¡Acabad ya con esta crisis! (31 page)

BOOK: ¡Acabad ya con esta crisis!
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Este profesor de Princeton, como quizá habrán adivinado algunos lectores, no era otro que Ben Bernanke, que ahora dirige la Reserva Federal…, institución que, a su vez, parece estar sufriendo la misma parálisis autoprovocada que Bernanke antaño criticó en otros.

Al igual que el Banco de Japón en 2000, en la actualidad la Reserva Federal no puede seguir usando la política monetaria convencional —que imprime impulso a la economía con los cambios en las tasas de interés a corto plazo—, porque los tipos ya han llegado al cero y no pueden bajar más. Pero el profesor Ben Ber-nanke, en aquellas fechas, postulaba que las autoridades monetarias también podían adoptar otras medidas que resultarían eficaces aun cuando las tasas de interés estuvieran tocando el «límite inferior cero». Entre estas medidas figuraban:

  • Usar dinero recién impreso para comprar activos «no convencionales», tales como bonos a largo plazo y deuda privada.
  • Usar dinero recién impreso para costear rebajas temporales de impuestos.
  • Establecer objetivos para las tasas de interés a largo plazo; por ejemplo, comprometiéndose a mantener la tasa de interés de los bonos a 10 años por debajo del 2,5 por 100 durante cuatro o cinco años, haciendo, si fuera preciso, que el banco central comprara esos bonos.
  • Intervenir en el mercado de divisas para rebajar el valor de la propia moneda y reforzar con ello al sector exportador.
  • Establecer un objetivo más alto para la inflación, de por ejemplo el 3 o 4 por 100, para los próximos 5 e incluso 10 años.

Bernanke apuntó asimismo que todas estas medidas, que tendrían un efecto positivo real sobre el crecimiento y el empleo, se apoyaban en un importante corpus de pruebas y estudios económicos. (La idea del objetivo de inflación, de hecho, procedía de un documento que publiqué yo en 1.998.) También defendía que los detalles, probablemente, no eran tan importantes; que lo que en realidad se necesitaba era una «determinación rooseveltiana», una «voluntad de ser dinámicos y experimentar; en suma, de hacer cuanto sea necesario para poner en marcha, de nuevo, el país».

Por desgracia, Bernanke, en cuanto presidente de la Reserva Federal, no ha seguido el consejo del profesor Bernanke. Para ser justos, la Reserva ha aplicado, hasta cierto punto, la primera de las medidas indicadas: bajo el nombre —nada transparente— de «flexibilización cuantitativa», ha comprado tanto deuda del gobierno a un plazo más largo como valores con respaldo hipotecario. Pero no se han visto indicios de la determinación rooseveltiana a hacer cuanto fuera preciso. Más que aportar dinamismo y experimentación, la Reserva se ha limitado a poner en práctica la citada «flexibilización cuantitativa»; pero lo ha hecho con suma cautela, solo en los momentos en los que la economía parecía especialmente débil, e interrumpiéndose cada vez que las noticias mejoraban un tanto.

¿Por qué la Reserva Federal ha sido tan timorata, cuando su presidente, en sus propios escritos, ha sugerido que debería actuar con mucha más determinación? Quizá la respuesta sea que la presión política lo ha intimidado: en el Congreso, los republicanos se volvieron locos con la «flexibilización cuantitativa»; acusaron a Bernanke de «degradar el dólar»; y Rick Perry, el gobernador de Texas, saltó a la fama al advertir a Bernanke de que, si se le ocurría visitar su estado, quizá lo iban «a tratar muy mal».

Pero esta no es toda la historia. Laurence Ball, de la Universidad Johns Hopkins —un macroeconomista destacado por derecho propio— ha analizado la evolución del pensamiento de Bernanke a lo largo de los años, según se manifiesta en las actas de las reuniones de la Reserva Federal. Si yo tuviera que resumir el análisis de Ball, diría que sugiere que Bernanke ha sido asimilado por los
borg de la Fed
[10]
. La presión del pensamiento en grupo, y la atracción de la camaradería, han hecho que, con el tiempo, Bernanke haya pasado a defender una concepción modesta de los objetivos de la Reserva Federal; aunque esto facilita la vida de la institución, no contribuye a ayudar a la economía con todos los medios necesarios. La triste ironía es que, hace poco más de diez años, Bernanke criticara a un banco central por tener esencialmente esta misma actitud, la de no estar dispuesto a «probar todo cuanto no sea evidente que va a fracasar».

Fueran cuales fuesen las razones de la pasividad de la Reserva Federal, la idea en la que quiero insistir, en este punto, es que todas las posibles medidas que el profesor Bernanke sugirió que serían útiles para tiempos como los actuales siguen estando en nuestra mano, aun a pesar de que el presidente Bernanke no las haya llevado a término. Joseph Gagnon, antiguo funcionario de la Reserva que ahora trabaja en el Instituto Peterson de análisis de la política económica internacional, ha desarrollado un plan específico para una «flexibilización cuantitativa» mucho más intensa; la Reserva debería aplicar de inmediato este plan u otro parecido. También tendría que comprometerse con una tasa de inflación relativamente más alta, digamos del 4 por 100, para los próximos cinco años; o, alternativamente, establecer un objetivo para el valor en dólares del PIB que implicara una tasa de inflación similar. Y debería estar dispuesto a nuevas medidas, si esto demostrara ser insuficiente.

Si la Reserva adopta estas medidas más potentes, ¿funcionarán? No necesariamente, pero, como solía decir el propio Bernanke, lo importante es intentarlo, y no dejar de intentarlo aunque las primeras flechas marren la diana. Por otro lado, es mucho más probable que las medidas de la Reserva funcionen bien si se acompañan de la clase de estímulo fiscal que he descrito más arriba; y también si se acompañan de iniciativas de calado al respecto de la vivienda, la tercera pata de una estrategia de recuperación.

VIVIENDA

Como una gran parte de nuestros problemas económicos se pueden atribuir a la deuda en que los compradores de viviendas incurrieron durante los años de la burbuja, una forma obvia de mejorar la situación actual sería reducir el peso de este endeudamiento. Pero los intentos de proporcionar a los propietarios un alivio han supuesto, en pocas palabras, un auténtico fracaso. ¿Por qué? Principalmente, diría, porque tanto los planes de socorro como su puesta en práctica se han visto obstaculizados por el miedo a que algunos deudores recibieran ayuda sin merecerlo y que esto pudiera provocar una reacción política violenta.

Así, si nos atenemos al principio de la determinación rooseveltiana —del «Si no lo has conseguido a la primera, vuélvelo a intentar otra y otra vez»—, deberíamos intentar otra vez la medida del alivio hipotecario. Basémonos ahora en haber comprendido que la economía lo necesita, desesperadamente, y dejemos de lado la inquietud de que algunos de los beneficios de esta ayuda puedan recaer sobre personas que en el pasado se han comportado irresponsablemente.

Pero el cuento tampoco termina aquí. Según apunté más arriba, los intensos recortes de los gobiernos estatales y locales han contribuido —de manera perversa— a que el estímulo fiscal sea más defendible hoy que a principios de 2009, puesto que, con solo cancelar los tijeretazos, conseguiríamos un enorme impulso económico. De un modo relativamente distinto, que la recesión económica haya sido tan prolongada también facilita el auxilio hipotecario. En efecto, la economía en depresión ha hecho disminuir las tasas de interés, incluidas las hipotecarias; si las hipotecas convencionales firmadas durante el auge de la explosión hipotecaria incluían a menudo tasas superiores al 6 por 100, en la actualidad estas son inferiores al 4 por 100.

En una situación corriente, los propietarios aprovecharían este descenso de las tasas para refinanciar la deuda, reduciendo el pago de intereses y liberando fondos que podrían gastar en otras cosas; es decir, impulsando la economía. Pero la burbuja nos ha legado una gran cantidad de propietarios cuyas viviendas apenas poseen valor residual; hay incluso bastantes casos de valor residual negativo: sus hipotecas son más elevadas que el valor de mercado actual de sus casas. Y, en general, los prestamistas no aprobarán una refinanciación de las viviendas cuyo valor residual es insuficiente (o exigirán a cambio una cancelación parcial adicional).

La solución no parece nada complicada: debemos hallar una manera de eliminar o, al menos, suavizar estas normas. En realidad, el gobierno de Obama contó con un programa creado para este fin, el HARP (Programa de Refinación Asequible de la Vivienda). Pero como las políticas de vivienda previas, el HARP ha sido un programa demasiado cauto y restrictivo. Lo que necesitamos es un plan de refinanciación a gran escala; y esto debería resultar más fácil ahora, cuando muchas hipotecas se deben a Fannie y Freddie y estas dos entidades están ya plenamente nacionalizadas.

Esto no está ocurriendo aún, en parte porque el jefe del Departamento Federal de Financiación de la Vivienda, que supervisa a Fannie y Freddie, se hace el remolón. (Aunque se trata de un cargo nombrado por el presidente, al parecer, Obama no quiere indicarle qué debe hacer ni está dispuesto a despedirlo.) Pero esto significa que la ocasión sigue esperándonos. Lo que es más, tal como ha señalado Joe Gagnon, del Instituto Peterson, una refinanciación masiva podría resultar especialmente eficaz si se acompañara del empeño decidido, por parte de la Reserva Federal, de rebajar las tasas de interés hipotecarias.

La refinanciación no eliminaría la necesidad de aplicar medidas adicionales de alivio de la deuda, al igual que revertir la austeridad estatal y local no implica que ya no necesitemos nuevos estímulos fiscales. Sin embargo, la clave de uno y otro factor es que, en ambos casos, los cambios de la situación económica a lo largo de los tres últimos años han creado la ocasión de adoptar medidas técnicamente sencillas, pero sorprendentemente eficaces, a la hora de dar un impulso a nuestra economía.

Y HAY MÁS

La lista de medidas posibles indicada más arriba no pretende ser exhaustiva. Hay otros frentes en los que nuestros gestores podrían y deberían actuar, especialmente en el comercio exterior; ya hace mucho tiempo que deberíamos haber adoptado una actitud más dura con China y otros manipuladores de divisas, incluso sancionándolos, si es preciso. También la legislación medioambiental podría interpretar un papel positivo: si se anuncian objetivos para poner coto —algo muy necesario— a los gases de efecto invernadero y las emisiones de partículas, con normas que vayan entrando en vigor de forma programada a lo largo del tiempo, el gobierno proporcionaría un incentivo a las empresas para que estas inviertan ahora en actualizaciones medioambientales, lo cual también contribuiría a acelerar la recuperación económica.

Sin duda, algunas de las medidas políticas que he descrito aquí no funcionarían tan bien como uno desearía, si se pusieran en práctica. Ahora bien, otras funcionarán mejor de lo esperado. Lo que resulta crucial, más allá de cualquier concreción, es la voluntad de actuar con determinación, de promover políticas de creación de empleo y de actuar sin descanso hasta que se consiga la meta del pleno empleo.

Por otro lado, los tímidos indicios de recuperación en los datos económicos recientes, si acaso, refuerzan aún más la necesidad de una intervención decidida. A mi entender, al menos, parece que la economía estadounidense podría estar remontando; quizá el motor económico esté a punto de prender, tal vez estemos a punto de lograr un crecimiento capaz de sostenerse a sí mismo. Pero no es nada seguro, ni mucho menos. Así que es hora de pisar a fondo el pedal del acelerador, no de levantarlo.

La gran pregunta, por descontado, es si alguien de los que está en una posición de poder será capaz de, o querrá, seguir el consejo de los que defendemos que es preciso adoptar nuevas medidas. ¿Los políticos, con sus desavenencias, estorbarán el proceso?

Sin duda, lo harán. Pero esto no es razón para abandonar. Y a ello le dedico mi último capítulo.

¡Acabad con esta depresión!

E
n este punto, espero haber convencido al menos a algunos lectores de que la depresión que estamos atravesando es, fundamentalmente, gratuita: no hace falta que suframos tanto ni que destruyamos tantas vidas. Además, podríamos acabar con esta crisis más rápida y fácilmente de lo que nadie imagina; nadie, claro está, salvo los que han estudiado de verdad el funcionamiento económico de las economías deprimidas y las pruebas históricas de cómo funcionan en estas economías las iniciativas políticas.

Pero al final del capítulo anterior, estoy seguro de que hasta los lectores mejor dispuestos han empezado a preguntarse si todo el análisis económico del mundo puede bastar para hacer algo verdaderamente útil. ¿Acaso un programa de recuperación como el que he descrito no está descartado, en lo que a la política se refiere? Y, por lo tanto, ¿abogar por un programa de esta naturaleza no es perder el tiempo?

Mi respuesta a estas dos preguntas es: «No necesariamente» y «Desde luego que no». Que haya un cambio real en la política —tal que deje de lado la obsesión de los últimos años por la austeridad y se centre de nuevo en la creación de empleo— es mucho más posible de lo que el saber convencional le invita a creer. Además, la experiencia reciente nos enseña una lección política crucial: es mucho mejor defender las creencias propias, luchar por lo que realmente debería hacerse, que intentar pasar por moderado y razonable al aceptar, en lo esencial, los argumentos del contrincante. Si no queda otro remedio, transija en las medidas políticas; pero jamás en la verdad.

Permítanme que empiece hablando de la posibilidad de dar un giro radical a las políticas de intervención.

NADA FUNCIONA MEJOR QUE LO QUE FUNCIONA

Los expertos se pasan el tiempo haciendo declaraciones, en tono muy seguro, sobre lo que quiere y cree el electorado estadounidense; y esta supuesta opinión pública se usa, con frecuencia, para sacar del tapete cualquier insinuación de cambio político serio, al menos si se presenta desde la izquierda. Estados Unidos es un «país de centro-derecha», nos dicen, y esto descarta cualquier iniciativa importante que implique nuevos gastos del gobierno.

Y, para no faltar a la verdad, debemos reconocer que existen líneas, tanto a la derecha como a la izquierda del espectro, que probablemente la política no puede cruzar sin asegurarse una catástrofe electoral. George W. Bush lo descubrió cuando quiso pri-vatizar la seguridad social tras las elecciones de 2004: a la opinión pública la idea le pareció odiosa y su intento de asaltar la cuestión no tardó en estancarse. Una propuesta comparable de tendencia liberal —por ejemplo, un plan para introducir una auténtica «atención médica social», que administrase todo el sistema sanitario con un programa gubernamental semejante a la atención sanitaria de los veteranos— correría, probablemente, la misma suerte. Pero cuando hablamos del tipo de medidas políticas que analizamos aquí —medidas que, en su mayoría, intentan potenciar la economía, más que transformarla—, no cabe duda de que la opinión pública se muestra menos coherente y menos contundente de lo que las crónicas diarias le quieren hacer creer.

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