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Authors: Dolores Payás

Tags: #Relato

Adorables criaturas (30 page)

BOOK: Adorables criaturas
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Inés escuchaba su quejosa jerigonza con los ojos vacíos, el cuerpo distendido y las facciones bañadas por una tranquila dulzura. A ratos le apretaba un poco la mano a modo de gesto solidario y consolador. Mientras no se le pidiera opinar o actuar, su disposición era buena. Identificaba sin dificultad al caballero que aparecía cada dos por tres cargado con brazadas de zinnias. Era su marido, y le resultaba cómico. Serio, oscuro, átono, pero parapetado tras las flores más alocadas que ha dado la botánica (origen: México, rastreaba con precisión su enciclopedia mental). De ahí que exhumara algo de su ingenio malicioso, expresado en esa leve sonrisa que su consorte desorientado agradecía tanto.

A los primeros días de hambruna feroz, mal humor y brotes de susceptibilidad, se habían sucedido otros de extraordinaria ligereza. Ya no deseaba comer ni beber, apenas tenía necesidades fisiológicas. Vivía embebida en una languidez caldosa en la que se difuminaban los ribetes de las horas, y donde el sol y la luna iban y venían indistinguibles. Una mañana amaneció con el aliento dulzón y la boca afrutada. Sintió que flotaba, ligera y leve, como si se le hubiera concedido el raro privilegio de escapar al gravamen newtoniano. De modo extraño y contradictorio, le costaba moverse; piernas y brazos se encepaban plomizamente al colchón. No luchó contra ello. Sin las exigencias dictatoriales del cuerpo, todas las energías fluían hacia los relatos internos, ricos en maravillas y espejismos. A menudo despertaba, de día o de noche, después de sentir un maremoto que la dejaba volando por encima de los doseles, con el vientre pulsátil, la matriz abierta y la entrepierna fundida en púrpuras.

Días de gloria

Fama crescit eundo
. La noticia de la enfermedad de la señora De Ubach se extendió con la debida velocidad provinciana, que suele superar, con mucho, a la urbana. El juramento hipocrático, al igual que otros tantos compromisos de calibre pesado, era susceptible de múltiples interpretaciones. Y el doctor Samuel largó suficiente lastre como para que toda la provincia se reconcomiera de curiosidad. Corrieron las habladurías, sumadas a un regocijo impúdico que muchos ni siquiera se tomaron la molestia de simular. El consultorio del doctor zumbaba como un panel en pleno rendimiento. Su titular y rey absoluto, sentado en el despacho, con el abdomen hinchado expandiéndose sobre la mesa, se dejaba arrullar por un apretado enjambre de damas, pero no les aflojaba sino vaguedades. Y si alguna le atacaba demasiado de frente, le soltaba una arenga, remitiéndola a códigos éticos ancestrales de imposible transgresión.

Al caer la noche, tras abundantes libaciones, se acomodaba a la vera de su madre, listo para la guardia nocturna. Para entonces se le había soltado la lengua y lo único que ansiaba era cancha sin límites para el esparcimiento. Más decisorio aún, frente a la autoridad materna no había pamplinas deontológicas que valieran. Ni se le ocurrió que su santa progenitora pudiera propagar las noticias. Además de un compendio de virtudes, era muy mayor, jamás salía de casa y sus pacientes no la visitaban. Las encrestadas damas se tenían en demasiada estima como para frecuentar a una mujer que años atrás, antes de casarse con el carnicero de la calle principal, había servido en casa de los padres de la presidenta de la congregación mariana.

Fue precisamente ésta la primera en olerse que la vieja podría constituirse en fuente de información permanente. Al siguiente jueves, durante la merienda semanal mariana, mientras perforaba el chocolate humeante con churro tras churro, se las arregló para traer a colación las catorce obras de misericordia, haciendo especial hincapié en la cuarta: visitar a los enfermos. Y a los ancianos, adjuntó casi como al azar. Adaptaba el mandamiento a una necesidad puntual, pero no cabía la menor duda de que los ancianos estarían incluidos entre los beneficiarios de la misericordia divina.

La sirvienta reciclada a señora era humana y ladina a carta cabal, por lo que adivinó la martingala incluso antes de que se hubiera gestado. Había padecido a la dama mayor en sus épocas de criada, una niña insufrible que ya presagiaba a la mujer detestable. Y si la Parca le hubiera ofrecido el cumplimento de un último deseo antes de morir, habría especificado éste. Deseaba, más que nada en el mundo, que aquellas focas infatuadas le lamieran las posaderas. En consecuencia, se hizo de rogar poco menos que si fuera una diva colapsada de citas. Durante varios días, cada vez que las visitantes llamaban a su puerta cosechaban la misma respuesta: la señora no estaba lo bastante «afinada» como para recibir. Muchas gracias, vuelvan siempre que quieran. Las tuvo así, en vilo, una semana entera. Se dejó cubrir de solicitudes y presentes. Aguardó hasta tener la habitación atestada de flores y cajas de bombones con lazos de colores. Y sólo entonces les concedió audiencia con pompa imperial. Se entronizó sobre un nido de almohadones apilados, y a ellas las encajonó en un inhóspito anfiteatro de taburetes puestos alrededor de la cama, de tal modo que su mirada de cernícalo las abarcara al completo. Verlas chisporroteando en ascuas era un regodeo. Estiró prólogos y protocolos, inquiriendo sobre la salud de la totalidad de sus parentelas y ensartando después con una minuciosa descripción de sus propios achaques geriátricos. Por fin, tras esperar a que la criada cerrara la puerta dejando tras ella una bandeja con vino de misa, frutos secos y pasas, abrió compuertas y les arrojó la mercancía tan largamente deseada.

El acontecimiento tuvo la envergadura de una avalancha. Las mujeres se lanzaron sobre el material con ansiedad carroñera. Sus corazones se pisotearon, acelerados, y las exclamaciones generales de asombro y asco compitieron en intensidad, aunque todas ellas tuvieron la elocuencia que exigía la ocasión. Y si no hubo que lamentar desvanecimientos fue porque lo que se debatía era demasiado apasionante como para malgastar tiempo en desahogos personales. Asimilados los datos y agotado el abanico de aspavientos, llegó la hora de la razón. En un grandioso alarde de fariseísmo, la dama mayor aseguró que la extraña enfermedad de la Ubach no le significaba una gran sorpresa. Que sucediera algo así era inevitable. Recordó, entre un general cabeceo de aseveración, que ella, tan perceptiva, había profetizado el advenimiento del conflicto mucho tiempo atrás. Y advirtió, a modo de augurio siniestro, que aquello no era más que el principio…

Los días que siguieron a este cónclave trascendental fueron sin lugar a duda los más rutilantes en la vida de la madre del doctor. Había sido un espléndido desquite. Sin embargo, tanta gloria traía consigo el germen de un desasosiego; ni los agasajos ni los diez minutos de fama eran gratuitos. Se estaba agotando la moneda en circulación, ya casi no quedaban huevos en la cesta. Cuando entregara el último, su fugaz vuelo estelar iniciaría una caída en picado. Volverían las horas solitarias, el tedio, el exilio. Se ulceraba sólo de pensar en ello, le había tomado afición a ser el centro del cotarro. Caviló, sopesó pros y contras de varias opciones, y se inclinó por la del espionaje nocturno.

Al doctor Samuel le habría dado un cubrimiento miocardial de haber visto a su venerada matriarca en acción. Agarrada a una lámpara de aceite, la inválida aleteaba por la casa y se deslizaba por barandillas y escalones con una agilidad que él había perdido muchas décadas atrás. Mas nunca la vería: sus ronquidos retumbaban por doquier, y los potentes decibelios acompañaban, parejos y sin amortiguación, el trayecto materno al completo (y eso que el consultorio estaba ubicado en los bajos del otro extremo de la casa).

La vieja fisgona no necesitó buscar mucho para hallar lo que buscaba. El cuaderno de notas estaba en el fondo de un cajón del despacho sin llave echada. Sus crónicas diarias llenaban páginas enteras. Pero la decepcionaron. Eran material magro y repetitivo: posturitas, toqueteos, gemiditos de gusto. Todo más que manido. Pasada la conmoción de lo novedoso, cuyas huellas ya se estaban disipando, la monótona letanía acabaría por aburrir a sus escuchas.

Apenas fue consciente de que comenzaba a añadir detalles de su propia cosecha. Primero fueron bagatelas ornamentales. Más tarde adquirieron consistencia de argumento principal. Tenía una mente tortuosa y fértil, y nada que hacer en todo el día. La misma Sherezade hubiera rabiado de envidia ante sus habilidades narrativas. Sin esfuerzo aparente, urdía sinuosos hilos narrativos, creaba tramas sorpresivas y añadía capítulo tras capítulo a la historia para que la audiencia no la sentenciara, en este caso, al olvido. Poseía un don natural para la escatología y lo aplicó a mansalva, intuyendo que lo escabroso vendería bien. Atinó de pleno. En sus aposentos convergía una sociedad femenina sedienta de oír sobre desviaciones aberrantes y concupiscencias retorcidas. Sus relatos contaban con una ventaja añadida: la emisión regular, en formato de folletín por entregas. Así fue como consiguió prolongar su presencia en el candelero, y además sine díe, pues no dependía sino de sí misma y de sus propios talentos. Metida en su tronera, como un pequeño cañón de artillería rebozado en mañanitas y pañuelos, lanzaba la munición ponzoñosa casi a diario. Y bajo su mirada feliz, la bandada rapaz se congregaba para desmenuzarla, tragarla y regurgitarla, cada vez más pútrida y apestosa.

Llega un envío de París

El repentino ajetreo que se vivía en las habitaciones de la anciana moribunda llenó de gozo al doctor. Los desaires sociales hacia su sagrada pariente siempre le habían dolido en lo más hondo. Ahora se arrancaba una vieja espinita martirizadora. Más valía tarde que nunca. Y dice mucho de su candidez el que no tuviera ni el menor asomo de una sospecha. Ni tan sólo escondió el paquete de París que el cartero trajo una buena mañana; un cubo de tamaño mediano, prolijamente cosido con tela de saco.

Inútil decir que la vieja se enteró de inmediato. Hacía dos semanas que acechaba el envío y su llegada le provocó una subida de tensión arterial que casi acaba con ella. Tanta excitación era legítima. Lo que contenía el paquete consolidaría su estrellato, relanzándolo hacia galaxias estratosféricas.

La primera pista se la había dado una intrigante frase en el cuaderno de notas. Según rezaba, su hijo habría escrito a unos laboratorios ortopédicos de París y «encargado el modelo número diecisiete del catálogo, en talla pequeña». El precio de la transacción estaba apuntado en francos franceses y no le facilitó ninguna clave esclarecedora. Sin embargo, coligió, existía un catálogo que no estaba a la vista. Y si su travieso vástago se había molestado en esconderlo, a la fuerza sería fruto prohibido. Sabía cómo trabajaba la mente del retoño, no tuvo que devanarse mucho los sesos ni escarbar en demasía. Lo encontró en el cajón de la ropa interior, camuflado, con mucha propiedad, bajo la bragueta de uno de sus enormes calzones de color carne. Le bastó con echar una única ojeada al libreto para captar la finalidad de aquellos pantaloncitos diseñados como armaduras. Buscó el modelo número diecisiete. No era de los más llamativos, tenía más cuero que metal, y sólo un cerrojo discreto del que pendía una argolla. Una versión más cara y sofisticada —el modelo veinticinco, por ejemplo— hubiera servido mejor a sus propósitos, pero por las notas leídas y los informes recibidos había comprendido que el onanismo de la señora De Ubach no era una compulsión furiosa, sino más bien una voluptuosidad pacífica y ausente. Se justificaba que el médico hubiera optado por encargar un modelo atemperado, aunque el laboratorio garantizaba su eficacia en un ciento por ciento. Es más, leyó en las instrucciones de uso, cabía incluso la posibilidad de una devolución si la rígida braga ortopédica se demostraba ineficaz tras dos semanas de uso.

El paso del cinturón de castidad por la provincia fue una eventualidad con carácter de extraordinaria rareza; similar a la caída de un meteorito o al cruce de uno de esos cometas celestes que surcan la órbita planetaria cada mil años. Jamás se había visto, ni se vio ni se vería, nada igual. La anciana organizó su exposición en la más estricta clandestinidad y en las catacumbas de la casa, cerca de la carbonera. Muy avispadamente, obvió mostrar el catálogo, de este modo nadie podría establecer agravios comparativos con otros modelos de manufactura más vistosa. Otra vez dio en el clavo, el éxito superó sus esperanzas. Hubo largas esperas, colas y empujones para contemplar el artefacto desde todos los ángulos posibles. No digamos tocarlo y estudiar sus distintas partes y piezas; meter la llave en el cerrojo, darle la vuelta en una y otra dirección… Durante la primera semana, calculó, no pasaron menos de cincuenta señoras. Y ella lamentó no haber estipulado una taquilla, un precio básico mínimo. Mejor dicho, dos: uno por mirar y otro por tocar. De haberlo pensado antes, se habría forrado.

Lo acaecido tuvo también un efecto colateral digno de estudio. La palabra onanismo, hasta entonces ignorada por la buena sociedad, pasó a ser de uso normalizado. Primero se pronunció en voz muy queda, después con osadía y luego con naturalidad coloquial. Y cabe decir que una de sus primeras y más ardientes promotoras fue la dama mayor de la congregación mariana (y en lo que se refiere al aguerrido fox-terrier… después de aquella mañana dramática se hizo el necesario ejercicio colectivo de amnesia, pero era impensable que la señora continuara paseándose con su mascota. También estaba fuera de cuestión que la sacrificara. Había prestado buenos servicios, merecía un retiro digno. El perrillo fue donado a una sobrina adolescente que se quedó, de entrada catapléxica, y luego palpitante de satisfacción, cuando pocos días después, al aflojarse el corsé, las habilidades del can le hicieron degustar en primicia ciertos placeres de sus partes pudendas. Las de ella, no las del cazador de zorros.)

Hubiera resultado muy turbador tratar estos temas con miembros del sexo fuerte. Sin embargo, la inédita mudez que descendía sobre el corro de mujeres cada vez que se aproximaba algún marido no podía de ningún modo pasar por un azar inocente. Los rumores sobre los Ubach se acentuaron y no contribuyeron a mejorar la imagen de León frente al resto de empresarios. Se la tenían jugada desde hacía tiempo, ahora se relamían los bigotes de gusto. Había pretendido impartirles lecciones de modernidad y justicia social. De nada le había servido dar más privilegios a sus obreros. Ahí estaban, tan parados y hostiles como todos. Les había restregado por las narices su cosmopolitismo y había desdeñado a sus hijas, una tras otra, en favor de una extranjera altanera. Y, mira por dónde, tan selecta esposa padecía una extraña dolencia nerviosa. Tan rara, de hecho, que nadie osaba hablar de ella, so pena de ofender la modestia de oídos decentes.

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