Agentes del caos I: La prueba del héroe (17 page)

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Authors: James Luceno

Tags: #Aventuras, #Ciencia ficción

BOOK: Agentes del caos I: La prueba del héroe
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Capítulo 11

Han contemplaba mareado la jaspeada indiferencia del hiperespacio a través de la cristalera que envolvía la cabina del
Daga Afortunada
. A su lado, Roa dormitaba en el asiento del piloto, roncando suavemente, mientras uno de los androides de la nave monitorizaba el ordenador de navegación detrás de él.

Ojalá pudiera adelantarse al tiempo tan fácilmente como la luz, pensó Han. Quizás así podría saltar hacia delante, hasta un punto en que los recuerdos de Sernpidal fueran algo lejano, o quizá retroceder hasta antes de aquel terrible día, para poder reconfigurar los eventos y corregir lo que pasó.

Pero lo cierto es que vivía atrapado en un momento trágico, obligado a revivirlo una y otra vez y otra…

El
Halcón
, cargando con evacuados, flotando sobre la encabritada superficie de Sernpidal. La pequeña luna del planeta, llamada Dobido, estaba siendo controlada por una monstruosidad yuuzhan vong y descendía hacia la superficie del planeta.

Chewie, en el suelo, con un niño bajo cada enorme brazo y el viento tirando de él. Chewie y Anakin empleando la Fuerza y rayos láser para liberar los escombros caídos que retenían aquella nave atrapada.

El
Halcón
aguantando su posición contra un viento ensordecedor, mientras Chewie rescata a otro niño, alzándolo hacia los brazos de un Han colgado de la extendida rampa de descenso.

Sernpidal estremeciéndose y quebrándose.

Chewie levantando a Anakin en sus brazos. Su expresión resignada al arrojar al chico a Han. El aterrador gemido de los motores retropropulsores del
Halcón
; la nave escorándose a un lado mientras Han, con un grupo de evacuados sujetándolo por las piernas, estiraba los brazos desesperadamente hacia Chewie.

El suelo abriéndose y apartando a Chewie.

Anakin corriendo al puente, llevando el
Halcón
por entre estrechas callejuelas, sorteando edificios que se derrumbaban. La fugaz imagen de Chewie, dando la espalda al
Halcón y
alzando los brazos hacia Dobido, que se había convertido en una estela de fuego.

La llegada de Tosi-karu.

Un viento cortante que quemó el rostro y las manos a Han, arrojando a Chewie por los aires y derrumbando edificios. Los escudos del
Halcón
gimiendo en protesta.

Y otra vez Chewie, con el pelo del cuerpo ensangrentado…, recuperando pie…, parándose sobre una montaña de escombros, rugiendo retador a la luna esclava, como si así pudiera devolverla a su sitio.

El
Halcón
, todavía pilotado por Anakin, ascendiendo hacia el espacio, abandonando a Chewie a su destino.

Lo primero que dijo Han a su hijo: «Le abandonaste».

El recuerdo de esas palabras era tan doloroso, tan demoledor, como la muerte de Chewie. Había sido una condena nacida del dolor, imposible de rescindir en los meses siguientes.

Sumido en la angustia, Han apretó los ojos y cerró los puños. Cuánto tiempo podría seguir así: colgando de la rampa del
Halcón
, con los brazos extendidos hacia Chewie…

Roa se agitó a su lado, bostezó ruidosamente y estiró los brazos por encima de la cabeza. Pestañeó y se volvió hacia el androide del ordenador de navegación.

—¿Cuánto falta?

—La nave retornará en breve al espacio real, amo Roa.

Roa sonrió a Han.

—Como en los viejos tiempos, ¿eh, Han? Tú y yo trabajando juntos. Han se obligó a apartar de su mente los pensamientos tristes, la sangre corría por sus venas como si fuese ácido.

—Recuerdo aquella primera ruta de Kessel como si fuera ayer. Roa sonrió, enigmático.

—Hablando de Kessel, llevo tiempo queriendo preguntarte algo. A ver, soy consciente de que los rumores pueden cambiar mucho desde Tatooine a Bonadan, pero tengo entendido que afirmaste haber hecho la ruta de Kessel en menos de doce pársecs.

Han se quedó callado a propósito.

—¿Y bien? —insistió Roa.

—Es una vieja historia, Roa. Y la asignatura de historia siempre se me dio mal.

—Esfuérzate un poco. Te calificaré con mano derecha.

Han mostró las palmas de las manos.

—Mira, tenía a Jabba encima porque le había perdido una carga de especias. Chewie y yo necesitábamos aquel trabajo, y a veces se hace o se dice lo que sea.

—Pero ¿es cierto…? ¿La hiciste en menos de doce pársecs?

Han se puso las manos en el pecho.

—¿Me inventaría yo algo así? Cuando fanfarroneo, lo hago muy en serio.

Roa le miró un momento y luego se echó a reír.

—Vaya, Han, ¿qué fue de los viejos tiempos? ¿Qué pasó con la búsqueda de fortuna y gloria?

—Eso ya no tiene futuro —Han negó rápidamente con la cabeza—. Aun así, la idea de que gente decente como Reck se pase voluntariamente al enemigo… Los yuuzhan vong hacen que los hutts parezcan gamberros de patio de colegio. Hacen que Palpatine parezca un déspota ilustrado.

—Quizá. Pero los ganadores siempre pagan mejor —dijo Roa con seriedad—. Además, los créditos no tienen que proceder de manos limpias para que Reck y los suyos sepan apreciarlos.

Han sonrió.

—Con la edad te has convertido en un filósofo.

Roa se encogió de hombros.

—Cuando tu pareja muere, suele quedarte mucho tiempo para pensar —miró a Han—. Probablemente te habrás dado cuenta.

Han se quedó callado.

El ordenador de navegación soltó un pitido.

—Amo Roa, estamos saliendo del hiperespacio —anunció el androide. Han y Roa se volvieron hacia la consola de mando para preparar la entrada del
Daga Afortunada
en velocidad subluz.

—Subluz alcanzada —dijo Roa con rapidez.

Han activó un interruptor.

—Escudos activados.

Una luz azul y alargada les devolvió al espacio real. De repente, las líneas se convirtieron en puntos que rotaban ligeramente antes de cobrar la forma de un campo de estrellas, y cada sol distante era como una entrada a una realidad alternativa. La nave efectuó la transición sin problemas, con la excepción de un breve temblor.

—Entrando en el sistema Anobis —informó el androide.

—¿Anobis? —dijo Han, sorprendido—. Este sitio está en medio de ninguna parte. Ni Reck querría esconderse aquí.

Roa negó con la cabeza cuando Han le miró.

—Anobis es sólo una entrada lateral a nuestro destino final. Un salto directo podría dejarnos en medio de una flota enemiga o de una patrulla del Remanente Imperial. —Señaló al ventanal de estribor con un dedo gordezuelo—. Mira eso.

Han se giró a la derecha. Los restos agujereados y maltrechos de un destructor estelar flotaban casi al alcance de la mano. Estaba escorado a babor, con la torre de mando y la punta de la gran nave reventadas, casi tapado por sus propios restos. Las antaño relucientes placas de popa estaban salpicadas por enormes cráteres ennegrecidos. Cables y tuberías colgaban de sus entrañas desgarradas: Han recordó el ataque de los yuuzhan vong en Helska-4, y el destructor estelar
Renovador
, que había caído con casi toda la tripulación.

—¿Hay alguna esperanza de vencer a estos matones? —preguntó Roa.

—Los yuuzhan vong no dan cuartel —Han se apartó de la ventana—. Entonces, ¿adónde vamos, Roa?

Roa dio unos golpecitos con el dedo índice en un mapa que apareció en un monitor.

—A Ord Mantell.

Han se quedó boquiabierto un instante, echó la cabeza hacia atrás y se echó a reír a carcajada limpia.

Roa le miró, intrigado.

—¿Te preocupa encontrarte con alguien del pasado?

—Con alguien del presente —murmuró Han—. Con mi mujer.

Ord Mantell seguía siendo el mismo planeta anodino que Han recordaba de visitas anteriores, que habían sido muchas al cabo de los años, algunas planeadas y otras debidas al azar. Pero se había añadido algo nuevo desde que Han fue árbitro en la carrera de naves antibloqueo: una pequeña estación espacial de diseño antiguo, en forma de anillo, ensamblada a partir de piezas robadas y compradas a los hutts por un consorcio de empresas de ingeniería del Borde Medio. Algunas partes de la estación, un par de radios y una sección de diez grados del anillo exterior seguían incompletas, y quizá lo estuvieran por un tiempo, ya que los equipos de construcción abandonaron las obras a raíz de la destrucción de Ithor.

La
Rueda del Jubileo
, la llamaba Roa.

—La estación no tiene mucho que ver con Ord Mantell, exceptuando el uso de su gravedad —dijo a Han desde el asiento del piloto del
Daga Afortunada&mdash
;. Era un puerto franco. Y bastante exitoso, hasta que la invasión de los yuuzhan vong se cargó el comercio. Ahora es un lugar de tránsito, donde paran algunos de los tíos más desesperados que has podido conocer en tu vida.

—Mientras nuestra misión no nos lleve a tierra, estoy dispuesto a todo —dijo Han—. Ord Mantell siempre me ha traído mala suerte.

Roa asintió.

—Entonces haremos todo lo posible para no poner los pies en el planeta.

Naves de todos los tipos hacían cola alrededor de la estación, esperando la asignación del hangar de aterrizaje. Eran cargueros y transportes vacíos que no tenían adónde ir, pues sus lugares de origen habían sido invadidos por los yuuzhan vong o sus empresas habían quebrado por la guerra. En su interior había viajeros medio muertos de hambre, atrapados en tierra de nadie por motivos políticos. También podían encontrarse allí cruceros diplomáticos con cincuenta años de antigüedad y naves de guerra recién rescatadas de antiguas flotas. Sin olvidar los transportes de pasajeros, incluyendo manadas de naves ithorianas con forma de platillos, atestadas de seres desplazados de planetas conquistados o arrasados, en busca de un planeta al que llamar hogar, aunque sólo fuera de modo temporal. Y atendiendo a las necesidades de esos refugiados con créditos para gastar, había antiguas naves de mercancías, pilotadas por piratas que vendían sueños de una vida nueva a los ciegamente optimistas.

Roa y Han esperaron el permiso para aterrizar haciendo pruebas a los sistemas de seguridad del SoroSuub 3000 y bloqueando las escotillas. El atestado y repugnante hangar que se les asignó finalmente había sido arrancado a un crucero MC80 y, de hecho, aún lucía algunos símbolos mon calamari.

Han fue el primero en bajar la rampa, mientras Roa terminaba con los procedimientos, y se encontró con un grupo de cinco alienígenas de una especie que jamás había visto.

—¿Necesitas a alguien que vigile tu nave? —preguntó el portavoz del grupo por encima del estruendo, siseando un Básico profundamente marcado por otro acento.

Han miró al alienígena de arriba abajo.

—Necesito alguien que te vigile a ti.

El alienígena, que claramente era varón, tardó un instante en pillarlo y echarse a reír con unas carcajadas tan contagiosas que Han estuvo a punto de sonreír.

Era un bípedo de piernas musculosas, una cabeza más bajo que Han, y dueño de una cola delgada que, aun así, parecía útil. Las partes de su cuerpo que no cubrían una colorida túnica y unos pantalones estratégicamente cortados estaban cubiertas de un vello corto y grisáceo, a excepción de los antebrazos y la cola, donde el pelo se tornaba más oscuro, en rígidos mechones que posiblemente podían llegar a hacer mucho daño.

Al igual que los otros dos varones del grupo, el que se acercó a Han tenía un mostacho blanco largo que le caía hasta más abajo de la barbilla, y una perilla del mismo color. Los ojos, dispuestos frontalmente, eran grandes y brillantes. La nariz era un pico coralino que se curvaba hacia abajo sobre una boca de labios delgados, y estaba perforada, como si fuera un instrumento musical.

Las dos hembras del grupo eran ligeramente más pequeñas que los varones, lucían curvas en sus cuerpos compactos, y estallidos de vibrantes colores hacían destacar sus pieles aterciopeladas y grises. No tenían los lacios bigotes y, en lugar de crestas, tenían una lustrosa melena peinada hacia atrás que les llegaba hasta los hombros. Las puntas de sus suaves colas parecían haber sido sumergidas en botes de pintura azul celeste. Llevaban joyas colgando del cuello, en las pequeñas orejas y en los cinco dedos de las manos, así como en la nariz.

—Vale, vale —dijeron con sus boquitas—. ¿Quizá prefieres que alguien te limpie la nave y le dé un toque?

Han apoyó las manos en las caderas y se rió. Seguía sonriendo cuando Roa bajó de la rampa seguido de dos de los miembros de la tripulación del
Daga Afortunada
, Vacío y un androide supervisor EV cuya cabeza parecía el pico curvado de un ave comefruta.

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