A través del espejo y lo que Alicia encontró allí (7 page)

BOOK: A través del espejo y lo que Alicia encontró allí
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pues pensaba que el sol

no tenía por qué estar ahí

después de acabar el día...

¡Qué grosero! —decía con un mohín,

—¡venir ahora a fastidiarlo todo!

La mar no podía estar más mojada

ni más secas las arenas de la playa;

no se veía ni una nube en el firmamento

porque, de hecho, no había ninguna;

tampoco surcaba el cielo un solo pájaro

pues, en efecto, no quedaba ninguno.

La morsa y el carpintero

se paseaban cogidos de la mano:

lloraban, inconsolables, de la pena

de ver tanta y tanta arena.

¡Si sólo la aclararan un poco,

qué maravillosa sería la playa!

—Si siete fregonas con siete escobas

la barrieran durante medio año,

¿te parece —indagó la morsa atenta

a que lo dejarían todo bien lustrado?

—Lo dudo —confesó el carpintero

y lloró una amarga lágrima.

¡Oh ostras! ¡Venid a pasear con nosotros!

requirió tan amable, la morsa.

—Un agradable paseo, una pausada charla

por esta playa salitrosa:

mas no vengáis más de cuatro

que más de la mano no podríamos.

Una venerable ostra le echó una mirada

pero no dijo ni una palabra.

Aquella ostra principal le guiñó un ojo

y sacudió su pesada cabeza...

Es que quería decir que prefería

no dejar tan pronto su ostracismo.

Pero otras cuatro ostrillas infantes

se adelantaron ansiosas de regalarse:

limpios los jubones y las caras bien lavadas

los zapatos pulidos y brillantes;

y esto era bien extraño

pues ya sabéis que no tenían pies.

Cuatro ostras más las siguieron

y aún otras cuatro más;

por fin vinieron todas a una

más y más y más... brincando

por entre la espuma de la rompiente

se apresuraban a ganar la playa.

La morsa y el carpintero

caminaron una milla, más o menos,

y luego reposaron sobre una roca

de conveniente altura;

mientras, las otras las aguardaban

formando, expectantes, en fila.

—Ha llegado la hora —dijo la morsa—

de que hablemos de muchas cosas:

de barcos... lacres... y zapatos;

de reyes... y repollos...

y de por qué hierve el mar tan caliente

y de si vuelan profaces los cerdos.

—Pero ¡esperad un poco! —gritaron las ostras

y antes de charla tan sabrosa

dejadnos recobrar un poco el aliento

¡que estamos todas muy gorditas!

—¡No hay prisa! —concedió el carpintero

y mucho le agradecieron el respiro.

—Una hogaza de pan —dijo la morsa—,

es lo que principalmente necesitamos:

pimienta y vinagre, además,

tampoco nos vendrán del todo mal...

y ahora, ¡preparaos, ostras queridas!,

que vamos ya a alimentarnos.

—Pero, ¡no con nosotras! —gritaron las ostras

poniéndose un poco moradas;

—¡que después de tanta amabilidad

eso sería cosa bien ruin!

—La noche es bella —admiró la morsa—

¿no te impresiona el paisaje?

—¡Qué amables habéis sido en venir!

¡Y qué ricas que sois todas!

Poco decía el carpintero, salvo

—¡Córtame otra rebanada de pan!,

Y ojala no estuvieses tan sordo

que, ¡ya lo he tenido que decir dos veces!

—¡Qué pena me da —exclamó la morsa—

al haberles jugado esta faena!

¡Las hemos traído tan lejos

y trotaron tanto las pobres!

Mas el carpintero no decía nada, salvo

—¡Demasiada manteca has untado!

—¡Lloro por vosotras! —gemía la morsa.

—¡Cuánta pena me dais! —seguía lamentando

y entre lágrimas y sollozos escogía

las de tamaño más apetecible;

restañaba con generoso pañuelo

esa riada de sentidos lagrimones.

—¡Oh, ostras! —dijo al fin el carpintero.

—¡Qué buen paseo os hemos dado!,

¿os parece ahora que volvamos a casita?

Pero nadie le respondía...

y esto sí que no tenía nada de extraño,

pues se las habían zampado todas.

—De los dos el que más me gusta es la morsa —comentó Alicia— porque al menos a esa le daban un poco de pena las pobres ostras.

—Sí, pero en cambio, comió más ostras que el carpintero —corrigió Tweedledee— resulta que tapándose con el pañuelo se las iba zampando sin que el carpintero pudiera contarlas sino, ¡por el contrario!

—¡Eso si que está mal! —exclamó Alicia indignada—. En ese caso, me gusta más el carpintero... siempre que no haya comido más ostras que la morsa.

—Pero en cambio se tragó todas las que pudo —terció Tweedledum.

El dilema la dejó muy desconcertada.

Después de una pausa, Alicia concluyó:

—¡Bueno! ¡Pues ambos eran unos tipos de muy mala catadura...!

Pero al decir esto se contuvo, algo alarmada al oír algo que sonaba como el jadear de una gran locomotora en el interior del bosque que los rodeaba, aunque lo que Alicia verdaderamente temía es que se tratase de alguna bestia feroz.

—Por casualidad, ¿hay leones o tigres por aquí cerca? —preguntó tímidamente.

—No es más que el Rey rojo que está roncando —explicó Tweedledee.

—¡Ven, vamos a verlo! —exclamaron los hermanos y tomando cada uno una mano de Alicia la condujeron adónde estaba el Rey.

—¿No te parece que está precioso? —dijo Tweedledum.

Alicia no podía asegurarlo sinceramente, pero el Rey llevaba puesto un gran gorro de dormir con una borla en la punta, y estaba enroscado, formando como un bulto desordenado.

Roncaba tan sonoramente que Tweedledum observó:

—Como si se le fuera a volar la cabeza a cada ronquido.

—Me parece que se va a resfriar si sigue ahí tumbado sobre la hierba húmeda —dijo Alicia, que era una niña muy prudente y considerada.

—Ahora está soñando —señaló Tweedledee— ¿y a que no sabes lo que está soñando?

—¡Vaya uno a saber! —replicó Alicia— ¡Eso no podría adivinarlo nadie!

—¡Anda! ¡Pues si te está soñando a ti! —exclamó Tweedledee batiendo palmas en aplauso de su triunfo—. Y si dejara de soñar contigo, ¿qué crees que te pasaría?

—Pues que seguiría aquí tan tranquila, por supuesto —respondió Alicia.

—¡Ya! ¡Eso es lo que tú quisieras —replicó Tweedledee con gran suficiencia—. ¡No estarías en ninguna parte!

—¡Cómo que tú no eres más que un algo con lo que está soñando!

—Si este Rey aquí se nos despertara —añadió Tweedledum— tu te apagarías... ¡zas! ¡Como una vela!

—¡No es verdad —exclamó Alicia indignada—. Además, si yo no fuera más que algo con lo que está soñando, ¡me gustaría saber lo que sois vosotros!

—¡Eso, eso! —dijo Tweedledum.

—¡Tú lo has dicho! —exclamó Tweedledee.

Tantas voces daban que Alicia no pudo contenerse y les dijo:

—¡Callad! Que lo vais a despertar como sigáis haciendo tanto ruido.

—Eso habría que verlo; lo que es a ti de nada te serviría hablar de despertarlo —dijo Tweedledum— cuando no eres más que un objeto de su sueño. Sabes perfectamente que no tienes ninguna realidad.

—¡Que sí soy real! —insistió Alicia y empezó a llorar.

—Por mucho que llores no te vas a hacer ni una pizca más real —observó Tweedledee— y además no hay nada de qué llorar.

—Si yo no fuera real continuó Alicia, medio riéndose a través de sus lágrimas, pues todo le parecía tan ridículo— no podría llorar como lo estoy haciendo.

—¡Anda! Pues, ¡no supondrás que esas lágrimas son de verdad? —interrumpió Tweedledum con el mayor desprecio.

—Sé que no están diciendo más que tonterías —razonó Alicia para si misma— así que es una bobada que me ponga a llorar.

De forma que se secó las lágrimas y continuó hablando con el tono más alegre y despreocupado que le fue posible:

—En todo caso será mejor que vaya saliendo del bosque, pues se está poniendo muy oscuro; ¿creéis que va a llover?

Tweedledum abrió un gran paraguas y se metió debajo, con su hermano; mirando hacia arriba respondió:

—No lo creo... al menos, no parece que vaya a llover aqui dentro. ¡De ninguna manera!

—Pero, ¿puede que llueva aquí fuera?

—Pues... si así se le antoja... —dijo Tweedledee— Por lo que a nosotros nos toca, no hay reparo... ¡Por el contrario!

«¡Qué tipos más egoístas!» —pensó Alicia.

Estaba ya a punto de darles unas «buenas noches» muy secas y volverles la espalda para marcharse cuando Tweedledum saltó de donde estaba bajo el paraguas y la agarró violentamente por la muñeca.

—¡¿Ves eso?! —le preguntó con una voz ahogada por la ira y con unos ojos que se le ponían más grandes y más amarillos por momentos, mientras señalaba con un dedo tembloroso hacia un pequeño objeto blanco que yacía bajo un árbol.

—No es más que un cascabel —dijo Alicia después de examinarlo cuidadosamente— ¡pero no vayas a creer que es una serpiente de cascabel! —añadió apresuradamente, pensando que a lo mejor era eso lo que le excitaba tanto. No es más que un viejo sonajero... bastante viejo y roto.

—¡Lo sabía! ¡Lo sabía! —gritó Tweedledum y empezó a dar unas pataletas tremendas y a arrancarse el pelo a puñados—. ¡Está estropeado, por supuesto! —y al decir esto miró hacia donde estaba Tweedledee, quien inmediatamente se sentó en el suelo e intentó esconderse bajo el enorme paraguas.

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