja.
—¡Pues no faltaba más! —respondió Alicia.
—Yo también —le susurró la Reina blanca al oído—, lo repasaremos juntas, querida; y te diré un secreto... ¡Sé leer palabras de una letra! ¿No te parece estupendo? Pero en todo caso, no te desanimes, que también llegarás tú a hacerlo con el tiempo.
Al llegar a este punto, la Reina roja empezó de nuevo a examinar.
—¿Sabes responder a preguntas prácticas? ¿Cómo se hace el pan?
—¡Eso sí que lo sé! —gritó Alicia muy excitada—. Se toma un poco de harina...
—¡Qué barbaridad! ¡Cómo vas a beber harina! —se horrorizó la Reina blanca.
—Bueno, no quise decir que se beba sino que se toma así con la mano, después de haber molido el grano...
—¡No sé por qué va a ser un gramo y no una tonelada! —siguió objetando la Reina blanca—. No debieras dejar tantas cosas sin aclarar.
—¡Abanícale la cabeza! —interrumpió muy apurada la Reina roja—. Debe de tener ya una buena calentura de tanto pensar.
Y las dos se pusieron manos a la obra abanicándola con manojos de hojas, hasta que Alicia tuvo que rogarles que dejaran de hacerlo pues le estaban volando los pelos de tal manera.
—Ya se encuentra mejor —diagnosticó la Reina roja—. ¡Has aprendido idiomas? ¿Cómo se dice tururú en francés?
—Tururú no es una palabra castellana —replicó Alicia con un mohín de seriedad.
—¿Y quién dijo que lo fuera? —replicó la Reina roja.
Alicia pensó que esta vez sí que se iba a salir con la suya.
—Si me dice a qué idioma pertenece eso de tururú, ¡le diré lo que quiere decir en francés! —exclamó triunfante.
Pero la Reina roja se irguió con cierta dignidad y le contestó:
—Las reinas nunca hacen tratos.
«¡Ojalá tampoco hicieran preguntas!» —pensó Alicia para sus adentros.
—¡No nos peleemos! —intercedió la Reina blanca un tanto apurada—. ¿Cuál es la causa del relámpago?
—Lo que causa al relámpago —pronunció Alicia muy decidida, porque esta vez sí que estaba convencida de que sabía la contestación—, es el trueno..., ¡ay, no, no! —se corrigió apresuradamente—. ¡Quise decir al revés!
—¡Demasiado tarde para corregirlo! —sentenció la Reina roja—. Una vez que se dice algo, ¡dicho está! Y a cargar con las consecuencias...
—Lo que me recuerda... —dijo la Reina blanca mirando hacia el suelo y juntando y separando las manos nerviosamente—. ¡La de truenos y relámpagos que hubo durante la tormenta del último martes...! Bueno, de la última tanda de martes que tuvimos, se comprende.
Esto desconcertó a Alicia.
—En nuestro país —observó— no hay más que un día a la vez.
La Reina roja dijo:
—¡Pues vaya manera más mezquina y ramplona de hacer las cosas! En cambio aquí, casi siempre acumulamos los días y las noches; y a veces en invierno nos echamos al coleto hasta cinco noches seguidas, ya te podrás imaginar que para aprovechar mejor el calor.
—¿Es que cinco noches son más templadas que una? —se atrevió a preguntar Alicia.
—Cinco veces más templadas, pues claro.
—Pero, por la misma razón, debieran de ser cinco veces más frías...
—¡Así es! ¡Tú lo has dicho! —gritó la Reina roja—.Cinco veces más templadas y cinco veces más frías..., de la misma manera que yo soy cinco veces más rica que tú y cinco veces más lista!
Alicia se dio por vencida, suspirando.
—Es igual que una adivinanza sin solución —pensó.
—Humpty Dumpty también la vio —continuó la Reina blanca con voz grave, más como si hablara consigo misma que otra cosa—. Se acercó a la puerta con un sacacorchos en la mano.
—Y, ¿qué es lo que quería? —preguntó la Reina roja.
—Dijo que iba a entrar como fuera —explicó la Reina blanca— porque estaba buscando a un hipopótamo. Ahora que lo que ocurrió es que aquella mañana no había nada que se le pareciese por la casa.
—Y, ¿es que sí suele haberlos, por lo general? —preguntó Alicia muy asombrada.
—Bueno, sólo los jueves —replicó la Reina.
—Yo sí sé a lo que iba Humpty Dumpty —afirmó Alicia—. Lo que quería era castigar a los peces, porque...
Pero la Reina blanca reanudó en ese momento su narración.
—¡Qué de truenos y de relámpagos! ¡Es que no sabéis lo que fue aquello!
—Ella es la que nunca sabe nada, por supuesto —intercaló la Reina roja.
—Y se desprendió parte del techo y por ahí ¡se colaron una de truenos...! ¡Y se pusieron a rodar por todas partes como piedras de molino..., tumbando mesas y revolviéndolo todo..., hasta que me asusté tanto que no me acordaba ni de mi propio nombre!
Alicia se dijo a si misma:
—¡A mi desde luego no se me habría ocurrido ni siquiera intentar recordar mi nombre en medio de un accidente tal! ¿De qué me habría servido lograrlo! —pero no lo dijo en voz alta por no herir los sentimientos de la pobre reina.
—Su Majestad ha de excusarla —le dijo la Reina roja a Alicia, tomando una de las manos de la Reina blanca entre las suyas y acariciándosela suavemente—. Tiene buena intención, pero por lo general no puede evitar que se le escapen algunas tonterías.
La Reina blanca miró tímidamente a Alicia, que sintió que tenía que decirle algo amable; pero la verdad es que en aquel momento no se le ocurría nada.
—Lo que pasa es que nunca la educaron como es debido —continuó la Reina roja—. Pero el buen carácter que tiene es algo que asombra. ¡Dale palmaditas en la cabeza y verás cómo le gusta!
Pero esto era algo más de lo que Alicia se habría atrevido.
—Un poco de cariño..., y unos tirabuzones en el pelo..., es todo lo que está pidiendo.
La Reina blanca dio un profundo suspiro y recostó la cabeza sobre el hombro de Alicia.
—Tengo tanto sueño —gimió.
—¡Está cansada, pobrecita ella! —Se compadeció la Reina roja—. Alísale el pelo..., préstale tu gorro de dormir..., y arrúllala con una buena canción de cuna.
—No llevo gorro de dormir que prestarle —dijo Alicia intentando obedecer la primera de sus indicaciones— y tampoco sé ninguna buena canción de cuna con qué arrullarla.
—Lo tendré que hacer yo, entonces —dijo la Reina roja y empezó:
Duérmete mi Reina
sobre el regazo de tu Alicia.
Haz que esté lista la merienda
tendremos tiempo para una siesta.
Y cuando se acabe la fiesta
nos iremos todas a bailar,
La Reina blanca, y la Reina roja,
Alicia y todas las demás.
—Y ahora que ya sabes la letra —añadió recostando la cabeza sobre el otro hombro de Alicia— no tienes más que cantármela a mí; que también me está entrando el sueño.
Un momento después, ambas reinas se quedaron completamente dormidas, roncando sonoramente.
—Y ahora, ¿qué hago? —exclamó Alicia, mirando a uno y a otro lado, llena de perplejidad a medida que primero una redonda cabeza y luego la otra rodaban desde su hombro y caían sobre su regazo como un pesado bulto—. ¡No creo que nunca haya sucedido antes que una tuviera que ocuparse de dos reinas dormidas a la vez! ¡No, no, de ninguna manera, nunca en toda la historia de Inglaterra! ... Bueno, eso ya sé que nunca ha podido ser porque nunca ha habido dos reinas a la vez. ¡A despertar pesadas! —continuó diciendo con franca impaciencia; pero por toda respuesta no recibió más que unos amables ronquidos.
Los ronquidos se fueron haciendo cada minuto más distintos y empezaron a sonar más bien como una canción. Por último Alicia creyó incluso que podía percibir hasta la letra y se puso a escuchar con tanta atención que cuando las dos grandes cabezas se desvanecieron súbitamente de su regazo apenas si se dio cuenta.
Se encontró frente al arco de una puerta sobre la que estaba escrito «REINA ALICIA», en grandes caracteres; y a cada lado del arco se veía el puño de una campanilla. Bajo una de ellas estaba escrito «Campanilla de visitas» y bajo el otro «Campanilla de servicio».
«Esperaré a que termine la canción —pensó Alicia— y luego sonaré la campanilla de..., de..., ¿pero cual de las dos? —continuó muy desconcertada por ambos carteles—. No soy una visita y tampoco soy del servicio. En realidad lo que pasa es que debiera de haber otro que dijera "Campanilla de la reina"...»
Justo entonces la puerta se entreabrió un poco y una criatura con un largo pico asomó la cabeza un instante, sólo para decir:
—¡No se admite a nadie hasta la semana después de la próxima! —y desapareció luego dando un portazo.
Durante largo rato Alicia estuvo aporreando la puerta y sonando ambas campanillas, pero en vano. Por último, una vieja rana que estaba sentada bajo un árbol, se puso en pie y se acercó lentamente, renqueando, hacia donde estaba. Llevaba un traje de brillante amarillo y se había calzado unas botas enormes.
—Y ahora, ¿qué pasa? —le preguntó la rana con voz aguardentosa.
Alicia se volvió dispuesta a quejarse de todo el mundo.
—¿Dónde está el criado que debe responder a la puerta? —empezó a rezongar enojada.
—¿Qué puerta? —preguntó lentamente la rana.
Alicia dio una patada de rabia en el suelo. Le irritaba la manera en que la rana arrastraba las palabras.
—¡Esta puerta, pues claro!
La rana contempló la puerta durante un minuto con sus grandes e inexpresivos ojos; luego se acercó y la estuvo frotando un poco con el pulgar como para ver si se le estaba desprendiendo la pintura; entonces miró a Alicia.
—¿Responder a la puerta? —dijo—. ¿Y qué e'lo que la ha estado preguntando? (Estaba tan ronca que Alicia apenas si podía oír lo que decía).
—No sé qué es lo que quiere decir —dijo.
—Ahí va! ¿y no le e'toy halando en cri'tiano? —replicó la rana—¿o e' que se ha quedao sorda? ¿Qué e' lo que la ha e'tao preguntando?
—¡Nada! —respondió Alicia impacientemente—. ¡La he estado aporreando!
—Ezo e'tá muy mal..., ezo e'tá muy mal... —masculló la rana—. Ahora se no' ha enfadao.
Entonces se acercó a la puerta y le propinó una fuerte patada con uno de sus grandes pies.
—U'té, ándele y déjela en paz —jadeó mientras cojeaba de vuelta hacia su árbol— y ya verá como ella la deja en paz a u'té.
En este momento, la puerta se abrió de par en par y se oyó una voz que cantaba estridentemente:
Al mundo del espejo Alicia le decía:
¡En la mano llevo el cetro y
sobre la cabeza la corona!
¡Vengan a mí las criaturas del espejo,
sean ellas las que fueren!
¡Vengan y coman todas conmigo,
con la Reina roja y la Reina blanca!
Y cientos de voces se unieron entonces coreando:
¡llenad las copas hasta rebosar!
¡Adornad las mesas de botones y salvado!
¡Poned, gatos en el café y ratones en el té!
¡Y libemos por la Reina Alicia,
no menos de treinta veces tres!
Siguió luego un confuso barullo de «vivas» y de brindis y Alicia pensó: «Treinta veces tres son noventa, ¿me pregunto si alguien estará contando?»
Al minuto siguiente volvió a reinar el mayor silencio y la misma estridente voz de antes empezó a cantar una estrofa más:
¡Oh criaturas del espejo,
clamó Alicia. Venid y acercaros a mí!
¡Os honro con mi presencia
y os regalo con mi voz!
¡Qué alto privilegio os concedo
de cenar y merendar conmigo,
con la Reina roja y con la Reina blanca!
Otra vez corearon las voces:
¡Llenemos las copas hasta rebosar,
con melazas y con tintas,
o con cualquier otro brebaje
igualmente agradable de beber!
¡Mezclad la arena con la sidra
y la lana con el vino!
¡Y brindemos por la Reina Alicia