Read ¡Acabad ya con esta crisis! Online
Authors: Paul Krugman
LAS COSAS NO VAN BIEN
Escribo estas palabras en febrero de 2012, no mucho después de que la estadística laboral haya mejorado más de lo previsto. De hecho, en los últimos meses, hemos venido recibiendo noticias algo alentadoras en materia de ocupación: el empleo está creciendo con relativa solidez, las cifras de desempleo están cayendo, las nuevas solicitudes de seguros de paro están disminuyendo, el optimismo sube.
Y quizá esté pasando que los poderes de recuperación natural de la economía estén empezando a actuar. Incluso John Maynard Keynes defendió la existencia de este potencial de recuperación; que, con el tiempo, «el uso, el deterioro y la obsolescencia» van corroyendo las reservas existentes de edificios y máquinas, lo cual termina por causar una «escasez» de capital que induce a las empresas a empezar a invertir y, con ello, iniciar un proceso de recuperación. Cabría añadir que la carga del endeudamiento familiar también está rebajándose, aunque muy despacio, pues algunos hogares han logrado devolver sus deudas mientras otras están siendo canceladas por impago. Así pues, ¿ahora ya no es necesario actuar?
Sí lo es.
Para empezar, en realidad esta es la
tercera
vez en la que mucha gente ha hecho sonar la sirena del final del bombardeo. Después de que en 2009 Bernanke viera «brotes verdes» en la economía, y de que en 2010 el gobierno de Obama calificara aquel verano como el de la «recuperación», sin duda habrá que esperar algo más antes de poder cantar victoria. No basta con aunar unos pocos meses con datos mejores.
Lo que verdaderamente debe entenderse bien, sin embargo, es que nos hallamos en un agujero muy profundo y que la reciente mejora es poca cosa, en comparación. Déjenme ofrecer un indicador de dónde estamos: la fracción empleada del grupo central de la población en edad de trabajar (según se muestra en la página siguiente). Al utilizar este indicador, no quiero sugerir que la disponibilidad de puestos de trabajo para los estadounidenses jóvenes y mayores carezca de importancia; simplemente elijo un indicador del mercado laboral que no se ve afectado por tendencias como la del envejecimiento de la población, de forma que es coherente a lo largo del tiempo. Y lo que nos indica es que, en efecto, en los meses más recientes ha habido cierta mejora; pero también podemos ver que la mejora es casi lastimosa, en comparación con el hundimiento de 2008 y 2009.
Aunque en fecha reciente ha habido alguna mejora en el panorama del empleo, aún estamos bien metidos en el hoyo.
Fuente
: Agencia Estadounidense de Estadística Laboral
A este ritmo, incluso si continúan las buenas noticias recientes, ¿cuánto tardaremos en recuperar el pleno empleo? Muchísimo. No he visto ningún cálculo verosímil que sitúe el plazo de plena recuperación en menos de cinco años; y, probablemente, un período de unos siete años es una cifra más realista.
Esta es una perspectiva terrible. Cada mes que pasamos en esta depresión inflige un daño continuo y acumulativo a nuestra sociedad, un daño que no debemos medir solo con el sufrimiento actual, sino también con la degradación del futuro. Si podemos tomar medidas que aceleren radicalmente la recuperación —y estas medidas existen—, debemos adoptarlas.
Pero, dirá el lector, ¿qué haremos con los obstáculos políticos? Son reales, por descontado; pero quizá no sean tan insuperables como mucha gente piensa. En el presente capítulo quiero dejar las querellas de los políticos a un lado y hablar sobre las tres áreas principales en las que la intervención activa podría suponer una enorme diferencia, empezando con el gasto gubernamental.
GASTEMOS AHORA, PAGUEMOS MÁS ADELANTE
La situación básica de la economía estadounidense, en la actualidad, es la misma que se ha vivido desde 2008: el sector privado no está dispuesto a gastar lo suficiente para utilizar toda nuestra capacidad productiva y, por lo tanto, dar empleo a los millones de estadounidenses que ansian trabajar pero no encuentran puestos de trabajo. La forma más directa de cerrar esta brecha es que el gobierno gaste donde el sector privado no lo hace.
Cualquier propuesta como esta suele recibir tres objeciones:
De las dos primeras objeciones ya me he ocupado en páginas anteriores de este libro. Permítanme, pues, resumir brevemente los argumentos ya aportados, para luego pasar al tercer reparo.
Como expliqué en el capítulo 7, el estímulo de Obama no fracasó porque fuera inútil; sencillamente, careció de la magnitud suficiente para compensar la enorme retirada del sector privado, que ya estaba en marcha antes de la aparición del estímulo. Que el desempleo siguiera siendo alto no solo era predecible, sino que se predijo así.
Las pruebas reales que deberíamos estar examinando aquí son las del corpus de obras de investigación económica, que crece con rapidez, sobre los efectos que tienen los cambios del gasto gubernamental sobre la producción y el empleo. Estos estudios se basan tanto en los «experimentos naturales» (por ejemplo, las guerras y las carreras de armamento) como en un examen cuidadoso de los precedentes históricos, tendente a identificar los grandes cambios en las políticas fiscales. El epílogo de este libro resume algunas de las aportaciones principales a esta investigación. Lo que nos dicen estos trabajos, de forma clara y convincente, es que los cambios en el gasto gubernamental mueven la producción y el empleo en la misma dirección: si se gasta más, crecerán tanto el PIB real como el empleo; si se gasta menos, el PIB real y el empleo menguarán.
Y ¿qué decir de la confianza? Como expliqué en el capítulo 8, no hay razón para creer que ni siquiera un estímulo sustancial socavaría la buena disposición de los inversores a comprar bonos estadounidenses. De hecho, la confianza del mercado de bonos bien podría acrecentarse, ante la perspectiva de un crecimiento más rápido. Además, la confianza tanto empresarial como de los consumidores también se reforzaría, de hecho, si las políticas de gestión se centraran en promover la prosperidad de la economía real.
La última objeción, relativa a dónde invertir, tiene más fuerza. Mientras se estaba diseñando el plan de estímulo original de Obama, ya existía cierta inquietud ante la idea de que no había suficientes proyectos aptos para la intervención inmediata. Yo replicaría, sin embargo, que incluso entonces las restricciones del gasto no eran tan estrictas como imaginaban muchos funcionarios de primer nivel. Y, en el momento actual, sería relativamente fácil conseguir un importante aumento temporal del gasto. ¿Por qué? Porque podríamos dar un gran impulso a la economía tan solo con invertir la austeridad destructiva que ya han impuesto los gobiernos estatales y locales.
Ya he mencionado esta austeridad antes, pero realmente resulta crucial si uno piensa en lo que podríamos hacer, en el corto plazo, para ayudar a nuestra economía. A diferencia del gobierno federal, los gobiernos locales y estatales se ven más o menos obligados a equilibrar sus presupuestos año por año, lo que supone que, en un contexto de recesión, deben recortar sus gastos y/o elevar sus impuestos. El plan de estímulo de Obama incluía una partida relevante de ayuda para los estados, concebida para contribuir a evitar estas acciones, que deprimen la economía; pero el dinero ya fue insuficiente durante el primer año y hace mucho que se ha terminado. El resultado ha sido una reducción de calado, documentada en el cuadro de la página siguiente, que muestra el empleo proporcionado por los gobiernos locales y estatales. En la actualidad, el número de trabajadores empleados por estos gobiernos ha caído en más de medio millón. Y la mayoría de estos puestos de trabajo perdidos vienen de la educación.
En los niveles inferiores de gobierno, el empleo se ha reducido notablemente, cuando debería haber seguido creciendo al ritmo de la población. Más de un millón de personas han quedado sin empleo; muchos eran maestros.
Fuente
: Agencia Estadounidense de Estadística Laboral
Preguntémonos, pues, qué habría ocurrido si los gobiernos estatales y locales no se hubieran visto obligados a la austeridad. Sin duda, no habrían despedido a todos esos maestros; de hecho, sus fuerzas de trabajo habrían continuado creciendo, aunque solo fuera para dar servicio a una población más numerosa. La línea intermitente muestra qué nivel habría alcanzado el empleo de los gobiernos estatales y locales si hubiera continuado creciendo en línea con la población, en torno al 1 por 100 anual. Este cálculo aproximado sugiere que, si se hubiera proporcionado una ayuda federal suficiente, estos gobiernos de segundo y tercer nivel quizá estarían dando empleo hoy a 1,3 millones de trabajadores más de los que en verdad emplean. Un análisis similar en la faceta del gasto sugiere que, de no haber sido por las graves restricciones presupuestarias, los gobiernos estatales y locales estarían gastando quizá unos 300.000 millones de dólares anuales más que en la actualidad.
En consecuencia, aquí mismo hay un estímulo de 300.000 millones de dólares anuales, que podría llevarse a cabo con tan solo proporcionar a los estados y municipios la ayuda suficiente para que dieran marcha atrás en sus recientes recortes presupuestarios. Ello crearía mucho más de 1 millón de puestos de trabajo directos y, probablemente, cerca de 3 millones, cuando se toman en cuenta los efectos indirectos. Y se podría hacer con suma rapidez, dado que solo estamos hablando de cancelar recortes, no de iniciar nuevos proyectos.
Aun así, también deben existir nuevos proyectos. No es preciso que sean proyectos visionarios, como un ferrocarril de velocidad ultrarrápida; pueden constar principalmente de inversiones prosaicas en carreteras, mejoras del ferrocarril, sistemas hídricos y demás. Un efecto de la austeridad obligada en el nivel estatal y local ha sido una caída brusca de la inversión en infraestructuras, lo que ha supuesto retrasar o cancelar proyectos, demorar mantenimientos, etcétera. Así, sería posible dar un impulso importante al gasto con el mero acto de recuperar todo lo que se ha pospuesto o cancelado en estos últimos años.
Pero ¿qué ocurriría si algunos de estos proyectos tardan cierto tiempo en ponerse en marcha y, entretanto, la economía se ha recuperado antes de que concluyan? La respuesta más apropiada es: ¿y qué importa? Desde el principio de esta depresión, ha sido evidente que los riesgos de hacer demasiado poco son muy superiores a los riesgos de emprender de más. Si el gasto del gobierno amenazara con recalentar la economía, estaríamos ante un problema que la Reserva Federal puede contener con facilidad: bastaría con que elevara las tasas de interés un poco más rápido de lo que habría hecho en otra circunstancia. Lo que deberíamos haber temido durante todo este tiempo es lo que pasó en realidad: que el gasto del gobierno fuera inadecuado para la tarea de promover la creación de empleos y que la Reserva Federal se viera incapacitada para recortar los tipos porque ya han llegado al cero.
Esto no implica que la Reserva Federal no pueda, y deba, adoptar más iniciativas, un tema sobre el que volveré dentro de un minuto. Pero antes, déjenme añadir que hay al menos otro canal adicional mediante el cual el gasto del gobierno podría proporcionar un impulso ciertamente rápido a la economía: con más ayuda a las personas en dificultades, a través de un incremento temporal de la generosidad del seguro por desempleo y otros programas de la red de seguridad social. En el plan de estímulo original hubo un componente similar, aunque no fue suficiente y se desvaneció demasiado pronto. Si se pone dinero en manos de quienes lo necesitan, es muy probable que lo gasten, y esto es, exactamente, lo que necesitamos que pase.
Así pues, los obstáculos técnicos a un nuevo gran plan de estímulo fiscal —un nuevo y significativo programa de gasto gubernamental, que propulse la economía— son mucho menos obvios de lo que mucha gente parece imaginar. Podemos hacerlo; y resultará todavía mejor si la Reserva Federal se suma con otras iniciativas.
LA RESERVA FEDERAL
Japón entró en una prolongada recesión a principios de los años noventa, recesión de la que aún no ha vuelto a emerger por completo. Esto representó un enorme fracaso de la política económica y los observadores externos lo señalaron con toda claridad. Por ejemplo, en 2000, un eminente economista de Princeton publicó un artículo que criticaba intensamente al Banco de Japón (banco central del país, equivalente a nuestra Reserva Federal) por no haber adoptado medidas más poderosas. El Banco de Japón —decía este artículo— sufría una «parálisis infligida por sí mismo». Además de sugerir una serie de medidas específicas que el Banco de Japón debería adoptar, el documento también defendía, más en general, que debería hacer todo lo preciso para favorecer una recuperación económica intensa.