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Authors: Dolores Payás

Tags: #Relato

Adorables criaturas (29 page)

BOOK: Adorables criaturas
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El brazo de Inés se encaminó cuerpo abajo y se detuvo a la altura de la ingle. Allí la mano arrió la camisa, centímetro a centímetro, abriéndose y cerrándose, igual que si rascara el cráneo de un gato marrullero. Apareció la crin encrespada del pubis y los elegantes dedos se perdieron al instante en ella. El poético pajarillo se salía de madre.

Miss Lucy aguardaba al fondo del pasillo. El doctor era rencoroso, desde que había osado cuestionar su tratamiento le había negado acceso al dormitorio durante las consultas. Prudente, ella se dejaba ver lo menos posible para no atizar más su resquemor. Había colocado una silla en la oscuridad, y al primer tintineo de la campanilla de la puerta su traje gris se acantonaba en las sombras, de tal modo que muchas veces el médico entraba en el dormitorio y salía de él sin tan siquiera percibir su presencia.

Hoy, en cambio, vio que su cabeza asomaba por la puerta abierta y la buscaba con la mirada. Salió de su penumbra y acudió. El médico quería que le subieran toallas mojadas. Un poco más tarde, después de que sus nudillos rozaran la puerta para entregarle el pedido, oyó suspiros extraños provenientes del interior del cuarto. Pero el cuerpo voluminoso del hombre ocupaba casi todo el marco de la puerta y lo único que alcanzó a entrever, bajo el pliegue de su axila, fue el pie desnudo de Inés frotando la sábana.

—Haga el favor de esperar abajo,
miss
.

Le había escupido las palabras sin mirarla. Estrujaba una de las toallas y el chirrido de su voz atiplada cerraba el paso a cualquier pregunta. Tuvo que obedecer, aunque lo hizo sólo lo justo. Bajó la escalera y se quedó en su arranque, con la mano apoyada en la esfera de mármol helada que marcaba el inicio de la balaustrada.

Desde el pasillo, Samuel aguardó a que su figura empequeñeciera tras la curva de la escalinata antes de regresar al interior del dormitorio. Se congratulaba de haberla apartado de la escena. No era la única desterrada. También había exigido que el lactante y la nodriza se eclipsaran del piso alto durante las visitas. El aya era un ente indiscernible pero el niño poseía el raro talento de berrear en los instantes menos oportunos.

Arrodilladas, trapeando el suelo del vestíbulo, las doncellitas habían visto descender a la
miss
. No bien hubo abandonado el peldaño más bajo, arriba se comenzaron a oír batacazos. Eran igualitos al ruido que hacía la ropa mojada cuando ellas la azotaban en la piedra del lavadero y a cada golpe seguían ayes y gemidos. Con el susto se les volcó el cubo de fregar, un charco de agua turbia se extendió por las baldosas. Trataron de contener sus orillas empapando a toda prisa las bayetas y escurriéndolas dentro del cubo. Esperaban que les cayera encima un buen sermón, mas no fue así. Los contornos líquidos comenzaron a retroceder y se atrevieron a levantar los ojos hacia la gobernanta. Desde su posición la veían imponente pero en ese preciso momento inspiraba más lástima que temor. Tenía el rostro vuelto hacia el piso alto, frente y mejillas parecían recién salidas de la brocha del encalador. Su mano seguía aferrada a la esfera. Salvo por el ligero veteado gris del mármol, apenas si había diferencia de color entre su piel y la piedra. Su cuerpo se estremecía y hacía movimientos contradictorios. Subió dos escalones, desistió y se apeó de ellos. Luego trepó tres para bajar dos, hasta que por fin se quedó en los bordes del primero. Arriba se acallaron los ruidos, pero las niñas estaban totalmente acoquinadas. La enfermedad de la señora debía de ser algo espantoso para que se lamentara de aquella manera. Igual que si la estuvieran zurrando. ¿Y por qué la
miss
, que tanto la quería, no había ido corriendo en su auxilio? ¿Qué terrible secreto encerraba todo ello?

El rebaño de Zinnias

Fue una suerte que el señor De Ubach no asistiera al último espectáculo ofrecido por su acrisolada esposa. Y Samuel prefirió no entrar en descripciones de lo que él calificaba como sintomatología periférica, pues no se refería al trastorno principal, sino que sólo era una manifestación del mismo. Rozó el asunto de modo opaco, insinuando que la paciente sufría algún tipo de alucinaciones sensoriales. León demandó más precisión, y entonces le mareó enumerando todas las enrevesadas pruebas y análisis practicados. Y añadió otro extenso listado de las enfermedades que su mujer «no» padecía. En paralelo, dijo, mantenía consultas con neurólogos de París. Y estos desvelos, continuó, insertando cuña provechosa, traían consigo montañas de gastos: materiales diversos, despachos urgentes al extranjero, etcétera. Resumiendo, había que poner al día los honorarios.

A la palabra gastos, el empresario se cerró como un mejillón cauteloso. No porque fuera cicatero, no lo era, sino porque el doctor le había exasperado con sus inventarios, y no tenía la menor intención de ponérselo fácil. Olvidaba la nula susceptibilidad de su empleado en cuestiones crematísticas: él mismo sugirió una cantidad exorbitante, gastos aparte, sin ningún empacho.

El número superaba las cuatro cifras, pero Samuel confiaba en el pragmatismo de su cliente; con las complicaciones de la huelga no tendría humor para regateos. Así fue, León se resignó y otorgó. Y él entendió la concesión como un ancha es Castilla endosado a su favor, en presupuesto y en criterios médicos. La desmesurada cifra implicaba dinero real, pero también simbólico. El dueño de la casa le hacía depositario absoluto de su confianza.

Hacia finales de julio, el cabriolé de la madre del doctor pasaba más tiempo en casa de los Ubach que en su cochera. Y a principios de agosto ya era un elemento decorativo tan inmutable como las columnas que sostenían el pórtico de entrada a la mansión.

El vehículo escalaba cada mañana la cuesta de la colonia a regañadientes y con paso muy cansino. El viejo caballo percherón se sentía explotado. No daba para más, pero cumplía. Y tras numerosos resoplidos, hilachas de babas y golpes de testuz, acababa siempre por depositar su carga a los pies de la fachada. Concedida una libertad transitoria al equino, el doctor trotaba por los peldaños de la escalinata exterior con dinamismo. La entrega de un treinta y tres por cien a cuenta había activado un sinfín de ideas creativas. Y el galeno llegaba pimpante, con la imagen corporativa reforzada por un nuevo maletín con su título académico y nombre repujados en letras de oro (inversión de una parte no despreciable de ese treinta y tres por cien). Se abría la puerta, depositaba sombrero y bastón en manos de una de las criaditas. Y el eco de la campanilla aún repicaba mientras cruzaba el tablero blanco y negro del vestíbulo a pasito corto y rápido, como una ficha de damas empujada por un jugador hábil. Abordaba el primer tramo de subida con el mismo empuje saltarín. Aterrizaba en el viraje del rellano con la velocidad un tanto mermada y de allí proseguía la escalada del segundo tramo con el resuello corto pero el pabellón alto. Irrumpía en el dormitorio, dejaba el maletín nuevo sobre una silla, bien a la vista. Luego se frotaba las manos y saludaba a la paciente con el jovial «¿qué tal nos encontramos hoy, querida?» con el que todos los médicos del mundo entero se adhieren espontánea y solidariamente a las enfermedades de quienes tienen a su cargo. Acto seguido se entregaba a su labor.

El servicio, con su gobernanta al frente, había sido adiestrado con severidad y redundancia. Las criadas no corretearían por la casa. Nada de cantar, reír o gritar. Sólo entrarían en el dormitorio rojo para hacer limpieza, de puntillas y moviéndose por entre los muebles como nereidas traidoras. Y si el ama les preguntaba alguna cosa, responderían con monosílabos que no alentaran el diálogo. La nodriza se encargaría de que la presencia del niño fuera lo más borrosa posible. Su madre podría verle siempre y cuando no se alterara ni perdiera la compostura. Había que evitar a toda costa cualquier emoción intensa, el amor materno entraba en esa categoría. Tapones de cera por las noches, y tanto mejor si también parte del día. Las comidas, en bandeja, en la cama y servidas siempre por miss Lucy. Se imponía una dieta trapense. En la cocina se recibieron instrucciones que cayeron como una bomba y que Rita consideró una afrenta personal. La señora no ingeriría vino ni licores ni té ni café. Tampoco animales de caza nerviosos, enérgicas carnes rojas o pescados azules grasos. Comería mucho blanco, blando y farináceo: arroz, macarrones y patata hervida. Y lo verde, con el color amainado tras una cocción prolongada; una herejía, esta última, que dejó a la cocinera lívida.

En este marco reglamentado, el médico pudo explayarse a discreción. Se consideraba a sí mismo un vanguardista, por lo que no tuvo nada de sorprendente que inaugurara la nueva etapa con un tratamiento cercano al mundo de los exorcismos medievales. El cuerpo de la enferma debía purgar todo lo que albergara en su interior, sólido, líquido o gaseoso. De acuerdo con esto, se le dieron expectorantes, exudativos, laxantes y diuréticos. Y durante varios días la distinguida señora De Ubach drenó sin cesar. Vomitó, orinó, sudó, defecó y ventoseó metano hasta tener la lampistería impoluta, con todos los conductos y el de entrada y salida, relucientes. Sin embargo, no mejoraba, incluso semejaba más aletargada que antes. El doctor anduvo algo alicaído un par de días. Luego se reanimó y pasó al plan B, que consistía, sencilla y llanamente, en invertir el tratamiento. Ahora la paciente debía atesorar, como un bien preciado, cualquier fluido, vapor o materia sólida. En consecuencia, se le dieron retentivos, astringentes y coagulantes. Se agotaron las existencias de las boticas de la cercana ciudad, hubo que recurrir a las de la capital. Cambió el paisaje del dormitorio. Cosméticos, peines y perfumes huyeron del coqueto tocador; en su lugar se elevó una empalizada de tubos de ensayo, jeringas y frasquitos multicolor. Los libros de la mesita de noche fueron barridos en favor de balanzas, quemadores de alcohol y alambiques en miniatura. Llegó el día en que las superficies no alcanzaron. Se trajeron muebles suplementarios, pronto también atestados de reconstituyentes, palanganas, emplastos y cacharros irreconocibles. Menos uno, le sopló Elena a Juana en secreto. Había identificado la botella invertida de la que colgaba un tubo de caucho con un pequeño grifo. Su bisabuelo nonagenario se encerraba a menudo en la letrina con un cachivache igual y el airado resto de la familia tenía que evacuar de nuevo en el establo; un retroceso penoso, se mirara como se mirara.

Tras arduo regateo, y casi de propina, el doctor se había hecho con un cuaderno de tapas a juego con el maletín. Allí apuntaba los tratamientos y reacciones de la paciente. Comparaba notas y sentaba hipótesis que esparcía en forma de granizada postal entre sus colegas, algunos de los cuales empezaban ya a temer la llegada del abultado sobre color sepia con letra redonda y volatinera, como la de un colegial en una libreta de caligrafía. También el hospital parisino de la Salpêtrière fue asaltado con un ímpetu similar. Para liberarse del flagelo, la junta directiva acordó mandarle copia de una docena de imágenes de archivo. No fue sencillo dar con los viejos negativos, reimprimirlos, así que le cobraron una cifra astronómica. Samuel no racaneó, el gasto era imprescindible y además no lo financiaba su bolsillo. Veía paralelismos muy significativos entre Augustine, la favorita vesánica del maestro Charcot, y su propia
protégée
. Hubiera deseado contratar los servicios del mejor retratista de la ciudad. Si se pudieran eternizar los trances de Inés igual que Charcot había plasmado los de Augustine… Pero prevaleció el sentido común, y descartó una idea que hubiera acarreado daños irreparables a su cuenta bancaria. El señor De Ubach no le hubiera perdonado semejante indiscreción.

A León, poco tendiente a los melodramas, no le supuso esfuerzo mantenerse en un punto equidistante entre una genuina preocupación y la más desvergonzada inopia. Quería saber, pero no demasiado. Exigía que se le informara, pero no en detalle. Prefería la acción a la especulación. No había nada que él pudiera hacer, salvo pagar y dejar que los expertos desentrañaran los enigmas neurovegetativos de su amada esposa.

Samuel le había desaconsejado más de una visita diaria al lecho de la paciente. La cumplía a rajatabla y tenía la gentileza de llevarle ramos que él mismo cortaba en el jardín. Los encargados de su mantenimiento estaban tan en huelga como el resto de la colonia, y el lugar iba camino de convertirse en una impenetrable jungla de secano. El industrial ignoraba todo sobre plantas, y se limitaba a perseguir manchas de color abriéndose paso entre enredos de ortigas y cardos ciclópeos de follaje acorazado. La fortuna le sonrió porque en su segunda expedición se topó con un parterre que le resolvió el compromiso de modo perdurable. Era una tierra a pleno sol, reseca y cuarteada, pero en su superficie medraba un rebaño tan servicial como los panes y los peces de las bodas bíblicas. Cuanto más lo diezmaba, más proliferaba. El bosquecillo triunfaba sobre las malas hierbas, formando una saludable reunión de plantas altas y desafiantes. Sus tallos se ramificaban, alumbraban capullo tras capullo, y éstos se abrían en varias capas de pétalos carnosos y glaseados como polvo de libélula. Las floraciones eran nulas en cuanto a fragancia pero frenéticas en materia de color; una fosforescente gama de fucsias cegadores, naranjas violentos y amarillos insultantes. Le producían un cierto aturdimiento. Las encontraba chillonas, incluso vulgares, hasta donde se puede atribuir vulgaridad a un ser vegetal. Pero cuando las subía al dormitorio, en los labios de su mujer se dibujaba una sonrisa. Y él concedía gran valor a esta pincelada de humor. Provenía de un pasado feliz y despreocupado. Garantizaba la permanencia de una cierta normalidad, alejaba su pánico naciente.

Una vez colocados los colorines en medio de la farmacopea, acercaba una silla a la cama, tomaba la mano fláccida de la figura tendida y sobre su dorso murmuraba las melancólicas noticias del mundo exterior. No se censuraba, al contrario, prescindía de toda reserva. Quizá porque la muchacha silenciosa y postrada era, de alguna manera, la compañera perfecta. (Una idea recurrente: cien años más tarde, un galardonado artista del cinematógrafo, la ratificaría en una obra muy celebrada. Habla con ella, le dictaba el autor al inefable antihéroe, sentado también a la vera de una muchacha artísticamente entubada y ausente.)

En el lecho de la enferma el industrial vertía todos sus sinsabores. Lloraba por los telares desiertos, los encargos imposibles de entregar y la escasa comprensión de sus colegas. Y por la infame traición de los suyos. Trabajaban menos horas que en otras colonias, sus hijos iban a la escuela más tiempo y algunos incluso eran becados para la educación superior. Sin embargo, mordían su mano amable y paternal. Un asunto deplorable.

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