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Authors: Dolores Payás

Tags: #Relato

Adorables criaturas (26 page)

BOOK: Adorables criaturas
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León no era adicto al compositor polaco pero aquel opus ocupaba plaza permanente en su corazón. Tenía sus razones; era la pieza que Inés estaba practicando cuando se conocieron. No hay peor tortura que la que inflige un aprendiz de música a sus allegados, y esto es un axioma reconocido por cualquier persona sensata. Pero él no era sensato. Había perdido el seso por la estudiante, y asistió a sus trastabilleos, errores y repeticiones con infinita paciencia. A fuerza de oírlos acabó por descifrar y amar cada uno de los matices de la pieza.

Al escuchar el arranque sintió una marejada de ternura. Estuvo por acercarse al piano con el pretexto de pasar las páginas de la partitura, pero temió que su presencia ahuyentara a la musa, y además cayó en la cuenta de que Inés tocaba de memoria; en el atril no había pentagramas, sino plumas de avestruz. Se mantuvo discretamente sentado, escuchando con devoción. La balada progresó y las notas perfilaron el lírico y melancólico
cantabile
. Agudizó el oído, quizá allí había algo destinado a él, una invitación en clave. La esperó aún con más anhelo cuando se inició el
crescendo
del apasionado. Pero al emprender el dificultoso
fortissimo
, la música tropezó con un par de semicorcheas traidoras y se precipitó al vacío.

Miss Lucy despertó sobresaltada y a través del cuarto envió una silenciosa recriminación a su antigua alumna. Si hubiera tenido el tesón de practicar las cuatro horas diarias de rigor… León toleró el error con benevolencia, estaba más interesado en los mensajes ocultos de la partitura que en la fidelidad a su compositor. Samuel no era melómano, carecía por completo de oído musical y una memorable sobremesa de domingo había confundido una sinfonía con una sanfaina. Las señoras tocaban el piano, emborronaban papeles con acuarelas, se desmayaban en público y todo ello entraba en el orden natural del universo. Pero resonaron otras notas falsas. La armonía se despeñaba sin remedio, y de la caja del instrumento surgía un estrépito tan notoriamente atonal, que hasta él se dio cuenta de que aquella obra no formaba parte de ningún repertorio distinguido. La
miss
y su cliente ya se habían levantado de sus asientos respectivos, pero los detuvo con la decisiva autoridad que sólo otorga el ejercicio continuado de la medicina. Quería saber qué sucedería a continuación.

La melodía continuó perdiendo inteligibilidad aunque su intérprete la siguiera tocando con expresión arrebatada, como si escuchara la versión de origen y no la que oía su consternado auditorio. El deterioro se acentuó hasta que Chopin quedó triturado bajo un amasijo de cacofonías. Entonces Inés empezó a proferir leves grititos. Cosa curiosa, coincidían con la tonalidad de la obra (aunque sólo su antigua institutriz anotó el dato). Luego cerró las manos, aporreó el teclado con los puños y su hermoso rostro se contorsionó, deformado por una fea sucesión de muecas. Estaba entrando en una fase epileptoide.

Miss Lucy se anegaba en angustia pero el doctor le impidió intervenir en todo momento. Y el devoto marido mudó a estatua de sal, esta vez sosteniendo una copa, en cuanto vio los primeros visajes faciales de su mujer. El espectáculo era abominable.

Samuel se acercó al piano y tocó a Inés en un hombro. Ella lo ignoró y dejó de aporrear el instrumento para dedicarse a menesteres aún menos decorosos. Agarró el abanico de un manotazo, lo abrió con un brusco giro de muñeca, y se puso a desplumarlo a toda velocidad, igual que si tuviera entre manos una gallina escaldada en vez del costosísimo remedo de avestruz. Cuando el elegante accesorio fue sólo una estructura descarnada lo lanzó con fuerza dentro de la caja del piano. Y, mientras reverberaba el tañido de las cuerdas, se llevó las manos a la cabeza y desbarató su precioso tocado atacando con encono las finísimas orquídeas. Desmenuzó sus pétalos y los desparramó sobre el teclado.

Llegados a este punto, el facultativo consideró que la sintomatología estaba ya lo suficientemente desarrollada. Era hora de pasar a la acción. Inmovilizó el rostro de Inés entre sus dos manos y la llamó varias veces. Ella no contestó, dejó caer los brazos y continuó haciendo muecas; estaba por completo ida. La cacheteó en las mejillas con suavidad para ver si reaccionaba, pero la medida fue vana. Se le habían puesto los ojos en blanco, las retinas giraban como derviches danzantes. Incrementó la fuerza de los cachetes sin mejoría visible. Entonces se apartó, sostuvo la parte posterior de su cabeza con una mano y con la otra le cruzó la cara con violencia.

La bofetada chasqueó como el latigazo dado a un animal díscolo. Miss Lucy gritó y se interpuso entre el médico y su pupila. Samuel la apartó de un empujón que la empotró directamente sobre las teclas. Se quedó sentada encima de dos octavas completas, y la vibración discordante de las notas aplastadas se añadió al eco de los secos palmetazos. La pobre mujer apeló al dueño de la casa con voz desgarrada; no comprendía por qué no salía en defensa de su mujer. Pero León estaba asqueado, la repugnancia prevalecía sobre cualquier sentimiento compasivo.

El doctor estampó seis veces su mano en Inés, tres en cada mejilla, hasta que por fin ella recobró la conciencia. Despertó del trance y rompió a llorar con amargura. Entonces León se ablandó; reconocía a su esposa en la muchacha lacrimosa. A miss Lucy se le partía el alma, pero Samuel se mostró inflexible y no permitió que ni el uno ni la otra consintieran a su paciente. Ordenó a la gobernanta que la llevara a la habitación, le pusiera bolsas de hielo picado en las mejillas y la acostara en ayunas.

Una vez que salieron las mujeres, el industrial arremetió contra el único representante de la ciencia médica presente en la habitación. Samuel aceptó sus acerbas críticas con humildad servil. Había subestimado la dolencia de Inés, se enfrentaban a un accidente nervioso de cierta envergadura. Desde luego, iba más allá de los leves achaques que aquejaban a otras esposas, menos sensibles que la de León. Pero el grosero halago no hizo diana en el cliente. La fragilidad era un atributo femenino encantador siempre y cuando no se sobrepasaran los límites de la decencia. Hoy se habían sobrepasado con creces, y Samuel haría bien en recordar que no era el único galeno de la región.

La advertencia contenía posibilidades muy alarmantes y el buen doctor no quería perder al cliente (ni a su bodega ni a su cocinera). Se imponía la prudencia. No haría más diagnósticos hasta que se analizaran a fondo las causas del mal. Sin embargo, y dado que la enfermedad era, sin duda alguna, de origen neurológico, no estaría de más tomar algunas medidas. La paciente permanecería bajo observación y entretanto se le ahorraría cualquier estímulo que pudiera desencadenar otras alteraciones.

Elena y Juana recibieron órdenes de cumplimiento inmediato. Había que retirar partituras, poesías, libros. Fuera la música. Con las prisas y los nervios, la gran tapa del piano se les escurrió de las manos y cayó con la celeridad de una hoja de guillotina. Un poco más tarde, miss Lucy se dijo que el instrumento, negro y cerrado, daba un aire funerario al salón vacío. Y antes de retirarse a sus habitaciones lo cubrió con un mantón de Manila. Era de seda azul, con enormes claveles rojos; había pertenecido a la madre de sus dos pupilas.

Huelga general

Fue Macario quien trajo las noticias del primer día de huelga. Los obreros de la colonia Ubach la habían secundado en bloque. Para eso estaban los piquetes, que habían custodiado caninamente la entrada a la fábrica. Ni el patrón pudo acceder a su despacho aquel día. Bajo el dintel de las puertas, apoyados en las barandillas forjadas de los balcones que se cocían al sol, los habitantes de la colonia le habían visto pasar cuando caminaba, a grandes zancadas, de vuelta a la mansión. Ninguno le había hablado y decían que él, demudado por la vejación, tampoco había saludado a nadie, ni siquiera a la maestra, la única lo bastante atolondrada como para arriesgar un irresponsable y jovial buenos días.

Al llegar a casa pidió que le engancharan el carruaje y se hizo llevar al casino. Allí ya había una larga hilera de vehículos y un corro de cocheros bien dispuestos al canje de noticias. La reunión de sus amos, convocada con urgencia, se torció en algún momento, porque desde la calle se oyeron voces en tono crispado. El señor De Ubach fue el primero de los empresarios en salir, su humor había empeorado y no abrió la boca ni para dar nuevas instrucciones. Macario coligió que deseaba volver a casa. De vuelta a la mansión se encerró en la biblioteca, donde estuvo todo el santo día escribiendo cartas. Le llevaron la comida y la cena, pero las dos bandejas habían vuelto a la cocina sin tocar. Se había retirado pronto. Con el ama también confinada en su cuarto, a las diez de la noche el hogar estaba callado como un camposanto.

La misteriosa dolencia de la señora sería una desgracia que todos lamentaban pero había traído grandes dosis de autonomía al servicio raso. Miss Lucy pasaba la mayor parte del tiempo con la enferma, el gobierno de la casa se había relajado, y por las noches brotaban tertulias espontáneas alrededor de la mesa de la cocina. Con un par de botellas de vino de por medio, los dimes y diretes que llegaban del exterior y del dormitorio rojo daban nuevo aliciente a las uniformes jornadas. Claro que todo eran conflictos y dramas, pero, siendo ajenos, se hablaba de ellos sin gran pesar. Y se podía opinar, juzgar y tomar partido sin riesgos personales o para las familias, pues ninguno las tenía en la colonia. El señor De Ubach se había ocupado de que fuera así, no deseaba que su vida privada anduviera en boca de los trabajadores.

Era una noche hermética de luna nueva, recién cruzado el solsticio de verano. La marinada que se levantaba cada mediodía había emprendido ya su retirada, y el estruendo estival de cigarras y grillos asaeteaba el cielo. Lejos de ceder, la temprana calorina había encadenado con la canícula propia de la estación. A esa hora el jardín era un mero papel pintado en el que ni de milagro se movía una sola hoja.

Sobre la mesa central de la cocina había un par de lámparas encendidas. Iluminaban a los que hacían cábalas y a la nube de insectos que zumbaba machacona en torno a ellos. Los mosquitos martirizaban a todos los presentes, y los palmetazos con que unos y otros se autoflagelaban añadían un fondo de percusión a la tertulia. Macario hablaba con vehemencia amortiguada; las puertas de la cocina estaban todas abiertas y seguro que las ventanas del cuarto amarillo, justo encima del lugar, lo estarían también. Según él, los empresarios se pondrían de acuerdo para expulsar de las colonias a los cabecillas de la revuelta, igual que habían hecho en la otra huelga. Rita protestó. Su afable patrón no apoyaría una medida despiadada que dejaría a tantas familias sin trabajo ni techo. El intercambio conspirativo a media voz se prolongó hasta que se oyó una respiración trabajosa y a los pocos segundos entró la nodriza con un candil. Sus andares ya no eran los de la muchacha ágil que llegó a la casa. Estaba atocinada, y continuaba sumando kilos. Las doncellitas tenían buena constancia de ello pues se habían visto obligadas a descoser y añadir más tela a las costuras de su uniforme; dos veces en las últimas tres semanas. ¿Y cómo no iba a engordar? Si era una gandula… Siempre estaba quieta, y no paraba de comer y de beber.

Rita le dio lo que tenía más a mano sin hacer aspavientos. Tenía ya asumido el menosprecio de la mujer por frutas y verduras, y le preparó lonchas de jamón, trozos de queso, longanizas y butifarras, acompañadas de rebanadas gruesas de pan blanco untadas con grasa de cerdo. Luego le acercó una jarra de agua y un vaso. Ella se zampó lo sólido, pero ignoró el agua y se apoderó del vino, del que se sirvió varias veces. El nivel de la botella que había sobre la mesa descendió a tal velocidad que Macario tomó cartas en el asunto, en cuanto la vio distraída alargó la mano para llevársela y esconderla. Asió puro aire caliente y algún mosquito. El aya estaría cebada pero seguía teniendo los reflejos de una alimaña: le sustrajo la botella bajo las narices, y no por poco. Dio un largo trago, esta vez sin molestarse en usar el vaso, y luego expresó su bienestar soltando un par de eructos donosos. Al poco rato se fue, algo vacilante, y todos se quedaron unos segundos mirando el rectángulo negro que dejó su ausencia. Elena rompió el silencio.

—Es bruja. Mueve cosas, las estropea sólo con mirarlas.

—Bobadas, cuentos de viejas. —Rita habló de pie y muy calmada, mientras cogía otra botella del aparador. Pero aprovechó que no la veían para cruzar los dedos.

—No son cuentos —insistió la niña—. Habla con los animales, y la obedecen. Acuérdese usted de aquella rata.

Macario hizo su aportación. Era el único hombre de la asamblea, aún así no proporcionó ni pizca de raciocinio masculino al debate.

—Allá, en el norte, no es como aquí. Las hembras de esas tierras andan sin civilizar, viven en el bosque como salvajes. En el diario del otro día salía una que se había comido a su propio hijo.

Las criaditas soltaron un respingo y levantaron, sincrónicas, cuatro manos a dos bocas abiertas.

—¿Crudo? —A Rita la pregunta le salió sin querer; era fatal que se interesara por el sistema de cocción.

—Estofado con patatas. La policía encontró el sobrante en una cazuela de barro.

Las elucubraciones abundaron. Elena aseguraba haber oído a la nodriza canturreando conjuros frente al fuego. Juana, para no ser menos, dijo haberla visto salir por la ventana de su habitación con una escoba entre las piernas. Nadie la creyó, pero la idea era sugerente y animó mucho la velada.

A la potencial bruja no le silbaron los oídos. Había regresado a sus dominios exaltada y feliz, el vino trasegado tenía algo que ver con ello. Cuando se sentía así sacaba sus tesoros para mirarlos. Estaban escondidos bajo el colchón y su exposición le reportaba una inmensa tranquilidad. Los había ido ensamblando en un quehacer de comadreja laboriosa y paciente; una rapiña aquí, un hurto allá. Ya tenía una bonita pila de baratijas maravillosas: cintas de colores, lágrimas de cristal arrancadas a varias arañas, retales de batista pespunteados, un dedal y las tijeritas de plata (que Elena y Juana habían estado toda una mañana buscando entre sollozos). Y una pequeña reserva previsora: galletas y rosquillas, una botella de ratafía casera, otra de anís del Mono, curruscos de pan viejo. Lo extendió todo encima de la cama, y miró el rico despliegue con profundo embeleso.

Nunca había vivido instalada en semejante satisfacción. Todas aquellas posesiones eran suyas, y aún conseguiría más. Había sido lista y sabido afianzar su posición en la casa. La temían, la respetaban. En otros lugares también la habían temido y le lanzaban piedras para alejarla. Allí, en cambio, la vestían, le daban de comer y beber. No se le escapaba el desafecto de su ama pero se había acomodado. Le parecía natural. Jamás había sido amada, el contratiempo no suponía una novedad ni una gran frustración. Para compensar, tenía sus tesoros, un techo, comida y bebida. Entretanto, le bastaba con estar cerca de aquel ser tan bello, respirar el mismo aire, oler su perfume. No necesitaba más. Sólo que todo ello durara.

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