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Authors: Paul Krugman
Por otro lado, la economía estadounidense es en verdad muy muy grande: produce bienes y servicios por un valor próximo a los 15 billones de dólares anuales. Piénsese sobre ello: si la economía estadounidense iba a experimentar una crisis de tres años, el estímulo pretendía rescatar una economía de 45 billones de dólares —el valor de la producción trianual— con un plan valorado en 787.000 millones de dólares: mucho menos del 2 por 100 del gasto económico total para aquel período. Visto en este contexto, 787.000 millones de dólares ya no parecen tanto dinero, ¿verdad? Una cosa más: el plan de estímulo se concibió para dar a la economía un impulso de un plazo relativamente corto, no un apoyo a largo plazo. El ARRA tuvo su impacto máximo sobre la economía a mediados de 2010, y luego empezó a desvanecerse con rapidez. Habría sido adecuado para una recesión de corto plazo, pero dado que la perspectiva hablaba de un golpe económico de duración mucho mayor —pues así ocurre siempre, en mayor o menor grado, después de una crisis financiera—, la receta no bastaba para aliviar las penalidades.
Todo esto nos lleva a la pregunta: ¿por qué el plan era tan poco adecuado?
LOS PORQUÉS DE LA INADECUACIÓN
Déjenme decir de entrada que no pienso dedicar mucho tiempo a volver sobre las decisiones de principios de 2009, que son, a estas alturas, agua pasada. Este libro se ocupa de lo que se debe hacer ahora, sin intención de repartir culpas por lo que se haya hecho mal anteriormente. Aun así, no puedo evitar hacer un breve análisis del modo en que el gobierno de Obama, a pesar de sus principios keynesianos, dio una respuesta inmediata a la crisis que distó mucho de ser de la medida precisa.
Hay dos teorías opuestas acerca de por qué el estímulo de Obama fue tan inadecuado. Una teoría hace hincapié en los límites políticos; según esta teoría, Obama obtuvo todo cuanto pudo. La otra afirma que el gobierno no acertó a comprender la gravedad de la crisis y tampoco alcanzó a apreciar las consecuencias políticas de un plan desacertado. A mi modo de ver, la política del estímulo adecuado se recibió con mucha dureza, pero jamás sabremos si en verdad se impidió que el plan fuera idóneo, porque Obama y sus asesores no llegaron a apuntar nunca a un objetivo lo suficientemente grande como para cumplir con su función.
Sin duda, el entorno político fue muy difícil, en gran medida por efecto de las normas del Senado estadounidense, en el que normalmente se necesitan 60 votos para invalidar a un obstruccionista. Parece ser que Obama llegó al poder pensando que su esfuerzo por rescatar la economía obtendría el apoyo de los dos grandes partidos; pero se equivocó por completo. Desde el primer día, los republicanos optaron por una oposición de tierras quemadas, que se negaba a todo cuanto proponía el presidente. Al final, Obama pudo obtener los 60 votos gracias a un acuerdo con tres senadores republicanos moderados; pero estos exigieron, como precio a su apoyo, que recortara del proyecto de ley 100.000 millones de dólares de ayuda a los gobiernos estatales y locales.
Muchos comentaristas creen que la exigencia de un estímulo menor era una prueba clara de que resultaba imposible aprobar una ley de mayor magnitud. Según creo, esto no está tan claro. En primer lugar, quizá la conducta de esos tres senadores no diste mucho de la petición de la «libra de carne»
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: tenían que hacer espectáculo, demostrar que se recortaba, para que nadie pensara que daban su apoyo gratis. De esto cabe concluir que el límite real al estímulo no era de 787.000 millones de dólares, sino más bien de 100.000 millones de dólares menos de lo que Obama hubiera planeado, fuera lo que fuese; de modo que, si hubiera solicitado más, no habría obtenido todo lo que pedía, pero sí habría conseguido un esfuerzo mayor, de todas todas.
Por otra parte, había alternativa a cortejar a aquellos tres republicanos: Obama podría haber aprobado un estímulo mayor usando la «reconciliación», un procedimiento parlamentario que evita la amenaza obstruccionista y con ello reduce el número de votos senatoriales necesarios a 50 (porque en caso de empate, el vicepresidente puede formular el voto decisivo). En 2010, de hecho, los demócratas emplearon este procedimiento para aprobar la reforma sanitaria. Tampoco se habría tratado de una táctica extrema, si echamos un vistazo a la historia reciente: las dos rondas de reducciones de impuestos de Bush, en 2001 y 2003, se aprobaron gracias a la «reconciliación»; y en cuanto a la ronda de 2003, solo obtuvo en el Senado los citados 50 votos y fue Dick Cheney quien formuló el voto decisivo.
Hay otro problema en la afirmación de que Obama sacó todo el fruto posible: ni él ni su gobierno han defendido nunca que les hubiera gustado una ley más generosa. Antes al contrario, cuando la ley llegó al Senado, el presidente declaró que «a grandes rasgos, este plan es de las dimensiones adecuadas. Tiene el alcance preciso». Y, hasta el día de hoy, los funcionarios del gobierno gustan de afirmar no que el plan fuera insuficiente debido a la oposición republicana, sino que en aquel momento nadie se dio cuenta de que se necesitara un plan más ambicioso. Incluso en diciembre de 2011, Jay Carney, secretario de prensa de la Casa Blanca, decía cosas como las siguientes: «No hubo ni un economista notorio, de la universidad, de Wall Street, que en aquel momento, en enero de 2009, supiera la verdadera profundidad del agujero en el que estábamos».
Como ya hemos visto, esto no era verdad, en ningún caso.
Así pues, ¿qué ocurrió?
Ryan Lizza, del
New Yorker
, se ha hecho con el memorando de política económica que Larry Summers, quien pronto sería el economista en jefe de la Administración, preparó para el presidente electo Obama en diciembre de 2008; y lo ha publicado. Se trata de un documento de 57 páginas, que a todas luces se debió a una multiplicidad de autores, no todos con el mismo ideario. Pero hay un pasaje significativo (en la página 11) que defiende que el paquete de medidas no debe ser demasiado cuantioso. Surgen tres puntos principales:
De estos puntos, el primero implica invocar la amenaza de los «vigilantes del mercado de bonos», sobre la que hablaremos más en el próximo capítulo; baste decir ahora que este miedo ha demostrado ser injustificado. El punto 2 era acertado, a todas luces, pero no está nada claro por qué descartaba más ayuda a los gobiernos locales y estatales. En los comentarios que realizó justo después de la aprobación del plan ARRA, Joe Stiglitz indicó que la ley proporcionaba «un poco de ayuda federal, pero no la suficiente. Así, lo que haremos será despedir a maestros y despedir a personal del sector de atención sanitaria mientras contratamos a trabajadores de la construcción. Es una concepción algo extraña para un paquete de medidas de estímulo».
Además, dado que era probable que la recesión fuera prolongada, ¿por qué limitar a dos años el horizonte temporal?
Finalmente, en cuanto al punto tres, que consideraba posible retomar las medidas, fue un error garrafal. Y, al menos a mi modo de ver, en su momento ya estaba claro que era una idea equivocada. Así pues, el equipo económico erró tremendamente en sus cálculos políticos.
Por una variedad de razones, pues, el gobierno de Obama hizo lo correcto, pero en una escala totalmente inadecuada. Y, como veremos más adelante, en Europa también se quedaron muy cortos, aunque por razones algo distintas.
EL FIASCO DE LA VIVIENDA
Hasta aquí, he hablado de la inadecuación del estímulo fiscal. Pero también hubo un gran fracaso en otro frente: el socorro hipotecario.
Según he expuesto páginas atrás, el elevado nivel de endeudamiento familiar fue una de las grandes razones de que nuestra economía fuera vulnerable a la crisis; y un factor clave de la debilidad persistente de la economía estadounidense es que las familias están intentando reducir su deuda gastando menos, en un contexto en el que nadie quiere gastar más para compensar. La defensa de una política fiscal activa es, precisamente, que al gastar más el gobierno puede impedir que la economía caiga en una depresión honda mientras las familias endeudadas van restaurando su salud financiera.
Pero esta historia también sugiere que existía un camino alternativo —o mejor aún, complementario— a la recuperación, y más simple: reducir la deuda directamente. A fin de cuentas, la deuda no es un objeto físico, sino un contrato, algo escrito sobre un papel, cuyo cumplimiento está verificado por el gobierno. Así pues, ¿por qué no reescribir los contratos?
Y que nadie replique ahora que los contratos son sagrados y nunca deben renegociarse. La bancarrota ordenada, que reduce las deudas que simplemente no se pueden pagar, es un elemento de larga tradición en nuestro sistema económico. Es habitual que las empresas, a menudo incluso de manera voluntaria, se adscriban al «capítulo 11» de la ley de Quiebras, con lo que permanecen como negocio activo a la vez que pueden reescribir y rebajar algunas de sus obligaciones. (Mientras redacto este capítulo, American Airlines ha suscrito una bancarrota voluntaria para renegociar unos costosos contratos sindicales.) Las personas también pueden declararse en bancarrota y las negociaciones, por lo general, las descargan de algunas de sus deudas.
Sin embargo, las hipotecas inmobiliarias, históricamente, han recibido un trato distinto al que reciben por ejemplo las deudas de la tarjeta de crédito. Siempre se ha partido del principio de que lo primero que ocurre cuando una familia no puede satisfacer el pago de las cuotas hipotecarias es que pierde la casa; esto pone fin a la cuestión en algunos de los estados de nuestro país, mientras que en otros la entidad que ha prestado el dinero aún puede perseguir al prestatario si la casa no vale tanto como la hipoteca. En uno u otro caso, sea como fuere, los propietarios que no pueden afrontar las cuotas de la vivienda se enfrentan a la ejecución de la hipoteca. Y este quizá sea un buen sistema para las épocas normales, en parte porque la gente que no puede pagar la hipoteca, por lo general, vende su vivienda antes que esperar a la ejecución.
Ahora bien, en este momento no vivimos tiempos normales. Habitualmente, solo una cantidad relativamente baja de propietarios experimenta la dificultad de que su endeudamiento sea superior al valor de su casa. En cambio, la gran burbuja inmobiliaria y su posterior explosión ha dejado a más de 10 millones de propietarios —lo que equivale a más de una de cada cinco hipotecas— en situación de ahogo, a la vez que la prolongada recesión económica hace que muchas familias hayan visto muy menguados sus ingresos anteriores. Así, son muchas personas las que ni pueden satisfacer las cuotas ni pueden cancelar la hipoteca vendiendo la casa; la receta, claro está, garantiza una epidemia de ejecuciones.
Y la ejecución es un trato terrible para todos los implicados. Para el propietario, por descontado, porque pierde la casa; pero también es raro que el prestamista se beneficie de esta resolución, tanto porque es un procedimiento oneroso como porque los bancos están intentado vender viviendas ejecutadas en un mercado terrible. Al parecer, lo más beneficioso, para unos y otros, sería contar con un programa que ofreciera cierta ayuda a los prestatarios en problemas, a la vez que ahorra a los prestamistas los costes de la ejecución. Y ello supondría también beneficios para terceras partes: desde el punto de vista local, las propiedades ejecutadas y vacías son un factor de ruina para los barrios; desde el punto de vista nacional, el auxilio a la deuda contribuiría a mejorar la situación macroeconómica.
Así, todo parecería hablar a favor de un programa de ayuda al endeudamiento; y, en efecto, el gobierno de Obama anunció un programa similar en 2009. Pero todo el empeño ha acabado en una broma de mal gusto: son muy pocos los prestatarios que han obtenido una ayuda significativa y algunos, en realidad, han terminado hallándose aún más endeudados debido al carácter kaf-kiano de las normas y el funcionamiento del programa.
¿Qué salió mal? Los detalles son complejos, casi obnubilado-res. Pero un resumen en muy pocas palabras nos diría que el gobierno de Obama nunca fue verdaderamente partidario de este programa; que sus funcionarios creían, hasta bien entrada la partida, que todo iría bien con tan solo estabilizar los bancos. Lo que es más: sentían terror ante las críticas que la derecha dirigiría a su programa, tildándolo de un regalo a quienes no lo merecen, una recompensa a quienes han actuado sin responsabilidad. En consecuencia, el programa puso tanto cuidado en evitar toda apariencia de regalo que terminó por ser, a grandes rasgos, inútil.
Esta es otra área, por tanto, donde la política de ningún modo supo estar a la altura de la situación.
LA VÍA QUE NO SE TOMÓ
Históricamente, lo normal es que a las crisis financieras hayan seguido recesiones económicas prolongadas; y la experiencia estadounidense, desde 2007, no ha sido distinta. De hecho, las cifras de Estados Unidos, en lo que atañe al desempleo y el crecimiento, han sido notoriamente próximas al promedio histórico de los países que han experimentado esta clase de problemas. Carmen Rein-hart, del Instituto Peterson de análisis de la teoría económica internacional, y Kenneth Rogoff, de Harvard, publicaron una historia de las crisis financieras con el irónico título de
This Time is Different
(«Esta vez es distinto», cuando en realidad nunca lo es). Su investigación inducía a los lectores a esperar un período prolongado de mucho desempleo y, según se desarrollaba la historia, Rogoff comentó que Estados Unidos experimenta «una típica crisis financiera grave».
Pero no tenía por qué haber sido así; ni tiene por qué seguir siendo así. Hay cosas que los gestores de nuestra política económica podrían haber hecho en cualquier momento de los tres años precedentes y que habrían mejorado sobremanera la situación. La confusión política y económica —no las realidades económicas fundamentales— bloqueó la acción efectiva.
Y la vía de salida de esta depresión, la vía de retorno al pleno empleo, sigue estando plenamente disponible. No tenemos por qué seguir sufriendo así.