Read ¡Acabad ya con esta crisis! Online
Authors: Paul Krugman
Dicho esto, volvamos a nuestro relato. Recortar 100.000 millones de dólares de gasto mientras estamos en una trampa de liquidez provocará un descenso del PIB, tanto por la reducción en las compras gubernamentales como, indirectamente, porque la debilidad económica provocará recortes privados. Se han hecho muchos estudios empíricos sobre estos efectos, desde el estallido de la crisis, y nos sugieren que, al final, habrá un decremento del PIB de por lo menos 150.000 millones de dólares.
Esto nos indica, con toda claridad, que 100.000 millones de dólares de recorte del gasto no supondrán reducir nuestra deuda futura en esos 100.000 millones de dólares, puesto que una economía más débil generará menos rentas (y también obligará a incrementar el gasto en los programas de ayuda social, como los vales de alimentación y prestaciones por desempleo). De hecho, es muy probable que la reducción neta del endeudamiento no supere siquiera la mitad del recorte anunciado del gasto.
Aun así, dirá quizá el lector, esto también serviría para mejorar el panorama fiscal a largo plazo. Pero no es necesariamente así. La condición deprimida de nuestra economía no solo está causando muchas penalidades a corto plazo, sino que también tiene un efecto corrosivo sobre nuestras perspectivas a largo plazo. Los trabajadores que llevan mucho tiempo sin trabajo pueden perder su capacitación o, al menos, comenzar a ser percibidos como inadecuados para un nuevo puesto. Los licenciados universitarios que no hallan empleos que utilicen lo que han aprendido quizá se vean condenados para siempre a desarrollar trabajos de baja categoría a pesar de su formación. Como las empresas no están ampliando su capacidad productiva por la falta de clientes, la economía sufrirá limitaciones de capacidad tan pronto como empiece, por fin, una verdadera recuperación. Y todo lo que favorezca la depresión económica agravará aún más estos problemas y reducirá las perspectivas de la economía tanto a largo como a corto plazo.
Bien, ahora pensemos en qué supone esto para el futuro fiscal: incluso si los recortes reducen en cierta medida el endeudamiento futuro, también es probable que reduzcan los futuros ingresos, por lo que nuestra capacidad de sostener el endeudamiento actual —según la mide, por ejemplo, la relación del endeudamiento con el PIB— quizá termine fallando. El intento de mejorar la perspectiva fiscal por la vía de recortar los gastos en una economía deprimida puede terminar siendo contraproducente incluso en el más estricto sentido fiscal. Y esto no es ninguna posibilidad descabellada; según estudiosos serios del Fondo Monetario Internacional, que han analizado los datos, es una posibilidad real.
Desde el punto de vista de las decisiones políticas, realmente no importa si la austeridad, en una economía deprimida, perjudica literalmente la posición fiscal de un país. Todo lo que necesitamos saber es que, en tiempos como los actuales, un recorte fiscal apenas compensa (si es que llega a compensar) y a cambio supone un gran coste. Desde luego, los presentes son malos tiempos para obsesionarse con los déficits.
Pero incluso con todo lo que he dicho, hay un argumento retóricamente efectivo con el que todos los que intentamos combatir la obsesión antidéficit nos topamos una y otra vez. Y necesita respuesta.
¿PUEDE LA DEUDA CURAR UN PROBLEMA CREADO POR LA DEUDA?
Uno de los argumentos habituales en contra de una política fiscal en la situación actual parece razonable. Dice más o menos lo siguiente: «Vosotros mismos afirmáis que esta crisis es fruto de un endeudamiento excesivo. Bien, ahora decís que la respuesta supone endeudarse todavía más. Es imposible que eso tenga sentido».
En realidad, sí puede ser. Pero para explicarlo es preciso tanto pensar con atención como echar un vistazo a la historia precedente.
Es cierto que personas como yo creemos que la depresión en que nos hallamos se debió, en buena medida, al incremento del endeudamiento familiar, que preparó el terreno para un «momento de Minsky» en el que las familias, muy endeudadas, se vieron obligadas a recortar mucho sus gastos. En tal situación, ¿cómo puede ser la deuda una parte de la respuesta política idónea?
La cuestión clave es que este argumento en contra del déficit, implícitamente, parte de la idea de que la deuda es deuda, en el sentido de que no importa
quién
debe el dinero. Pero esto no puede ser verdad; de ser así, para empezar, ni siquiera tendríamos un problema. A fin de cuentas, según una primera aproximación, la deuda es dinero que nos debemos a nosotros mismos; en efecto, Estados Unidos debe dinero a China, etc., pero como vimos en el capítulo 3, esto no está en la raíz del problema. Si se deja a un lado el componente exterior, o si se mira el mundo en su conjunto, el nivel general de endeudamiento no se diferencia del valor neto total: el pasivo de una persona es el activo de otra.
De ello se deriva que el nivel de endeudamiento solo importa si importa la distribución del valor neto; si hay actores muy endeudados que se enfrentan a diversas restricciones impuestas por actores con bajo endeudamiento. Y esto significa que no toda la deuda se crea igual; por eso, el hecho de que algunos actores soliciten dinero prestado ahora puede contribuir a curar problemas causados por el endeudamiento excesivo de otros actores en el
Piénsese en ello como sigue: cuando la deuda sube, no se trata de que la economía en su conjunto esté solicitando más dinero. Es más bien un caso de personas menos pacientes —que, por la razón que sea, prefieren gastar pronto y sin demora— que piden prestado a personas más pacientes. El límite principal a esta clase de préstamos es la inquietud que puedan sentir los prestamistas más pacientes sobre la futura devolución de la deuda, lo que impone cierta clase de techo sobre la capacidad de endeudamiento de cada cual.
Lo que sucedió en 2008 fue una súbita revisión a la baja de estos techos. Esta revisión a la baja ha obligado a los deudores a cancelar sus deudas con rapidez, lo que supone gastar mucho menos. Y el problema es que los acreedores no reciben ningún incentivo equivalente para gastar más. Las tasas de interés bajas son una ayuda, pero, dada la gravedad de la «conmoción por desapa-lancamiento», ni siquiera un tipo del cero es suficientemente bajo como para lograr que ellos rellenen el hueco dejado por el hundimiento de la demanda de los deudores. El resultado de todo ello no es tan solo una economía en depresión: los bajos ingresos y la baja inflación (o incluso deflación) dificultan mucho más que los deudores resuelvan su deuda.
¿Qué se puede hacer? Una respuesta es hallar alguna forma de reducir el valor real de la deuda. Un programa de alivio de la deuda podría servir; también la inflación, si se pudiera lograr, que tendría dos efectos: posibilitaría contar una tasa de interés real en negativo y, además, por sí sola iría erosionando la deuda pendiente. Sí, en cierto sentido, puede decirse que esto supondría una recompensa para los excesos pasados; pero la economía no es una obra de teatro moral. Retomaré la cuestión de la inflación en el próximo capítulo.
¡Ah!, y por volver un momento a la idea que exponía antes, respecto de que no toda la deuda era igual: sí, el alivio a la deuda reduciría los activos de los acreedores al mismo tiempo, y por la misma cantidad, en que reduce los pasivos de los deudores. Pero como los deudores se están viendo obligados a recortar el gasto, y los acreedores no, se trata de un positivo neto para el gasto a escala de la economía en su conjunto.
Ahora bien, ¿qué ocurre si no se puede contar ni con la inflación ni un alivio suficiente de la deuda, ya sea por falta de posibilidad o de voluntad?
Bien, supongamos que entra en acción un tercero: el gobierno. Supongamos que puede pedir dinero prestado durante un tiempo y emplear este dinero para construir cosas útiles, como por ejemplo túneles bajo el río Hudson. El verdadero coste social de estas cosas será muy bajo, porque el gobierno estará haciendo trabajar recursos que, de otro modo, quedarían sin uso. Y ello también facilitaría que los deudores cancelaran sus deudas; si el gobierno mantiene su gasto el tiempo necesario, puede hacer que los deudores lleguen a un punto en el que ya no se vean obligados a devolver la deuda con urgencia; y ya no se requerirá más gasto deficitario para lograr el pleno empleo.
En efecto, con eso la deuda privada habría sido sustituida en parte por la deuda pública; pero lo crucial es que el endeudamiento se habrá alejado de los actores cuya deuda está causando perjuicios económicos, de modo que los problemas de la economía se habrán reducido aun a pesar de que el nivel general de endeudamiento no habrá bajado.
En resumen, pues: aunque el argumento de que la deuda no puede curar la deuda sonaba razonable, en realidad es falso. Muy al contrario, sí que puede; y la alternativa es un período prolongado de debilidad económica que, en la práctica, solo contribuye a que el problema de la deuda sea más difícil de resolver.
Ciertamente, hasta aquí no hemos pasado de las hipótesis. ¿Hay ejemplos en el mundo real? Sin duda, los hay. Pensemos en lo que ocurrió tanto durante la segunda guerra mundial como después de que esta terminara.
Siempre se ha tenido claro por qué la segunda guerra mundial libró a la economía estadounidense de la Gran Depresión: el gasto militar resolvió, con tremenda intensidad, el problema de la demanda inadecuada. Ya no es tan evidente por qué, cuando la guerra acabó, Estados Unidos no volvió a caer en recesión. En aquel momento, muchos creyeron que recaería. Recuérdese el caso famoso de Montgomery Ward, antaño el minorista más importante del país, que entró en decadencia en la posguerra porque su jefe ejecutivo optó por acumular reservas, ante el temor a que la Depresión renaciera, y cedió el terreno a los rivales que capitalizaron la gran explosión posbélica.
Pero ¿por qué no volvió la Depresión? Una respuesta probable es que la expansión de los años de guerra —junto con una inflación muy notable, durante la guerra y sobre todo justo después— redujo sobremanera la carga del endeudamiento familiar. Los trabajadores que ganaban buenos salarios durante la guerra, aunque en mayor o menor medida no podían firmar nuevos préstamos, terminaron con una deuda muy reducida, en relación con los ingresos; y esto les dejó en libertad de suscribir nuevos préstamos, ahora sí, e invertir en casas nuevas de las zonas residenciales extraurbanas. Hubo una explosión de consumo, cuando el gasto militar se redujo; y en la economía de posguerra, más fuerte, el gobierno también dejaría que el crecimiento y la inflación redujeran su endeudamiento en relación con el PIB.
En suma: la deuda que el gobierno suscribió para librar la guerra representó, de hecho, la solución a un problema causado por un exceso de endeudamiento privado. Así, el eslogan de que la deuda no puede resolver un problema de deuda, por convincente que pueda sonar, es simplemente falso.
¿POR QUÉ LA OBSESIÓN CON EL DÉFICIT?
Acabamos de ver que el «paso» del empleo al déficit, según se produjo en Estados Unidos (y, como veremos, en Europa) ha supuesto un gran error. El alarmismo frente al déficit se apoderó del debate; e incluso ahora sigue ocupando una posición predominante.
Esto, sin duda, requiere de cierta explicación, que pronto ofreceré. Pero antes de llegar a este punto, quiero analizar otro gran miedo que ha tenido un gran impacto sobre el discurso económico, por mucho que los hechos lo rebaten una y otra vez: el miedo a la inflación.
PAYNE: Y tú, Peter, ¿qué crees que pasará con la inflación? ¿Crees que la inflación será el gran tema de 2010?
SCHIFF: Pues bien, mira, yo sé que la inflación va a empeorar en 2010. O se descontrolará ahora o lo hará en 2011 o 2012, pero yo sé que muy pronto vamos a sufrir una grave crisis de inflación. Va a eclipsar la crisis financiera y disparará los precios del consumo de una forma exagerada, igual que las tasas de interés y el desempleo.
PETER SCHIFF, economista «austeríaco», en conversación con el locutor político Glenn Beck,
28 de diciembre de 2009
LA HISTORIA DE ZIMBABUE Y WEIMAR
Durante los últimos años —y especialmente, desde luego, desde que Barack Obama asumió la presidencia—, las ondas radiofónicas y las páginas de opinión se han llenado de alertas de que estamos a punto de sufrir una inflación atroz. Y no solo la inflación: se predice que Estados Unidos padecerá una auténtica hiperinflación y seguirá los pasos ora de la moderna Zimbabue, ora de la Alemania de Weimar, en la década de 1920.
El sector derecho del espectro político estadounidense ha dado plena credibilidad a este temor a la inflación. Ron Paul, quien se define a sí mismo como partidario de la escuela económica austríaca y tiene la costumbre de proclamar alertas apocalípticas sobre la inflación, dirige el subcomité de la Cámara de Representantes sobre política monetaria; y el hecho de que fracasara en sus aspiraciones presidenciales no debería oscurecer que ha tenido éxito al convertir su ideología económica en la ortodoxia del Partido Republicano. Así, los congresistas republicanos reprochan a Ben Bernanke que haya «degradado» el dólar; y los candidatos republicanos a la presidencia compiten entre sí en denunciar con la mayor vehemencia las supuestas políticas inflacionarias de la Reserva Federal. (El premio se lo ha llevado Rick Perry, al advertir al presidente de la Reserva de que «en Texas lo vamos a tratar muy mal» si emprende cualquier otra iniciativa de expansión.)
Y no se trata solo de los más excéntricos. El alarmismo sobre la inflación también lo han practicado economistas conservadores con credenciales respetadas. Así, Alian Meltzer, conocido monetarista e historiador de la Reserva Federal, envió este mal augurio desde las páginas del
New York Times
, el 3 de mayo de 2009:
La tasa de interés controlada por la Reserva Federal es prácticamente cero; y el enorme incremento en las reservas bancadas —causado por las adquisiciones de bonos e hipotecas por parte de la Reserva— sin duda causará una inflación grave, si se permite que continúe …
Ningún país que —como el nuestro en la actualidad— se enfrente a colosales déficits presupuestarios, un rápido incremento en la oferta de dinero y la perspectiva de una devaluación monetaria sostenida ha experimentado nunca una deflación. Estos factores son heraldos de la inflación.
Pero Meltzer se equivocaba. Dos años y medio después de su advertencia, la tasa de interés controlada por la Reserva Federal sigue próxima al cero; la Reserva ha continuado comprando bonos e hipotecas y, con ello, incrementando las reservas bancarias; y los déficits presupuestarios han seguido siendo enormes. Sin embargo, la tasa de inflación media, en este período, ha sido solo del 2,5 por 100; y si excluimos los volátiles precios de la alimentación y la energía —según recomendaba hacer el propio Meltzer—, entonces la inflación media ha sido solo del 1,4 por 100. Son niveles de inflación que se mueven por debajo de la media histórica. En particular, con el gobierno de Obama la inflación ha sido muy inferior a lo que los economistas liberales solían ensalzar con entusiasmo: la inflación que se vivió en el supuestamente paradisíaco segundo mandato de Ronald Reagan, el del «amanecer en América».