¡Acabad ya con esta crisis! (29 page)

BOOK: ¡Acabad ya con esta crisis!
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Difícilmente cabría imaginar una demostración más clara de que los «austeríacos» se equivocaban. Pero mientras redacto estas líneas, Cameron y Osborne mantienen una firme determinación de no cambiar el rumbo.

El aspecto positivo de las circunstancias británicas es que el Banco de Inglaterra —el banco central equivalente a nuestra Reserva Federal— ha continuado haciendo cuanto podía para mitigar la recesión. Y merece elogios especiales por hacerlo así, dado que no han sido pocas las voces que exigían no solo la austeridad fiscal, sino también tasas de interés más elevadas.

LA LABOR DE LAS DEPRESIONES

El deseo «austeríaco» de dar un tijeretazo al gasto gubernamental y reducir los déficits aun en el contexto de una economía deprimida quizá sea obstinado; personalmente, diría más aún, que es profundamente destructivo. Sin embargo, no es muy difícil de entender, dado que los déficits sostenidos pueden suponer un problema real. La petición de aumento de las tasas de interés ya resulta más difícil de comprender. Por mi parte, quedé asombrado cuando la OCDE pidió un aumento de los tipos en mayo de 2010; y no ha dejado de parecerme un llamamiento tan notable como extraño.

¿Por qué subir los tipos cuando la economía vive una profunda depresión y parece haber poco riesgo de inflación? Las explicaciones no han cesado de cambiar.

Si volvemos a 2010, cuando la OCDE pidió un fuerte incremento de los tipos, tomó una decisión extraña: contradijo su propia predicción económica. Esta predicción, basada en sus modelos, advertía que en los años posteriores habría poca inflación y mucho desempleo. Pero los mercados financieros, que en aquel momento eran más optimistas (aunque posteriormente cambiaron de opinión), estaban prediciendo implícitamente cierto incremento de la inflación. Las tasas de inflación predichas seguían siendo bajas, en comparación con los valores históricos; pero la OCDE se aferró al aumento de la inflación predicha para justificar una política monetaria más restrictiva.

En la primavera de 2011, un aumento en los precios de los productos básicos produjo un aumento de la inflación real; y el Banco Central Europeo citó este incremento como razón para elevar las tasas de interés. Esto puede parecer razonable, pero hay dos salvedades. Primero, al examinar los datos, era muy evidente que se trataba de un hecho temporal, debido a sucesos extraeuropeos; que había habido pocos cambios en la inflación subyacente y que era probable que el ascenso de la inflación general se corrigiera en el futuro próximo (como en efecto ocurrió). En segundo lugar, el BCE ya tuvo una famosa reacción excesiva a un repunte de la inflación, en 2008, que también dependía solo de los productos básicos; y elevó las tasas de interés justo cuando la economía mundial estaba hundiéndose en la recesión. Claro, podemos descartar que, unos pocos años después, cometiera exactamente el mismo error… Solo que lo hizo.

¿Por qué el Banco Central Europeo recaía tan resueltamente en un error? La respuesta, según sospecho, es que en el mundo de las finanzas había un disgusto general hacia las tasas de interés bajas, que no tenía nada que ver con el temor a la inflación; el temor a la inflación se invocó, en gran medida, para respaldar este deseo preexistente de ver subir las tasas de interés.

¿Por qué alguien querría elevar los tipos a pesar del alto desempleo y la baja inflación? Bien, hubo unos pocos intentos de proporcionar una argumentación al respecto, pero, en el mejor de los casos, cabe calificarlos de confusos.

Por ejemplo, Raghuram Rajan, de la Universidad de Chicago, publicó un artículo en el
Financial Times
bajo el titular: «Bernanke debe cerrar la era de los tipos ultrabajos». En él, advertía de que las tasas reducidas podrían provocar «actitudes arriesgadas y una inflación del precio de los activos»; lo cual no deja de ser una inquietud extraña, dado el problema claro y actual del desempleo masivo. Pero también argumentaba que el desempleo no era de una clase tal que pudiera resolverse con una demanda más elevada —argumento que analicé y, espero, rebatí en el capítulo 2—; y continuaba diciendo:

En resumidas cuentas, la actual recuperación del desempleo sugiere que Estados Unidos tiene que emprender profundas reformas estructurales para mejorar su faceta de la oferta. La calidad de su sector financiero, en su infraestructura física tanto como en su capital humano, requiere actualizaciones importantes y políticamente difíciles. Si este es nuestro objetivo, es imprudente intentar reavivar los modelos de la demanda previa a la recesión y, con ello, seguir las mismas políticas monetarias que condujeron al desastre.

La idea de que las tasas de interés suficientemente bajas para favorecer el pleno empleo actuarían, sin embargo, como obstáculo del ajuste económico parece extraña; pero también nos sonaba familiar a los que hemos estudiado el denodado esfuerzo de los economistas por comprender la Gran Depresión. En particular, el análisis de Rajan se asemeja mucho a un infame pasaje de Joseph Schumpeter, en el que este advertía en contra de cualquier política de intervención que pudiera impedir que se cumpliera la «labor de las depresiones».

En todos los casos, y no solo en los dos que hemos analizado, la recuperación se produjo por sí sola. Esta es la verdad que hay, sin duda, en la conversación sobre el poder de recuperación de nuestro sistema industrial. Pero esto no es todo: nuestro análisis nos lleva a creer que la recuperación solo es firme si se produce por sí sola. Pues todo resurgimiento que se deba meramente a un estímulo artificial deja sin realizar parte de la labor de las depresiones y añade, al residuo indigerido del desajuste, un nuevo desajuste propio que habrá que resolver a su vez, con lo cual amenaza a las empresas con otra crisis futura. Particularmente, nuestro relato proporciona una presunción contra las medidas de saneamiento que funcionan mediante el dinero y el crédito. Pues el problema, fundamentalmente, no está en el dinero y el crédito, y las políticas de esta clase son especialmente dadas a sostener y acrecentar los desajustes y producir problemas adicionales en el futuro.

Cuando estudié Económicas, afirmaciones como la de Schum-peter se describían como características de la escuela «liquidacio-nista», que, básicamente, aseveraba que el sufrimiento que se vive durante una depresión es bueno y natural, y no debe hacerse nada para aliviarlo. Y el liquidacionismo, nos decían, ha sido rebatido meridianamente por los hechos. Ya no digamos Keynes: hasta Milton Friedman emprendió una cruzada contra esta clase de pensamiento.

Sin embargo, en 2010, de pronto recuperaron un lugar preponderante argumentos liquidacionistas en nada distintos a los de Schumpeter (o Hayek). Los escritos de Rajan son la afirmación más explícita del nuevo liquidacionismo, pero he oído argumentos similares de boca de numerosos funcionarios financieros. No se aportaron pruebas ni un razonamiento detallado que justificara por qué había que rescatar esta doctrina del mundo de los muertos. ¿A qué tan repentino atractivo?

En este punto, creo que debemos volver la vista a la cuestión de los motivos. ¿Por qué la doctrina «austeríaca» ha sido tan atractiva para la «gente muy seria»?

PORQUÉS

En un pasaje temprano de su magistral
Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero
, John Maynard Keynes hacía conjeturas sobre por qué la creencia en que la economía nunca podía sufrir una demanda inadecuada, y el corolario de que era erróneo que los gobiernos se esforzaran por incrementar la demanda —lo que denominaba teoría económica «ricardiana», por el economista de principios del siglo xix David Ricardo—, había dominado la opinión respetable durante tanto tiempo. Sus cavilaciones son tan agudas y contundentes hoy como en el momento en que fueron escritas:

El carácter absoluto de la victoria ricardiana posee matices curiosos y misteriosos. Tiene que haberse debido a un conjunto de idoneidades entre la doctrina y el entorno en el que se proyectó. Que llegara a conclusiones muy distintas de las que esperaría una persona corriente, sin formación específica, supongo que favoreció su prestigio intelectual. Que su lección, al traducirse a la práctica, fuera austera y a menudo de difícil digestión le aportaba virtud. Que se la adaptara para soportar una superestructura lógica vasta y coherente le otorgaba verdad. Que pudiera explicar tanta injusticia social y crueldad aparente como un incidente inevitable en el orden del progreso, y que pudiera predecirse que el intento de cambiar tales cosas causaría más daño que beneficio, la hacía atractiva para la autoridad. Que aportara cierta justificación a la libre actividad del capitalista individual le atrajo el apoyo de la fuerza social dominante que hay detrás de la autoridad.

Ciertamente. Y el pasaje donde afirma que la doctrina económica que exige austeridad sirve para justificar también la injusticia social y, más en general, la crueldad, y esto la hace atractiva a la autoridad, suena especialmente acertado.

Podríamos añadir el punto de vista de otro economista del siglo xx, Michal Kalecki, que en 1943 escribió un perspicaz ensayo sobre la importancia que tiene el llamado a la «confianza» para los jefes económicos. En la medida en que no se puede restaurar el pleno empleo sin, de algún modo, restaurar la confianza empresarial —señalaba Kalecki—, los grupos de presión empresariales tienen, de hecho, poder de veto sobre las acciones del gobierno. Si este propone algo que les disgusta —como por ejemplo elevar impuestos o aumentar el poder de negociación de los trabajadores—, aquellos pueden proclamar funestas advertencias sobre el modo en que ello reducirá la confianza y hundirá el país en la depresión. Pero si se despliega una política fiscal y monetaria para combatir el desempleo, de pronto la confianza empresarial deja de ser imprescindible y se reduce mucho la necesidad de satisfacer las inquietudes de los capitalistas.

Déjenme añadir otra vía de explicación. Si uno mira qué quieren los «austeríacos» —una política fiscal centrada en el déficit, antes que en la creación de empleo, una política monetaria que combata obsesivamente hasta el mínimo signo de inflación y que eleve las tasas de interés incluso frente a un desempleo muy elevado—, todo ello, de hecho, sirve a los intereses de los creditores: de los que prestan dinero, por oposición a los intereses de quienes lo toman prestado o trabajan para vivir. Los creditores quieren que los gobiernos conviertan la devolución de la deuda en su máxima prioridad; y se oponen a toda acción de la faceta monetaria que, o bien prive de rendimientos a los banqueros al mantener los tipos bajos, o bien erosione el valor de los títulos de crédito mediante la inflación.

Por último, está la tenaz insistencia en convertir la crisis económica en una obra moral, un cuento en el que la depresión es una consecuencia necesaria de los pecados precedentes, que no se debe aliviar. El gasto deficitario y las tasas de interés bajas le parecen un
error
a mucha gente, simplemente, y quizá más aún a los banqueros centrales y otros personajes destacados de las finanzas, cuyo sentido del valor propio está estrechamente vinculado a la idea de ser los adultos que dicen «no».

El problema es que, en la situación actual, insistir en la perpetuación del sufrimiento no es la iniciativa madura y adulta que uno debe adoptar, sino que resulta a un tiempo infantil (si juzgamos las políticas por cómo se reciben, no por lo que hacen) y destructiva.

Así pues, concretamente, ¿qué deberíamos hacer? Y ¿cómo podemos lograr un cambio de rumbo? De estos temas me ocuparé en el resto del presente libro.

Lo que hará falta

Las deficiencias principales de la sociedad económica en la que vivimos son su incapacidad de proporcionar pleno empleo y su arbitraria y desigual distribución de la riqueza y los ingresos.

JOHN MAYNARD KEYNES,
Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero

A
sí era en 1936, y así es en la actualidad. Ahora, como entonces, nuestra sociedad está asolada por un desempleo descomunal. Ahora, como entonces, la falta de empleos representa una deficiencia de un sistema que era brutalmente desigual e injusto incluso en los «buenos tiempos».

El hecho de que ya hayamos estado aquí antes ¿debe ser una fuente de desesperación o de esperanza? Yo voto por la esperanza. A fin de cuentas, después de todo logramos curar los problemas que causaron la Gran Depresión y dimos origen a una sociedad mucho más igualitaria. Cabe lamentar el hecho de que el arreglo no duró para siempre, pero vaya, nada lo hace (excepto las manchas de vino tinto en un sofá blanco). El hecho es que, después de la segunda guerra mundial, tuvimos dos generaciones con un empleo bastante adecuado y niveles tolerables de desigualdad. Y lo podemos conseguir otra vez.

Estrechar la brecha de los ingresos será una tarea difícil y, probablemente, deba tomarse como un proyecto a largo plazo. Es cierto que, la última vez, la desigualdad de los ingresos se redujo con suma rapidez, en lo que se dio en llamar la «gran compresión» de los años de guerra; pero como ahora no vamos a tener una economía de guerra, con todos los controles que esta implica —o, al menos, confío en que no vaya a ser así—, probablemente es poco realista confiar en una solución rápida.

El problema del desempleo, por el contrario, no es difícil, desde una perspectiva puramente económica, ni su solución requiere demasiado tiempo. Entre 1939 y 1941 —es decir, entre Pearl Harbor y la verdadera incorporación de Estados Unidos a la guerra—, una explosión de gasto federal causó un 7 por 100 de aumento del número total de puestos de trabajo en el país; esta cifra equivaldría, en la actualidad, a añadir más de diez millones de puestos de trabajo.

Podría replicarse que nuestro tiempo es distinto, pero uno de los mensajes principales de este libro es que no es así; ninguna razón impediría que pudiéramos repetir ese logro si en verdad mostráramos la claridad intelectual y la voluntad política necesarias. Cada vez que uno oye a uno de esos bustos parlantes repitiendo que tenemos un problema de largo plazo, que no se puede solventar con remedios cortoplacistas, debemos pensar que aunque tal persona quizá crea ser razonable, en realidad está siendo tan cruel como necia. Podemos acabar con esta crisis ya, y deberíamos hacerlo.

En este punto, el lector que haya recorrido las páginas de este libro desde el principio tendrá una idea bastante clara de qué debería comportar una estrategia de fin de la depresión. En este capítulo la desarrollaré de forma más explícita. Pero antes de hacerlo, permítanme un momento para responder a las afirmaciones de que la economía ya se está curando a sí misma.

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